"No todo lo importante se dice en voz alta. Algunas verdades, los sentimientos más incómodos y las decisiones que cambian todo, se esconden justo ahí: entre líneas."
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Soledad y sacrificio.
El cuartucho donde vivíamos era un desastre, con paredes que se descascaraban como piel vieja y un techo que goteaba cada vez que llovía, dejando charcos que olían a moho en el suelo de linóleo gastado. La luz de la bombilla desnuda seguía parpadeando, un zumbido constante que me taladraba los oídos mientras mecía a Heather en mis brazos. Su respiración era lo único que me mantenía anclado, un ritmo suave que contrastaba con el caos que había sido mi vida desde que tengo memoria. Desde el día que Marina murió, fui yo, y solo yo, quien cuidó de nuestra hija. No había abuelos que echaran una mano, ni tíos que ofrecieran un respiro, ni amigos que se quedaran a ayudar. Éramos Heather y yo contra el mundo, y aunque cada día sentía que me rompía un poco más, no había nada que no hiciera por ella.
Me quemaba las pestañas hasta que los ojos me ardían, quedándome despierto hasta las tres o cuatro de la madrugada para estudiar, con un libro abierto sobre la mesa y una taza de café frío que sabía a desesperación. Había días en los que el cansancio era tan grande que sentía que quería morirme, que mi cuerpo se rendiría y me desplomaría en el suelo, pero entonces miraba a Heather, dormida en su cuna improvisada hecha de una caja de madera y mantas viejas, y encontraba una razón para seguir. Ella era mi todo. Nunca tuve más hijos, ni siquiera lo consideré; mi vida se redujo a responsabilizarme de mi pequeña niña, y a pesar de lo duro que era, estaba orgulloso de ella. Heather era un rayo de luz en medio de mi oscuridad, con esos ojos verdes que heredó de su madre y una sonrisa que podía derretir el hielo que se había formado alrededor de mi corazón.
Los primeros años fueron un infierno. Trabajaba en lo que podía: limpiando baños en un restaurante de mala muerte donde el olor a grasa rancia se me pegaba a la ropa, descargando camiones en un almacén donde el polvo me hacía toser hasta que me dolían los pulmones, o repartiendo periódicos en las madrugadas heladas, con el viento cortándome la piel como si fueran cuchillos. Apenas ganaba lo suficiente para pagar el alquiler del cuartucho y comprar leche y pañales para Heather. Había noches en las que no comía, porque prefería que ella tuviera algo en el estómago, y me quedaba mirando el techo con el hambre royéndome las entrañas, mientras el sonido de las sirenas y los gritos de los vecinos atravesaban las paredes delgadas.
Cuando cumplí 18 años, en el verano de 2005, logré terminar el bachillerato. Fue un milagro, honestamente. Entre los turnos interminables y las noches sin dormir, apenas había tenido tiempo para estudiar, pero lo hice por Heather. Quería que tuviera un padre del que pudiera estar orgullosa, no un fracasado que no podía darle nada. La ceremonia de graduación fue sencilla, en un gimnasio escolar que olía a sudor y a madera vieja, con sillas plegables que chirriaban cada vez que alguien se movía. No había nadie ahí para mí, ni mis padres ni ningún amigo, pero cuando crucé el escenario para recibir mi diploma, con el sudor corriéndome por la espalda y el corazón latiendo con fuerza, imaginé a Heather aplaudiendo con sus manitas regordetas, y eso fue suficiente.
Después de eso, las cosas empezaron a ir cuesta arriba, aunque nunca fue fácil. Con el diploma en la mano, conseguí trabajos un poco mejores: primero como ayudante en una ferretería, donde el olor a metal y pintura me seguía a casa, y luego como repartidor para una empresa de mensajería, conduciendo una camioneta destartalada que rugía como si estuviera a punto de morir. Ganaba más, lo suficiente para mudarnos a un apartamento pequeño pero decente, con paredes que no se caían a pedazos y una ventana que dejaba entrar algo de luz natural. Cada centavo que ganaba iba para Heather. Le compraba ropa nueva, aunque yo seguía usando las mismas camisas raídas de siempre; la llevaba al parque los fines de semana, aunque mis piernas temblaban de cansancio; y me aseguraba de que nunca le faltara nada, ni comida, ni un techo, ni el amor que yo nunca había recibido de mis propios padres.
Heather era una niña increíble, tan tierna que a veces me dolía el pecho de verla. Siempre entendía cuando tenía que dejarla en la guardería o quedarme trabajando hasta tarde. Nunca se quejaba, aunque yo sabía que me extrañaba. —Papá, ¿vas a volver pronto?— preguntaba con esa voz suave que me derretía, mientras se aferraba a mi pierna con sus bracitos. —Claro que sí, mi cielo— respondía, agachándome para besar su frente, su piel cálida y oliendo a jabón de lavanda. —Siempre voy a volver por ti—. Y lo hacía. No importaba lo cansado que estuviera, no importaba si había trabajado 12 horas seguidas y mis manos estaban llenas de callos, siempre encontraba la manera de estar ahí para ella. La recogía de la guardería con los ojos inyectados de sangre, la llevaba a casa y le leía cuentos hasta que se dormía, aunque mi voz se quebraba de puro agotamiento.
Mi vida era un ciclo interminable de sacrificio. Había días en los que me miraba en el espejo y no reconocía al chico que solía ser, el rebelde temerario que corría por las calles con Marina. Ahora era un hombre joven con ojeras permanentes, el cabello desordenado y las manos ásperas de tanto trabajar. Me despertaba antes de que saliera el sol, con el sonido del despertador rompiendo el silencio del apartamento, y me arrastraba fuera de la cama con los músculos gritando de dolor. Preparaba el desayuno para Heather—pan tostado y un vaso de leche, porque no había dinero para más—y la llevaba a la guardería en un autobús que apestaba a gasolina y a sudor. Luego trabajaba hasta que el sol se ponía, con el sudor corriéndome por la espalda y el cansancio instalándose en mis huesos como si fuera plomo. Llegaba a casa tarde, con el cuerpo adolorido y la mente nublada, pero cuando veía a Heather correr hacia mí con los brazos abiertos, gritando —¡Papá!—, todo valía la pena.
A veces, en las noches más oscuras, cuando Heather dormía y el silencio del apartamento era casi opresivo, me sentaba en el suelo con la espalda contra la pared y dejaba que los recuerdos de Marina me aplastaran. Pensaba en cómo habría sido si ella estuviera aquí, si pudiéramos criar a Heather juntos. Me imaginaba su risa, esa risa ronca que resonaba como un trueno, y la forma en que sus ojos verdes brillaban cuando me miraba. Pero entonces miraba a Heather, dormida con su osito de peluche favorito, y sentía que una parte de Marina seguía viva en ella. Heather era mi razón para seguir, mi ancla en un mundo que había intentado ahogarme más veces de las que podía contar.
Por ella, me rompería mil veces más, porque Heather es mi mundo, y no hay nada que no haría para darle algo mejor que la mierda que yo tuve.