Valentino nunca imaginó que entregarle su corazón a Joel sería el inicio de una historia de silencios, ausencias y heridas disfrazadas de afecto.
Lo dio todo: tiempo, cariño, fidelidad. A cambio, recibió migajas, miradas esquivas y un lugar invisible en la vida de quien más quería.
Entre amigas que no eran amigas, trampas, secretos mal guardados y un amor no correspondido, Valentino descubre que a veces el dolor no viene solo de lo que nos hacen, sino de lo que nos negamos a soltar.
Esta es su historia. No contada, sino vivida.
Una novela que te romperá el alma… para luego ayudarte a reconstruirla.
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Capítulo 5 : Entre confesiones y silencios
La relación con Joel se había convertido en una especie de laberinto emocional. No importaba cuánto avanzara, siempre terminaba en el mismo punto: confundido, dolido, esperando algo que tal vez nunca iba a llegar. Había días en los que me hablaba como si fuéramos los únicos en el mundo, como si le importara cada mínimo detalle de mi vida. Y había otros —la mayoría— en los que me sentía como una sombra que pasaba desapercibida en su día.
Lo más cruel de todo era que yo ya me conformaba con poco. Un saludo, un mensaje breve, una mirada sostenida por más de dos segundos... cualquier gesto suyo podía cambiarme el humor. Me acostumbré a sobrevivir con las migajas de su atención, como si eso fuera suficiente. Como si no mereciera nada más.
Una tarde, saliendo del colegio, coincidimos en el mismo camino de regreso. No era común. Joel solía irse con sus amigos, con ella... pero ese día caminó a mi lado. Sin razón. Sin aviso.
Íbamos en silencio, hasta que, de la nada, me soltó una de esas preguntas que te desarman por dentro:
—¿Alguna vez te has sentido atrapado entre lo que quieres… y lo que debes hacer?
Su voz era tranquila, pero su tono tenía una especie de tristeza que no le conocía. Por un momento, me pareció verlo distinto. Más real. Más humano.
—Sí —le respondí, sin pensar demasiado—. Todo el tiempo, en realidad.
Me miró, como si le sorprendiera mi sinceridad. Como si no esperara una respuesta tan directa. Luego asintió, sin decir nada más. Me quedé esperando que desarrollara la idea, que explicara a qué venía esa pregunta. Pero como siempre, se calló. Dio un paso atrás, emocionalmente hablando. Cerró la puerta justo cuando yo empezaba a asomarme.
—Olvídalo —murmuró—. Solo estaba divagando.
Eso me dolía más que si no hubiera dicho nada. Porque cada vez que parecía que íbamos a llegar a algo más profundo, él retrocedía. Como si sentir lo asustara. Como si abrirse fuera un riesgo que no estaba dispuesto a correr conmigo.
Esa noche no dormí bien. Me quedé pensando en su pregunta, en lo que habría detrás de ella. ¿Estaba hablando de mí? ¿De otra persona? ¿De él mismo? No tenía respuestas, solo teorías que alimentaban aún más mi confusión.
Los días siguientes volvieron a la rutina de siempre: mensajes ocasionales por la tarde, silencios fríos durante la mañana. Joel me escribía para preguntarme si ya había comido, si estaba haciendo tarea, si había dormido bien. Eran detalles simples, pero viniendo de él, se sentían importantes. Yo me aferraba a cada palabra, como si eso compensara la indiferencia que me mostraba frente a los demás.
Y es que en persona, Joel era otro. O mejor dicho, era el mismo de siempre, pero con los demás. Se reía, abrazaba, tocaba a la gente con naturalidad, hacía bromas. Con ella, especialmente, era diferente. Se le iluminaban los ojos cuando hablaban. A veces pensaba que la quería. O que, al menos, ella sí significaba algo para él. Algo que yo no era. Algo que tal vez nunca iba a ser.
Conmigo todo era más seco. Más contenido. No recuerdo la última vez que me abrazó sin que pareciera por compromiso. Y sin embargo, cada palabra suya me marcaba. Cada gesto amable era una excusa para seguir esperándolo.
Un día no aguanté más. No le escribí. No lo saludé. Evité verlo. Quería ver si notaba mi ausencia, si algo en él se removía cuando no estaba disponible. Pasó todo el día sin buscarme. Ni una palabra. Ni una mirada. Solo lo vi reír con sus amigos, como siempre. Y entonces lo entendí: mi presencia no hacía ninguna diferencia en su mundo.
Esa noche, como un impulso desesperado, escribí una carta. No un mensaje, no una nota. Una carta larga, honesta, sincera. Quería decirle cómo me sentía. Cómo me dolía su forma de acercarse y alejarse. Cómo cada gesto suyo me confundía más. Cómo, aunque nunca fui claro con él, su forma de tratarme me estaba rompiendo poco a poco.
Escribí sobre los días en los que me hacía sentir importante. Sobre las veces en que parecía confiar en mí más que en nadie. Sobre las risas compartidas, las caminatas al final del día, los mensajes que me sacaban una sonrisa aunque estuviera destrozado. Pero también hablé de las ausencias, de los vacíos que dejaba cuando se alejaba sin explicación. De cómo su indiferencia me golpeaba cuando yo más necesitaba consuelo.
Al terminar, me quedé mirando el papel por varios minutos. Mi corazón latía con fuerza. Me dolía el pecho. Quería dársela, que la leyera, que entendiera… pero no lo hice. Doblé la carta y la guardé en el cajón más profundo de mi escritorio. No estaba listo para ser ignorado. No otra vez.
Desde entonces, empecé a hablar menos. A mostrar menos. A responder solo lo justo. No porque ya no me importara, sino porque empezaba a entender que, por más que me esforzara, si Joel no quería quedarse, no lo iba a hacer. Y no era mi trabajo convencerlo de lo que valía mi presencia.
Aun así, bastaba una mínima muestra de afecto para que mis defensas se derrumbaran. Un "¿cómo estás?", una mirada más larga, una frase en la que parecía importarle mi bienestar… y yo volvía. Volvía a sonreírle, a estar disponible, a ponerle el alma en bandeja como si no me hubiera roto antes.
Era un ciclo. Uno del que no sabía cómo salir. Porque aunque me dolía, Joel seguía siendo la única persona que, en mucho tiempo, me había hecho sentir algo verdadero.
Y yo, como un tonto, seguía aferrado a la idea de que algún día se diera cuenta de lo que tenía frente a él. Aunque fuera tarde. Aunque yo ya no estuviera ahí para verlo.