La Emperatriz Y Sus Concubinos.

En el salón del trono de Soler, la tensión era palpable. Tras las palabras del emperador, un silencio incómodo se apoderó de la corte. Nadie sabía qué decir, hasta que uno de los nobles alzó la voz:

—¿Cómo que "si le llega a pasar algo más"? ¿Qué quieren decir? ¿Intentaron asesinar a la emperatriz?

—Eso parece. Hace unos días fue envenenada. Ella afirma que no es la primera vez que ocurre algo así, así que, temiendo por su vida, envió una carta a sus hermanos pidiendo ayuda y protección. Ellos, furiosos por lo sucedido, llegaron con toda la intención de ver arder este imperio.

Se hizo un murmullo generalizado.

—Quizás lo han olvidado, pero debo recordarles que me casé con la emperatriz por una alianza. El Imperio de Barcella nos brinda protección y seguridad. Si quedamos fuera de su amparo, prometieron amenazar a todos los imperios con los que mantenemos relaciones y pedir que nos ataquen. ¿Cuánto creen que podríamos resistir si los imperios vecinos nos declararan la guerra?

—Esto es un desastre. ¿Es que acaso no piensan?

—Todos podríamos morir...

Los nobles, especialmente aquellos emparentados con las concubinas, quedaron en silencio. Jamás imaginaron que la emperatriz todavía contaba con el respaldo de su familia. Siempre la creyeron sola y desprotegida.

—Pero... ¿cómo pudo la emperatriz pedir algo así a su imperio?

—No fue su idea. Sus hermanos la convencieron. Le dijeron que si a su propio imperio no le importaba su bienestar y querían matarla, entonces ella tampoco debía preocuparse por este lugar y debía dejarlos masacrar a todos los ciudadanos. Ella logró detenerlos, los convenció de no actuar… pero, al ver que aún dudaban, les pidió que, si llegaba a sucederle algo más, o si en el peor de los casos moría, incendiaran este imperio y no dejaran a nadie con vida.

Los nobles no podían creerlo. Siempre habían considerado a la emperatriz una mujer débil, sin carácter. Pero al escuchar aquello, quienes habían intentado atacar su imagen comenzaron a dudar y a retirarse de sus planes, al menos por el momento.

—Ahora lo saben todo. Dependerá de ustedes lo que harán a partir de ahora. Una cosa más: el hermano de la emperatriz, el ministro de guerra Gael, se quedará una temporada. Están advertidos. Si sus hijas faltan el respeto a la emperatriz, no me culpen cuando empiecen a desaparecer.

Dicho esto, se levantó del trono y salió del salón, pues debía hablar con Abigaíl sobre todo lo que se estaba tejiendo en la oscuridad.

Los nobles se retiraron, algunos temerosos, otros profundamente ofendidos por lo que consideraban una traición. Pero muchos se fueron con curiosidad. Jamás imaginaron algo así de parte de la emperatriz. Si todo era como contaba el emperador, comenzaban a entender por qué era la favorita del emperador de Barcella. Tal vez sí tenía algo especial.

Mientras tanto, en el palacio de la emperatriz, los empleados y guardias enviados por sus hermanos ya se habían instalado y comenzaban a trabajar. Algunos inspeccionaban las cabañas destinadas a los soldados, revisando si estaban en condiciones habitables.

—Lo siento. Llamaré a los mejores albañiles y constructores del imperio para que refaccionen todo el lugar. De esa forma podrán estar cómodos y tranquilos. ¿Mientras tanto, podrían acampar en los alrededores?

—Por supuesto, majestad.

—No te preocupes, hermana. Mis hombres pueden encargarse de eso, ¿verdad?

—Sí, majestad. Solo necesitamos los materiales y nosotros mismos construiremos nuestro espacio.

—¿En serio? Bueno, entonces se les pagará aparte por ese trabajo. A los soldados que quieran ayudar con la construcción, se les compensará. No soy una tirana; me sentiría mal si abusara de su esfuerzo.

—Muchas gracias, majestad, pero no es...

—He dicho que sí. No aceptaré un no por respuesta.

—Ya escucharon a mi hermana. Yo cubriré una parte del sueldo y ella el resto.

—Gracias, hermano, pero no es necesario. Puedo cubrir mis propios gastos. Si pedí ayuda no fue por dinero. Tengo de sobra. Lo que necesitaba era gente de confianza que no intentara matarme.

—Pero quiero ayudarte.

—Y te lo agradezco. Pero estos soldados no los pagaré yo... los pagará mi esposo.

Dijo esto con una sonrisa ladina.

—Ya quiero ver su cara cuando llegue el resumen de cuentas.

—Ja, ja, ja… en ese caso, que pague ese baboso. Ja, ja, ja… sí que eres mala, princesa.

Soltó una carcajada y luego la abrazó con afecto.

Abigaíl se sintió un poco mal. No era su hermana biológica. Pero había decidido adaptarse a esta nueva vida y ser la hermana menor que ellos merecían. Si tan solo la verdadera Abigaíl se hubiera dado cuenta del amor que le tenían sus hermanos, quizás no habría tomado aquel triste final.

Tras la charla, regresaron al palacio, dejando a los soldados armando sus carpas, listos para instalarse hasta que las reparaciones estuvieran completas.

Al llegar al palacio de la emperatriz, en la entrada se encontró con una hilera de diez caballos. A su lado estaban sus preciosos concubinos.

Abigaíl, al verlos, se sorprendió por dos razones: no entendía qué hacían allí y, segundo, por su belleza. Los retratos no les hacían justicia; en persona eran simplemente deslumbrantes.

—¿Caballeros, a qué debo su visita?

—Majestad, mi padre me informó de lo sucedido y quise venir a asegurarme de que se encuentra bien. También, ponerme a su disposición para cualquier cosa que necesite.

—Muchas gracias por su preocupación, joven Petrov, pero no tiene de qué preocuparse por ahora. Mis hermanos han venido desde Barcella con un ejército para mi protección.

—Lo entiendo. Solo quería que supiera que puede contar conmigo para lo que guste —dijo acercándose y tomando su mano para luego depositar un suave beso en el dorso.

*{No hagas eso, eso es muy pegrilozo, muy pegrilozo...}* pensó.

—Gracias por venir. Si quieren, pueden pasar. Ya es casi hora del almuerzo y me gustaría que me acompañaran.

Ellos cruzaron miradas entre sí, como desafiándose en silencio, pero fueron interrumpidos por una tos falsa.

—Cof... cof... Perdón, hermana, pero ¿quiénes son todos ellos?

—Son mis futuros concubinos. A raíz de lo ocurrido, creí que si el emperador, que es mi esposo, no se preocupa por mi seguridad, tenía que conseguir esposos nuevos. ¿No te parece una idea genial?

Gael tomó a su hermana del brazo, con la intención de llevarla a otro lugar para hablar en privado. Pero se olvidó por completo de eso al notar la muñeca de Abigaíl, donde un guante blanco apenas cubría un moretón oscuro y grande.

—¿Qué tienes en el brazo?

—Nada. No es nada.

—Déjame ver.

Al bajar el guante, el gesto de Gael se endureció.

—¿Qué es eso, Abigaíl? No me digas que ese bastardo también te golpea.

Los diez concubinos enmudecieron, pero en su mirada se encendió la furia. ¿Cómo era posible que el emperador golpeara a su esposa?

—Fue sin querer...

—¡No lo defiendas!

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas? —preguntó Bastian, que había salido al oír el alboroto.

—¡Parece que ese hijo de perra también la golpeó! ¡Y me va a oír!

Sin pensarlo, Gael corrió en dirección a Steven, que justo venía hacia ellos.

Steven no entendía nada, hasta que recibió el primer golpe.

Se trenzaron en una pelea violenta. Abigaíl, alarmada, intervino.

—¡Ya fue suficiente! ¿Y tú? ¿Me vas a ayudar a separarlos o vas a seguir mirando? —le gritó a Bastian.

—Déjalo. Que le dé su merecido. Eso le enseñará a no volver a ponerte una mano encima.

—¡Él no me golpeó! Si vienen los guardias esto será una masacre.

—Está bien, vamos. Yo agarro a Gael.

Abigaíl asintió. Bastian aprovechó un momento de distracción y corrió para taclear a Gael. Steven, al ver esto, intentó golpear a Bastian por la espalda, pero Abigaíl reaccionó primero. Saltó sobre él, le aplicó una llave, lo derribó y apretó su cuello con sus piernas mientras le inmovilizaba el brazo izquierdo.

—¿Planeaba golpearlo a traición? Eso no es justo, Emperador.

—¡Suéltame! ¡Me rompes el brazo...!

Todos quedaron atónitos. No podían creer que la emperatriz hubiese reducido al emperador con un solo movimiento.

Lo soltó, se puso de pie, sacudió su vestido y lo miró con desdén.

—Niñita, no aguantas nada. ¿Ahora en serio creen que esta mariquita puede contra mí? —dijo dirigiéndose a sus hermanos, que seguían sentados en el suelo con los ojos abiertos como platos.

Dio media vuelta y caminó hacia la entrada del palacio.

—¿Dónde aprendió eso?

—No lo sé... Yo pensaba que era pacifista, que no le gustaba la violencia.

—Pues parece que ya no. Acaba de patearle el trasero en dos segundos.

—Me agarró desprevenido.

—Ja, ja, ja. Si eso es lo que necesitas decir para sentirte mejor, hazlo. Pero todos aquí vimos lo que pasó.

Steven alzó la vista y notó las sonrisas burlonas de algunos guardias y de los concubinos. Se levantó, ofendido. Esto no se quedaría así. Abigaíl ya lo había humillado suficiente…