Toda mi vida deseé algo tan simple que parecía imposible: Ser amada.
Nací en mundo de edificios grises, calles frías y rostros indiferentes.
Cuando apenas era un bebé fui abandonada.
Creí que el orfanato sería refugio, pero el hombre que lo dirigía no era más que un maltratador escondido detrás de una sonrisa falsa. Allí aprendí que incluso los adultos que prometen cuidado pueden ser mostruos.
Un día, una mujer y su esposo llegaron con promesas de familia y hogar me adoptaron. Pero la cruel verdad se reveló: la mujer era mi madre biológica, la misma que me había abandonado recién nacida.
Ellos ya tenian hijos, para todos ellos yo era un estorbo.
Me maltrataban, me humillaban en casa y en la escuela. sus palabras eran cuchillas. sus risas, cadenas.
Mi madre me miraba como si fuera un error, y, yo, al igual que ella en su tiempo, fui excluida como un insecto repugnante. ellos gozaban de buena economía, yo sobrevivía, crecí sin abrazos, sin calor, sin nombre propio.
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Capitulo 10:
La mañana se levantó solemne, con un aire de expectación que recorría la mansión como un murmullo. Los criados se movían de un lado a otro con más prisa de la habitual, pues el duque, señor de la casa y uno de los hombres más influyentes del reino, había mandado llamar a su hija menor a su oficina privada.
La niña sintió un nudo en el estómago al escuchar la noticia. Aquella habitación no era un lugar cualquiera: era el centro del poder de su padre, el despacho donde se tomaban decisiones que podían cambiar el destino de familias enteras. Recordaba, por lo que había leído en la novela, que la “ella” de ese mundo rara vez era invitada allí. Cuando lo hacía, siempre era para recibir reproches por sus caprichos y escándalos.
Pero esta vez era diferente. Ella no era ya la misma niña.
Con pasos pequeños y decididos, avanzó por el pasillo que conducía a la oficina. Las puertas de roble tallado se abrieron con un chirrido, revelando un espacio imponente: estanterías repletas de libros encuadernados en cuero, mapas desplegados sobre la mesa de caoba y una chimenea encendida que bañaba la sala en una calidez solemne. Tras el escritorio, el duque levantó la vista de unos documentos.
Su padre era un hombre de porte majestuoso. Alto, de hombros anchos y rostro severo, poseía la belleza fría de un noble destinado a ser respetado y temido. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás y sus ojos grises, afilados como espadas, parecían atravesar el alma de cualquiera que se atreviera a mirarlo demasiado tiempo.
—Siéntate —ordenó con voz grave, señalando la silla frente a él.
La niña obedeció, acomodándose con cuidado.
El duque la observó en silencio por un largo rato, como si evaluara cada detalle: su postura, la manera en que sus pequeñas manos se entrelazaban sobre el regazo, la firmeza con que sostenía su mirada. Finalmente habló.
—Me han llegado informes de tu comportamiento. Dicen que ya no eres la niña engreída que solía humillar a criados y maestros. Dicen que escuchas, que respondes con calma. —Se inclinó hacia adelante, sus ojos grises brillando con intensidad—. ¿Debo creerlo?
La niña respiró hondo. Esa era la prueba: demostrar que su cambio era real.
—Padre… no puedo cambiar lo que hice antes. Pero puedo cambiar lo que haga de ahora en adelante.
Un silencio pesado cayó entre ellos. El duque la miraba como si intentara descifrar un enigma imposible.
—Tus hermanos son prodigios —dijo al fin—. El mayor es un estratega nato, el segundo domina la ciencia como pocos en este reino. Tú, en cambio… —hizo una pausa, dejando que sus palabras pesaran como plomo— siempre fuiste considerada un error.
La niña sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no bajó la cabeza.
—Entonces demostraré que no lo soy —respondió con firmeza.
El duque alzó una ceja. Aquella seguridad no era propia de una niña. Había dureza en su voz, la misma que había escuchado en soldados dispuestos a dar su vida en batalla.
Se recostó en su silla, pensativo. Luego tomó un pequeño objeto de su escritorio: una caja de madera con un intrincado candado. La colocó frente a ella.
—Si de verdad has cambiado, quiero verlo con mis propios ojos. Esta caja contiene un mecanismo complejo. Ningún niño podría resolverlo sin ayuda. Si logras abrirla antes del anochecer, consideraré que tus palabras no son meras excusas.
La niña miró la caja. El candado estaba adornado con runas antiguas y pequeñas piezas móviles. No era solo un rompecabezas físico, también contenía símbolos mágicos que reconocía de los libros que había estado leyendo en secreto.
—¿Aceptas la prueba? —preguntó el duque, sus ojos grises clavados en los suyos.
Ella apretó los labios y asintió.
—Sí, padre.
Él no sonrió, pero sus ojos brillaron con un destello fugaz, como si algo en lo profundo de su corazón se hubiera conmovido.
Cuando ella salió de la oficina cargando la caja entre sus brazos pequeños, sintió el peso del desafío y, al mismo tiempo, una chispa de determinación. Si lograba abrirla, no solo demostraría a su padre que había cambiado… también probaría que no era la villana inútil que todos creían, sino alguien capaz de reescribir su destino.