La Nueva Ingresada

A la mañana siguiente, llegué a la escuela con una mezcla de nervios y miedo, preguntándome si lo que había pasado el día anterior había sido real o solo una pesadilla. Pero en cuanto entré al aula, lo supe: todos hablaban en susurros, con miradas de desconcierto y miedo. La noticia del hallazgo en el baño se había extendido rápidamente.

Busqué con la mirada a la chica nueva y, como siempre, estaba sentada en el rincón, mirando por la ventana como si no tuviera nada que ver con el mundo que la rodeaba. Decidí hacer acopio de todo el valor que tenía y, con pasos lentos, me acerqué a su asiento. Apenas me senté a su lado, ella habló en un susurro.

—¿Ya no me tienes miedo? —dijo sin mirarme, su voz suave pero con ese tono frío que la caracterizaba.

Tragué saliva y respondí, tratando de sonar seguro, aunque mis manos temblaban levemente.

—No… nunca te he tenido miedo —dije, aunque ambos sabíamos que no era del todo cierto.

Ella no respondió, simplemente volvió a sumirse en su silencio, como si mi presencia le fuera completamente indiferente. Decidí arriesgarme y preguntarle algo que llevaba atorado en la garganta desde ayer.

—¿Tú… sabes qué les pasó a esos chicos? —pregunté en voz baja, sintiendo que mi corazón latía con fuerza en el pecho.

Antes de que pudiera decir algo, la puerta del aula se abrió de golpe, y los murmullos de la clase se detuvieron al instante. Miré hacia la entrada y vi a dos de nuestros maestros entrar, seguidos de un grupo de policías. Uno de los profesores carraspeó, tratando de imponerse sobre el silencio.

—Atención, estudiantes. Los policías van a hacerles algunas preguntas a cada uno de ustedes, uno por uno —anunció, con una expresión seria.

La atmósfera en el aula se volvió pesada. Sentí el estómago apretarse. La policía, aquí, en nuestra escuela… Aunque no los veía directamente, podía sentir sus miradas, evaluándonos, como si intentaran descifrar qué tan involucrados estábamos en todo aquello. De reojo, miré a la chica a mi lado.

Ella, sin embargo, no había cambiado de postura ni de expresión. Seguía mirando hacia la ventana, con los ojos perdidos en el vacío, como si todo esto no tuviera nada que ver con ella. Apenas sus labios se movieron cuando hablé en voz baja, con un tono casi desesperado.

—Escucha… No digas nada. Te meterías en un lío si hablas. Solo di que no sabes nada. ¿Entiendes? —susurré, con la esperanza de que captara la urgencia en mi voz.

Ella no reaccionó al principio, y por un momento pensé que simplemente me estaba ignorando. Pero entonces, muy lentamente, giró la cabeza hacia mí y me miró con esos ojos profundos y oscuros, llenos de algo que no lograba entender. En su expresión no había ni una pizca de miedo, solo una calma inquietante.

—¿Y qué dirías tú, Hiroshi? Al final querías que ellos murieran, no?—preguntó en un susurro apenas audible, mirándome con intensidad.

Me quedé en silencio, sorprendido por la pregunta. No sabía qué responder. ¿Qué diría yo? En el fondo, sentía que no podría ocultar nada, que la situación era tan delicada que un solo error podría revelar lo que había visto. Pero antes de que pudiera contestar, uno de los policías se acercó a nosotros.

—Niño… es tu turno —dijo el oficial, mirándome con seriedad.

Le di una última mirada a la chica, y ella volvió a dirigir la vista hacia la ventana, como si nada de esto le importara. Me levanté de mi asiento, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre mis hombros. No podía dejar de pensar en lo que ella había dicho, en su expresión calmada y en esa pregunta que me había lanzado como un desafío.

Seguí al oficial hasta una sala pequeña que habían improvisado para las entrevistas. Me senté frente a una mesa metálica bajo la luz fría de la lámpara que colgaba del techo. Otro oficial, más serio y de expresión cansada, se acomodó frente a mí con una libreta en la mano, mientras el primero permanecía de pie junto a la puerta.

—Tranquilo, niño, esto solo es una entrevista para aclarar algunas cosas. Solo queremos entender qué sucedió ayer —dijo el oficial con voz calmada.

Asentí, aunque sentía las manos sudorosas. Mi mente seguía llena de imágenes confusas de lo que había pasado y, sobre todo, de ella… la chica nueva y esa mirada inquietante que parecía no abandonarme.

—Cuéntame, ¿estuviste en el baño de varones ayer? —preguntó, sin apartar la vista de mí.

Tomé aire y traté de sonar tranquilo.

—Sí… estuve ahí. Solo por un momento. —Intenté que mi voz no se quebrara, pero era imposible no recordar los cuerpos tirados en el suelo, uno encima del otro. Tragué saliva y me apresuré a añadir—: Pero no vi nada más. Me fui antes de que… —me detuve, sin saber cómo describir lo que había presenciado.

El oficial asintió y escribió algo en su libreta.

—¿Viste a alguien más cerca del baño? ¿Algún estudiante, alguna persona sospechosa? —me preguntó, esta vez inclinándose hacia adelante, como si intentara captar cualquier signo de duda en mi respuesta.

De inmediato, la imagen de la chica apareció en mi mente. Su expresión inexpresiva, sus palabras frías, ese tono inquietante en el que había dicho que se lo merecían. ¿Había sido casualidad que ella estuviera allí? ¿O acaso sabía algo que los demás ignoraban? Pero, recordando mi propia advertencia, decidí no mencionarla.

—No… no vi a nadie más. Estaba solo —dije finalmente, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

El oficial permaneció en silencio por un momento, observándome como si intentara descifrar mis pensamientos.

—¿Hay algo más que quieras decirnos? Cualquier detalle podría ser importante —insistió, con una calma que me ponía más nervioso.

Sacudí la cabeza.

—No, eso es todo.

El oficial dejó escapar un suspiro y cerró la libreta, aunque no parecía del todo convencido. Me hizo un gesto para que me levantara y regresara al aula, pero justo cuando me puse de pie, escuché un murmullo entre los otros oficiales en la puerta.

—La chica nueva… ya es su turno.

Me detuve, con el corazón latiendo con fuerza. ¿Qué diría ella? ¿Mencionaría algo de lo que habíamos hablado en el pasillo? Sentí un impulso de regresar y escuchar lo que decía, pero los oficiales me guiaron de vuelta al aula, cerrando la puerta tras de mí.

Cuando volví a mi asiento, apenas podía concentrarme. Cada segundo que pasaba era una eternidad, esperando que ella saliera del interrogatorio y regresara a clase. Mis ojos iban de la puerta a la ventana, sin poder contener la inquietud.

Finalmente, después de lo que parecieron horas, la puerta se abrió y ella entró. Su expresión seguía siendo la misma: impasible, inexpresiva, como si todo esto no fuera más que una molestia insignificante. Caminó hacia su asiento y se sentó sin decir una palabra.

No pude evitar inclinarme hacia ella.

—¿Qué les dijiste? —susurré, incapaz de contener la ansiedad.

Ella me miró de reojo, sus ojos oscuros destellando con algo que no supe descifrar.

—Lo mismo que tú. Nada —respondió en un murmullo.