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Yo Te Elegí.

Yo Te Elegí.

Status: En proceso
Genre:Amor a primera vista
Popularitas:3.9k
Nilai: 5
nombre de autor: Mel G.

Romina, una chica que no conoce el significado de amistad y familia, empieza a conocerlo a través de algunas personas que llegan a su vida. Pero cuando todo realmente cambia, es cuando conoce a Víctor, al hermano de la chica que comienza a ser su amiga, pero lo conoce, en un secuestrado, dirigido por el.

NovelToon tiene autorización de Mel G. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

¿SOLA?

...Romina:...

A veces me pregunto en qué momento mi vida dejó de ser una rutina entre códigos, pantallas, y el silencio de una casa vacía… para terminar aquí. En medio de un operativo, rodeada de policías, drones, y con una mujer vestida como mi amiga embarazada haciendo de carnada para un criminal que debería estar comiéndose sus dientes en la cárcel.

Genial.

Hace apenas semanas me habían tenido secuestrada. ¿Y ahora? Aquí estoy, otra vez, arriesgando la vida. ¿Por qué? Buena pregunta. Ni yo sé. Tal vez porque, a pesar de todo, me cuesta decirles que no a Elena… y a Reachel. Porque aunque no lo digo, aunque me queje, me jode verlas en peligro.

Resoplé mientras revisaba por enésima vez la transmisión de los drones. Todo limpio. Por ahora.

—Aquí Punto Norte. Drones activados. Todo limpio hasta ahora —informé con un suspiro.

El lugar era una zona industrial abandonada a las afueras. De esas que huelen a óxido, silencio y traición. El sitio perfecto para una trampa… y para morir si todo salía mal.

Reachel estaba en una camioneta cerca del punto de observación, pero la que estaba en el centro de todo era Anaís, su doble. La chica estaba tan idéntica que hasta a mí me daba cosa verla por la cámara. Cada mechón, cada gesto, el mismo perfume que Reachel usó antes de su arresto. Incluso caminaba como ella.

Una parte de mí pensaba que esto era una locura.

La otra… estaba completamente involucrada. Con cada fibra de mi ser.

—Punto Oeste, en posición. Anaís puede moverse —escuché a Elliot por la radio.

“Ya está. No hay vuelta atrás”, pensé.

Me aseguré de tener todas las salidas vigiladas. Drones activos. Cortinas térmicas desplegadas. Todo medido.

Anaís descendió de la camioneta y empezó a caminar por el callejón como si estuviera esperando a alguien. Sola. Vulnerable.

Maldita sea.

—En movimiento —dije por el canal interno.

Entonces apareció Bolat. Tan confiado como siempre, como si el mundo fuera un tablero y él el único jugador con piezas.

No pude evitar apretar la mandíbula. Quería verlo caer. Lo quería humillado, capturado, arrastrado.

Cuando extendió la mano hacia Anaís…

—¡Ahora! —escuché la orden de Santos.

—¡Equipo de asalto en movimiento! —grité.

Todo ocurrió en segundos. Los drones descendieron, las camionetas salieron como si fueran parte del pavimento. Gritos. Armas apuntando. Y Bolat en el suelo, enfurecido.

—¡¿Dónde está?! ¡No eres ella! ¡¿Dónde está esa maldita?!

Yo sonreí. Qué placer verlo así.

Pero, claro, el universo nunca nos deja saborear la victoria por mucho tiempo.

—¡Vehículo no identificado acercándose a toda velocidad por el acceso sur! —grité de inmediato al ver la señal en el radar.

No había forma de detenerlo.

En un parpadeo, la camioneta donde estaba Reachel fue embestida. Vi todo desde el monitor: el golpe, el encapuchado que abrió la puerta trasera, los segundos que parecieron siglos.

—¡Santos! —escuché el grito desgarrador de ella por la radio.

Corrí, aunque no podía hacer nada desde donde estaba. Solo vi cómo él la protegía con el cuerpo, cómo la defendía como si fuera la única cosa viva que merecía sobrevivir en este mundo.

Y yo… me quedé helada.

No por el susto.

Sino porque me dolía. Me dolía ver ese tipo de amor.

Porque yo… no tengo eso.

Ni siquiera una versión barata.

Minutos después, llegamos hasta ellos. Reachel sangraba un poco. El atacante estaba inconsciente. Santos seguía con la mirada desencajada, abrazándola como si el fin del mundo los alcanzara.

—¿Están bien? —preguntó Elliot.

Yo apenas pude emitir palabra.

Solo pensaba en lo estúpida que era por estar ahí. Por meterme en algo que no era mío. Por cuidar a personas que ni siquiera sabía cuándo se habían convertido en importantes.

—Uno de los hombres de Bolat intentó escapar por otra vía —dije finalmente, mientras revisaba el rostro del atacante—. Pero este… este no estaba en el registro. No era parte del plan.

—¿Imprevisto? —preguntó Elliot.

—Sí. Un último intento desesperado de arrancarla de nosotros.

Santos no decía nada. Solo la abrazaba.

Yo… me quedé atrás. Viendo. Sintiendo un nudo en la garganta que no iba a admitir que existía.

“¿Qué demonios hago aquí?”, pensé.

No tenía una respuesta.

Solo sabía que, por alguna razón que no entendía, no podía quedarme al margen cuando se trataba de ellas.

Y eso… me daba más miedo que cualquier secuestro.

...****************...

Volver a casa después de un operativo debería sentirse como alivio. Pero yo no tengo eso.

Tengo esto.

Una mansión enorme, impecable… y hueca.

El portón se abrió con su sonido habitual, casi reverencial. El mármol brillaba. Las luces se encendieron a mi paso. Dos empleados vinieron a mi encuentro, como siempre, como si yo fuera la heredera de un imperio y no una mujer vacía con un abrigo de polvo emocional.

Les hice un gesto para que se retiraran. Ni me molesté en mirarlos.

Caminé descalza por el vestíbulo. El eco de mis pasos me recordó que aquí nadie me espera. Nadie me pregunta cómo estoy. Nadie me abraza.

Mis padres están en Italia, o Francia, o en algún rincón del mundo, tomándose fotos con sonrisas que no conozco. Siempre han estado más lejos que cerca, incluso cuando yo era una niña que se esforzaba en todo: en las notas, en las competencias, en ser perfecta.

Y cuando no estaban ellos… estaba Nelsi.

Mi nana.

La única que me vio llorar en silencio en Navidad. Que me abrazaba cuando tenía fiebre y decía que me iba a cuidar “con su vida si hacía falta”. Ella olía a rosas y pan tostado. Me decía “mi niña” incluso cuando ya era adolescente y no quería que nadie me viera frágil.

Murió hace cuatro años.

Cuando me avisaron, fui a un estúpido bar, con personas que ni siquiera eran mis verdaderos amigos. Me aleje de ellos como si nada, me encerré en el baño, y me derrumbé sola. Nadie aquí lloró su partida. Nadie colocó flores. Nadie supo siquiera lo que representaba para mí.

Me senté en el sofá y apoyé la cabeza contra el respaldo. Cerré los ojos. Todo pesaba.

Y entonces vino a mi mente… ella.

Reachel.

La niña de trenzas rubias, que me prestaba crayones y me compartía su merienda. Solíamos correr por su jardín, ensuciarnos de tierra, jugar al te con Santos, reír como si el mundo fuera un sitio amable. Yo soñaba con su familia. Quería lo que ellos tenían: ese amor ruidoso y cálido. Sus padres, sus hermanos, incluso sus discusiones sonaban como hogar.

Pensé que si me quedaba cerca, también serían mi familia.

Pero luego Ceren lo arruinó todo. Con su pequeño y diminuto cuerpo lleno de maldad.

Sembró mentiras. No sé si por envidia, celos o simple maldad. Le hizo creer a Reachel que yo había saboteado uno de sus proyectos de ciencias, quise explicarle a Recahel que no fui yo, pero Ceren fue lo demasiado lista, para sembrarme la evidencia. Trate de hablar con ella. Mi nana me acompañaba por que aún éra muy chica.

Me cerró la puerta en la cara.

Esa noche lloré hasta vomitar. No por perder su amistad, sino por sentir que perdía el único lugar que había sido seguro.

Desde entonces, todo cambió.

A la distancia, le guardé envidia.

No de esa tóxica. Era algo más profundo.

Envidia de que, pese a todo, ella seguía teniendo lo que yo nunca tuve: amor.

Amor de sus padres, de sus hermanos. De Elliot, incluso por un tiempo. Amor de verdad.

Así que empecé a competir.

En la escuela, en los deportes, en los exámenes. Tenía que ganarle en todo. Si ella sacaba un nueve, yo sacaba un diez. Si ella era dulce, yo era brillante. Si ella brillaba, yo tenía que cegar.

Cada victoria me daba un golpe de satisfacción… breve. Nunca llenaba.

Porque no importaba cuánto ganara. Ella seguía teniendo lo que yo no: una familia.

Ahora, de adulta, puedo decirlo con la boca seca y la verdad ardiéndome en la garganta:

No fue su culpa. Nunca lo fue.

Fue culpa de mis padres. De su ausencia. De esa indiferencia disfrazada de “te damos todo”. Me dieron riqueza, viajes, vestidos… pero jamás amor.

Y yo… solo era una niña con hambre.

Una niña que deseaba una madre como la de Reachel.

Un abrazo como el que Santos le da.

Una hermano como Elliot.

Un padre como Salvador.

Incluso un hermano molesto como Franco.

Una casa donde el silencio no fuera ley.

Quizá por eso sigo ayudándolas.

Porque aunque me queje, aunque me burle, aunque finja que no me importa…

Sigo buscando algo de lo que ellas tienen.

O simplemente… sigo intentando saldar una deuda que nadie me pidió pagar.

Y en el fondo, aún me duele.

Que después de todo,

siga sin saber

dónde está mi casa.

...****************...

Ya llevaba unos méses como Vicepresidenta, era un trabajo atareado, pero nada con lo que no pudiera.

La oficina estaba decorada con una delicadeza que desentonaba con todo lo que había vivido en los últimos meses. Globos blancos y dorados, una pequeña mesa con pastel, flores frescas y un letrero que decía: Feliz cumpleaños, Romina.

Me quedé quieta en la entrada, con una ceja alzada, sintiéndome… fuera de lugar.

—¡Feliz cumpleaños! —exclamó Elena, acercándose con una sonrisa cálida.

Reachel apareció detrás de ella, luciendo más radiante de lo que debía, con ese brillo que solo las embarazadas felices tienen. Yo apenas les sonreí, incómoda.

—No tenían que hacer esto —murmuré, más por reflejo que por modestia.

—Claro que sí —respondió Reachel—. Es tu primer cumpleaños aquí como vicepresidenta. Y además, eres nuestra amiga.

La palabra “amiga” retumbó más fuerte de lo que debía. Parpadeé.

Desde niña odiaba mis cumpleaños. No porque envejeciera, sino porque eran días vacíos. Mis padres solían estar en otro país, en reuniones, en vuelos, en cualquier lugar menos conmigo. Nunca había globos ni pasteles en casa. Solo los correos de felicitaciones de sus asistentes y, si tenía suerte, una llamada rápida con señal entrecortada.

Solo Nelsi hacía algo especial.

Mi nana. La única constante en mi vida.

Me preparaba pastel de chocolate con fresas, aunque odiaba cocinar. Me dejaba soplar una sola vela y me cantaba con su voz ronca, tomándome de las manos. A veces me disfrazaba, aunque ya estuviera grande. Decía que todas las niñas merecían sentirse queridas al menos un día al año.

Desde que ella murió, hace cuatro años, no había vuelto a celebrar nada. Nunca más.

—¿Estás bien? —preguntó Elena, notando mi silencio.

Asentí y caminé hacia el escritorio.

—Solo estoy… sorprendida. No estoy acostumbrada a esto.

Reachel me sonrió. No era la sonrisa orgullosa que solía usar conmigo en el pasado, sino una que tenía algo suave… casi familiar.

—Bueno, ve acostumbrándote.

—Hicimos traer tu pastel favorito —dijo Elena, mostrándome una pequeña tarta de limón.

Tuve que tragar saliva. Nelsi también solía hacerme tarta de limón. No era mi favorita por sabor. Lo era por costumbre. Por lo que significaba.

Me crucé de brazos, incómoda con tanto afecto. Pero al mismo tiempo, algo en el pecho se aflojaba, como si hubiera estado tensando los hombros desde hacía años sin darme cuenta.

—Gracias… —dije, más bajo de lo que pretendía.

Elena me abrazó sin aviso. Yo, que siempre retrocedía ante el contacto, esta vez no lo hice. Cerré los ojos solo un segundo. Tal vez por nostalgia. Tal vez por Nelsi.

Reachel también se acercó, y por un momento, tres mujeres tan diferentes Elena con su amabilidad y dulzura que la caracterizaba, Reachel con su impulsividad y terquedad, y yo con mi fría y prepotente manera de ser, compartimos algo simple y puro: un pequeño momento de calidez.

Ese que yo nunca había tenido… y que, al parecer, aún podía sentir.

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