Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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El tóxico, el arrogante
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Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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El único sonido en la mesa era el teclado de mi portátil y el rechinar de dientes de Manuelle.
Bueno, no literalmente, pero me miraba con esa mezcla entre frustración y superioridad que solo he visto en políticos y gatos persas.
Llevábamos exactamente veintitrés minutos sentados uno frente al otro en la biblioteca del campus y todo lo que habíamos hecho era pelear por el título del proyecto.
—No puedes ponerle “Minimalismo con cojones” a una propuesta de diseño académico —dije, manteniendo la voz baja por respeto a los demás, pero lo suficientemente firme como para que supiera que hablaba en serio.
Manuelle se encogió de hombros, con ese aire de chico malcriado que ha sobrevivido a base de encantos y sarcasmo.
—¿Y por qué no? Es honesto. Es brutalismo con carácter. Además, el jurado necesita algo que los despierte.
—Lo que necesitas es un corrector ortográfico y un poco de sentido común.
Él me sonrió. Esa maldita sonrisa torcida como si hubiera ganado algo.
—¿Sabías que el brutalismo fue una forma de rebelión estética contra la arquitectura burguesa? —dijo—. Tú deberías amarlo. Es anti-élite. Antisistema. Es… eres tú.
Me quedé en silencio un momento. A veces odiaba que tuviera argumentos válidos.
Antes de poder responderle con algo sarcástico pero intelectualmente humillante, mi móvil vibró.
Era un mensaje de Vicent.
Le sonreí, sin querer, lo que por supuesto Manuelle notó.
—¿Tú novio? —preguntó con esa voz suya cargada de falsa inocencia.
—Sí —respondí seca—Y no creo que te incumba.
—Cierto—Se recostó hacia atrás—. ¿Él también odia a los Moretti o eres la única fanática en tu casa?
Le fulminé con la mirada.
—No odio a nadie. Solo no confío en narcisistas herederos de fortunas sospechosas.
—Sospechosas… —repitió él, abriendo los ojos exageradamente—. Ah, claro. Porque si hay alguien ético en este país es el fiscal Villanova. El que usó recursos públicos para armar una cacería de brujas contra mi familia solo porque no le regalaron un soborno.
—¡Eso es una calumnia!
—Y sin pruebas, como su caso.
Me puse de pie de golpe, pero entonces una señora bibliotecaria de aspecto temible apareció mágicamente entre los estantes y nos mandó callar. Manuelle sonrió como si ella fuera su aliada secreta.
—¿Ves? Hasta los bibliotecarios están hartos de ti —dijo mientras me tendía el portátil—. Anda, siéntate. No quiero que nos expulsen en la segunda semana de la biblioteca. Ya tengo a mi padre orgulloso de mí.
Lo dijo tan en broma que no me di cuenta de la tristeza en su voz hasta segundos después. Lo miré de reojo. Él evitó mi mirada. Me di cuenta que quizás, y solo quizás… Manuelle Moretti tenía más capas que sus jodidas camisetas de diseñador.
Volví a sentarme en silencio, aunque mi mente ya no estaba tan centrada en el brutalismo ni en el plano que habíamos empezado a dibujar. Me forcé a no mirar a Manuelle, lo cual es decir mucho, porque el muy idiota estaba justo frente a mí, haciendo garabatos en su libreta como si el mundo dependiera de ello.
—¿Eso se supone que es un croquis? —pregunté tras un rato de observar cómo dibujaba lo que parecía un rectángulo deforme con patas.
Él me miró sin levantar la cabeza, arqueando una ceja.
Joder…no hagas eso.
Cruce las piernas y carraspee para disimular el calor evidente que no solo sentí en mis mejillas.
—Esto, querida arquitecta, es una “caja de circulación”. Pero entiendo que te cueste. Es difícil ver más allá del ego cuando lo tienes tan inflado como una cúpula neobarroca.
Puse los ojos en blanco. Con fuerza. Lo suficiente como para que, si mi madre me estuviera viendo, dijera: “Aina, los ojos se te van a quedar así”.
—¿Estás convencido de que eres gracioso o simplemente no conoces tus límites?
—Gracioso, encantador y con una paciencia infinita para soportarte. Tranquila, algún adquirirás esta habilidad.
—Eres un idiota.
—Uno muy guapo, gracias por notarlo —dijo sin pestañear.
Estaba revisando su plano con desgano, hasta que algo me llamó la atención. Me incliné para mirar mejor y fruncí el ceño.
—Eso lo tienes muy grande —comenté, señalando una medida en su dibujo.
Él se giró con una sonrisa lenta y maliciosa.
—¿Seguro? Pensé que a ustedes les gustaba así. Aunque podrías verificarlo antes de arrepentirte.
Mis mejillas se tiñeron, otra vez.
¿Acaba de hacer un chiste sexual? Si claro.
Le lancé una mirada afilada.
—¿Quieres que te denuncie por acoso ahora o después de que te estampe la regla metálica en la cabeza?
El muy malnacido se reía cómo si nada. Como si todo esto fuera parte de un juego que solo él sabía cómo jugar.
—Lo siento —me dijo—. Se que fue irrespetuoso, pero no pude evitarlo.
—Deja de hablar y trabaja.
Pero no podía concentrarme. No del todo.
La gente como Manuelle Moretti solía parecer de una sola pieza, arrogante y segura. Pero cada vez me daba cuenta de que no era tan sólido como aparentaba.
Por otro lado, ¿y si era una estrategia? Tal vez ese rollo de niño complejo con problemas familiares era parte de su encanto de mafiosito redimido.
A veces odio estudiar arquitectura. Uno ve estructuras en todo.
—¿Por qué estudias esto? —pregunté de pronto, sin levantar la vista.
Manuelle alzó la mirada y entrecerró los ojos, desconfiado.
—¿Esto qué?
—Arquitectura. Podrías estudiar… no sé, Química, carisma, manipulación, finanzas. —dije en broma.
Él se rio por lo bajo.
—Supongo que porque me gustaba construir cosas y destruir otras —añadió con una sonrisa torcida.
—Eso suena amenazante.
—Lo es.
Nos quedamos en silencio un rato y fue uno de esos silencios incómodos pero no necesariamente malos.
—¿Y tú? —preguntó al fin.
—¿Yo qué?
—¿Por qué estudias arquitectura?
—Porque quiero construir espacios con propósito. Porque el arte sin función es ego y porque puedo y quiero.
—Wow. Qué discurso. ¿Lo tienes memorizado o lo llevas tatuado?
—No necesito tatuarme lo que ya sé.
Él volvió a sonreír, esta vez más suave. Como si no tuviera ganas de molestarme, sino… de escucharme.
Y entonces, como si el universo no pudiera soportar tanto progreso entre nosotros, mi teléfono vibró de nuevo.
Suspiré. A veces Vicent era adorable. Y otras veces, asfixiante. Pero era todo lo que debía ser: estable, dulce, correcto. Mi padre lo adoraba, y mi madre, bueno… no lo odiaba. Lo cual en su lenguaje afectivo era básicamente una bendición.
—¿Ese es el sueco? —preguntó Manuelle, espiando de reojo.
—No es “el sueco”. Se llama Vicent.
—Ah, sí. Suena a tipo que desayuna avena, hace yoga, y mantiene en reuniones diplomáticas.
—Es mejor que los que se creen el centro del universo solo por apellidarse Moretti.
—Tienes razón —asintió, inclinándose sobre la mesa con una media sonrisa—. No soy el centro del universo. Solo de mi vida.
Lo empujé con un libro.
—Eres insportable.
—Y tú fascinante. A tu modo.
—Dios. Me voy antes de que empieces a recitarme poesía.
Manuelle se levantó al mismo tiempo que yo, cerrando su libreta y empacando sus cosas.
—Nos vemos mañana, activista de las maquetas.
—Tráeme algo decente o te expongo públicamente.
Él me guiñó un ojo. Yo le respondí con un rodar de ojos tan fuerte que me dolieron las sienes.
Pero mientras salía de la biblioteca, con el mensaje de Vicent abierto y el eco de la risa de Manuelle en la mente… no pude evitar preguntarme si realmente lo odiaba tanto como decía.
Y eso me fastidió.