La cárcel más peligrosa no se mide en rejas ni barrotes, sino en sombras que susurran secretos. En un mundo donde nada es lo que parece, Bella Jackson está atrapada en una telaraña tejida por un hombre que todos conocen solo como “El Cuervo”.
Una figura oscura, implacable y marcada por un tormento que ni ella imagina.
Entre la verdad y la mentira, la sumisión y la venganza. Bella tendrá que caminar junto a su verdugo, desentrañando un misterio tan profundo como las alas negras que lo persiguen.
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VI. Burbuja.
Bella jugueteaba con los dedos, como si pudieran absorber el temblor que se le instalaba bajo la piel. Cada rincón de aquella casa parecía construido para intimidar. Las paredes, los cuadros, la iluminación: todo hablaba de riqueza, pero también de poder. Un poder frío. Calculado. Inalcanzable.
Aún seguía a aquel hombre. Habían bajado al menos dos plantas… ¿o tres? Ya había perdido la noción. Intentaba igualar su paso, pero él no se detenía ni miraba atrás. Lo único que tenía claro era que si se quedaba sola, se perdería.
Al llegar a lo que parecía ser el nivel principal, el aroma a comida se hizo presente. Café. Intenso, denso, reconocible entre mil olores. Su corazón dio un pequeño vuelco. Papá. Él nunca comenzaba el día sin su taza de café, cargada y amarga. El recuerdo la golpeó sin piedad. Imaginó su rostro desencajado, la casa en silencio. No dormirían. No hasta encontrarla.
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Se cruzó de brazos para contener las lágrimas, sabiendo que cualquier debilidad la haría más vulnerable allí.
Ni siquiera podía detenerse a detallar lo que veía. Todo parecía sacado de una revista de diseño, con una estética tan perfecta que se volvía inquietante. Cada mueble estaba dispuesto con precisión quirúrgica. Era como caminar por un escenario. Un decorado lujoso para una obra macabra.
Esto no era normal. Ese hombre no era normal.
¿Mafia? ¿Político? ¿Magnate?
No podía permitirse el lujo de imaginar demasiado. Tenía que concentrarse en un solo objetivo: huir.
Lo siguió hasta el jardín. No el que había observado desde su habitación, sino otro sector de la propiedad, invisible desde allí. Al fondo, varias personas desayunaban en un amplio porche. La conversación se detuvo cuando los vieron llegar.
Arianna fue la primera en reaccionar, con una sonrisa cálida. Bella se aferró a ese gesto como a una cuerda en mitad del mar.
—¿A quién tenemos aquí? —exclamó una mujer de mediana edad, con un entusiasmo que sonaba tan impostado como el tono brillante de su voz—. Es más hermosa en persona. ¡Mírenla! Absolutamente adorable.
Bella le sostuvo la mirada, pero no encontró nada reconfortante en sus ojos. Eran del color de la miel, sí. Pero vacíos. Falsos.
William la tomó por el brazo sin pedir permiso y la sentó a su lado. Su tacto era firme. Innegociable.
—Íbamos a esperarlos, pero al tardar, no sabíamos si vendrían —añadió la mujer, sin perder la sonrisa—. Carmelina, sírvele el desayuno.
—No. Yo me encargo —intervino William. Su tono era helado.
Bella lo observó recoger un trozo de bizcocho cubierto de chocolate, decorado con frutas.
Su favorito.
Durante días había recibido exactamente lo que le gustaba. Platos, bebidas. No podía ser casualidad. Él la conocía. Y ese pensamiento le robaba el aire.
¿Desde cuándo? ¿Cómo?
—Come —ordenó, tendiéndole el tenedor.
—Gracias… —murmuró, sin levantar la vista.
El silencio pesaba sobre ella como una piedra. Sintió todas las miradas clavadas en ella. Cortó un pequeño trozo y lo llevó a la boca. El sabor… era idéntico al que hacía su madre. El nudo en su garganta creció.
—Qué silencio más raro en esta mesa. Y eso que tenemos a una nueva integrante en la familia.
Bella se atragantó. La tos la dobló sobre sí misma. William la sostuvo con una mano, mientras con la otra le acercaba un vaso de agua. Bebió con dificultad.
—¿Estás bien, Bella? —preguntó Arianna, sincera.
—Sí… lo siento —logró decir, recomponiéndose.
Volvió a mirar a William. Su quijada estaba tan tensa que parecía hecha de mármol. Tomó un sorbo de café sin mirarla.
—No estés nerviosa. Aquí estás en total confianza —dijo la mujer, con voz almibarada, como si hablara con una niña en una fiesta de té—. Dime, ¿te has sentido bien estos días? Espero que tu estancia haya sido reconfortante, y te hayan atendido como mereces.
Bella no respondió de inmediato. Esa mujer estaba loca. Todos lo estaban. ¿"Estancia"? ¿Creían que esto era un maldito hotel?
Se obligó a mirar alrededor. Aparte de Arianna y aquella mujer, había un hombre de aspecto serio, que apenas participaba. Tenía un aire a William. ¿Su hermano? ¿El marido de Arianna? Mantenía la cabeza baja, como si prefería no implicarse.
—Querida, te he hecho una pregunta —insistió la mujer, sonriendo sin pestañear—. Hijo, tu mujer está demasiado callada. ¿No estará enferma?
¿Tu mujer?
El mundo se le paralizó.
Su respiración se hizo errática, temblorosa. El mundo giraba más rápido de lo que su mente podía procesar. Todo parecía provenir de otro plano. Iba a desmayarse si no despertaba de esa pesadilla.
–Bella –escuchó su nombre con un tono suave, casi como una advertencia. La voz de William era más baja que antes. Sintió su mano posarse sobre su pierna, firme, cálida, como si reclamara propiedad.
Un escalofrío reptó por su espina dorsal.
Ella lo miró, como saliendo de un trance.
–¿De qué mujer está hablando? –soltó al fin, apartando su mano bruscamente. Su voz temblaba, pero la rabia y el miedo se entrelazaban.
William no respondió. Sus ojos, antes apenas expresivos, se oscurecieron como un eclipse. Las facciones se endurecieron. La sombra de una tormenta se apoderó de su rostro.
–¿Cómo dices, querida? –preguntó la mujer, riendo con esa risa burlona, como si todo fuera una broma cruel.
–¿A qué mujer se refiere? –insistió Bella, clavando los dedos en el borde de la silla.
La mujer la miró como si acabara de decir la cosa más absurda del mundo.
–A ti. ¿A quién más podría ser? –rio otra vez, con deleite enfermo–. Pronto te casarás con mi hijo. Serás su esposa.
Un eco. Esa palabra golpeó su mente con violencia: "su esposa".
Bella sintió las piernas flaquear, el aire se volvió denso. Una náusea le subió por el estómago.
–¿Q-qué...? –Su garganta no cooperaba.
–No falta nada para la boda –añadió la mujer, emocionada, como si hablara de un día de picnic–. Ya puedo verlos a los dos, tan perfectos... como hechos a medida. ¡Ay, los comentarios de la alta sociedad van a ser pura envidia!
Las lágrimas comenzaron a picarle detrás de los ojos. No podía respirar. Cada palabra era una puñalada.
–Ustedes... –balbuceó con un hilo de voz, como si acabara de ver algo monstruoso–. No están bien. Me han... secuestrado. ¡Estoy secuestrada! ¿Es que no lo ven?
–Estás confundida –respondió la mujer sin inmutarse–. Te adaptas, verás.
–¿¡De qué demonios habla!? ¡Su hijo me raptó! ¡Estoy aquí en contra de mi voluntad! ¡Están enfermos! –Su voz se quebró, desgarrada.
Entonces su mano se deslizó sobre la mesa, como si actuara sola. Sus dedos rozaron el frío metal de un cuchillo. Lo levantó sin pensar.
Esa mujer gritó.
William se puso de pie con absoluta calma. Cada movimiento, pausado, letal.
–Dame el cuchillo –ordenó, estirando una mano con la autoridad de quien sabe que será obedecido.
–¡Aléjate! –gritó ella, retrocediendo, con ambas manos sujetando el cuchillo como si fuera su única salvación.
–No vas a irte. Eso no va a pasar, Bella –dijo él, como si dictara una sentencia.
William dio un paso hacia ella.
Ella no pensó. No razonó. El instinto la gobernó. El cuchillo descendió. Rápido, torpe, desesperado.
Un corte limpio atravesó la palma de William. La sangre brotó al instante, caliente.
Bella se quedó helada, horrorizada. No fue consciente de lo que hizo, hasta ver la sangre brotar sin parar.
–¿E-estás bien...? –preguntó en shock.
Pero William no pareció sentir nada. Ni un gemido, ni un gesto de dolor. Solo sus ojos negros fijos en los de ella. Fríos. Infinitamente oscuros.
Con una velocidad aterradora, él le arrebató el cuchillo. Lo lanzó lejos. La tomó por la cintura y la alzó como si no pesara nada, llevándola sobre su hombro.
Esa señora emitió gritos que Bella no lograba oír, por la distancia ya interpuesta.
Ella se dejó la voz durante todo el trayecto, gritando y pataleando, exigiendo que la soltara. Al llegar a lo que parecía su prisión, él abrió la puerta y la cerró de golpe. El estruendoso sonido hizo eco en la estancia.
Él la tiró sobre la cama. Bella jadeó ante el impacto, sin esperárselo. Se incorporó, viéndolo quitarse con impaciencia la chaqueta, seguida de la corbata. Todo estaba salpicado por sangre.
Bella mordía con ansiedad la cara interna de sus labios. No obstante, el sabor metalizado que nacía en ellos le indicaba que se estaba lastimando.
—¿Qué estás haciendo? —cuestionó, nerviosa, al ver que desabotonaba los botones de su camisa.
Lo hacía con una lentitud casi calculada. Y entonces su torso quedó al descubierto.
Era como si se hubiese quitado una máscara. Su cuerpo contaba una historia distinta a la de su rostro imperturbable. Músculos duros, marcados, cada línea de su abdomen dibujada con precisión quirúrgica. Tatuajes negros y símbolos extraños recorrían su piel, envolviéndolo en un aura de misterio y brutalidad. Como si cada marca contuviera un secreto oscuro.
Pero fue el lado izquierdo de su pecho el que la paralizó: cicatrices, eran como cuchilladas mal curadas, justo sobre el corazón. Las cicatrices eran profundas, irregulares, desgarrando la carne.
Y entre ellas —o quizá naciendo de ellas— emergía un cuervo tatuado, de alas abiertas y plumaje detallado con un realismo inquietante. No era un simple diseño; era una obra viva, negra como la noche más cerrada, con ojos que parecían brillar con un fulgor helado. Cada pluma estaba dibujada con una precisión casi dolorosa, como si hubieran sido grabadas con rabia, no entintadas. El ave parecía a punto de levantar el vuelo desde su piel, como si la carne de él fuera solo una prisión temporal.
Sus garras se hundían justo entre las cicatrices, como si sujetaran la carne rota para no dejarla sanar. El cuervo, más que posado, estaba fijado ahí como un castigo. El pico, entreabierto, mostraba una mueca cruel, casi burlona. Parecía a punto de graznar un secreto que ella no quería escuchar.
Emanaba oscuridad, peligro y dolor.
—¿Sabes? No pensé que fueras así —siseó, mirándola con detenimiento. Sus facciones masculinas se rompieron en una media sonrisa.
A pasos lentos y tortuosos, se aproximaba a ella. La manera amenazante en que lo hacía no le permitía adivinar su próximo movimiento. Bella estaba en el borde de la cama. Los centímetros que los separaban desaparecían uno a uno, acortando la distancia entre ellos.
Su respiración se vio gravemente afectada cuando sus ojos quedaron a la altura de su cintura. Elevó el mentón, intentando ocultar el manojo de nervios, el cual era un torbellino en su interior. Tragó grueso, tratando de mantener contacto visual, evitando seguir viendo su torso desnudo.
—¿Y qué esperabas? —preguntó, procurando hablar en un timbre vocal que le aportara seguridad—. ¿Debo actuar como una persona normal cuando me acaban de secuestrar? Has comprobado que eso no pasará. Entonces déjame ir. Si te decepcionaste, ¿por qué no lo haces?
Cuando sus dedos acariciaron un mechón de su cabello, entreabrió los labios, tomando aire.
—¿Te quieres ir tan rápido? —chasqueó la lengua, con ironía sazonada de evidente burla—. ¿Dónde se ha visto que una novia se vaya sin antes casarse?
Bella inspiró hondo.
—Estás enfermo —musitó, apartándose. Aunque fue en vano, ya que él tomó su mentón—. Eres un sádico. ¿No te estás escuchando? ¡Los disparates que dices! Nada de esto tiene sentido. Si alguien supiera lo que estás haciendo, te trasladarían a un psiquiátrico.
Rio con cinismo. La malicia en sus carcajadas le heló la sangre. Soltó al fin su agarre.
—Ay, muñeca... Cómo se nota que has vivido en una burbuja toda tu vida —parecía regocijarse, con superioridad y absoluta satisfacción.
—¿Qué quieres decir? —Lo vio alejarse para tomar algo en uno de los cajones, en la sala. Observó que tomaba un botiquín, del cual desconocía su existencia, y caminaba hacia el baño. Bella se levantó, siguiéndolo. En el umbral de la puerta, observó que trataba la herida que ella misma causó—. ¿Qué quisiste decir con eso? Contéstame —insistió.
William suspiró, derramando desinfectante sobre su palma. Podía jurar que eso dolía como el infierno, pero de él no salía ni una sola queja.
—Siempre ajena a lo que pasa a tu alrededor. Hacen y dejan de hacer. Pero tú, ni cuenta te das —al terminar, envolvió la herida con vendaje. Era impresionante lo rápido que había sido. Parecía un hábito—. Luego gritas y exiges explicaciones, cuando absolutamente todo ha sucedido ante tus ojos —cerró el botiquín, volteándose hacia ella—. Para ti, nada de esto tiene sentido, pero estar conmigo va a ser lo más real que vas a tener en tu vida.
Bella frunció el ceño.
—Deja de hablar indirectamente. Háblame claro, porque no te entiendo. ¿Qué quieres decir con que todo sucede ante mis ojos?
Él dio dos zancadas hasta llegar a ella.
—¿Quieres que te hable claro?
—Sí. Déjate de rodeos.
—Perfecto.
Llevó su mano recién curada hasta ella, jalando de su brazo para terminar pegándola contra su torso desnudo. Un torso que, a diferencia del rostro amenazante y frío, se percibía cálido.
—Suéltame —pidió, atemorizada por su oscuro semblante—. Me lastimas.
Tiró aún más de su agarre, provocando que chocara contra él. Podía olerlo; sentir su elevada temperatura, su respiración irregular.
—Grábatelo en la piel, en los huesos, en el maldito alma si hace falta —susurró con una calma más cruel que cualquier grito—. Eres mía. No por elección. Por sentencia. Y vas a obedecerme… aunque tenga que arrancarte cada pedazo de voluntad con las manos.
—Jamás seré tuya —lo provocó.
—Pruébame, si quieres conocer lo peor de mí. Solo tienes que seguir con ese comportamiento —escupió con seguridad.
—¿Y qué harás? —insinuó—. ¿Pegarme? ¿Obligarme? ¿Encerrarme de por vida?
—Mucho más que eso, muñeca —dictó, tomándola por el mentón con la mano libre—. Te daré un verdadero motivo por el cual puedas llamarme animal.
Tragó saliva con inquietud. La solidez en cada una de sus palabras la perturbaba. Él la soltó, y ella retrocedió hasta chocar contra la pared y parte del marco. Sin más preámbulos, agachó la cabeza atemorizada, hasta dejar de notarlo en su campo de visión.
Bella soltó todo el aire contenido, dejándose deslizar por la pared hasta acabar en el piso. Se llevó las rodillas al pecho, soltando aquel profundo sollozo que reprimió delante de él, para no mostrar debilidad.
Sin poder evadirlo, el temor la inundó. El pánico por lo que pudiera ser capaz de hacer William Stone más adelante. Estaba confundida y aturdida. Pero tenía una única cosa clara.
Aquel hombre era peligroso.