En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capítulo 3
El Alba de Zoraida
La noche anterior había sido distinta. Mientras los muros de la Alhambra dormían bajo las estrellas, yo tejía. Con mis dedos suaves y pacientes, entrelazaba hilos de lana cálida, soñando con los hijos que algún día acunarían mis brazos. Él me observaba desde el diván, con esa expresión serena y atenta, casi reverente.
—Quisiera más lana… y agujas nuevas, para tejer ropitas para nuestros futuros hijos, le dije, sin apartar la vista del hilo.
En ese instante, el sultán Muley se conmovió. Vi cómo sus mejillas se tiñeron de un rubor suave, como el atardecer sobre los jardines. Se acercó, me besó la frente, luego los labios, y murmuró algo que no entendí, pero sentí su alma hablarme. Sus manos rodearon mi cintura con dulzura, me alzó como si fuera ligera como una pluma, y me llevó hasta su lecho.
Esa noche fue fuego y ternura. Primero hicimos el amor como dos almas que se buscan desde antes de nacer. Después, con una intensidad feroz, me poseyó con deseo salvaje, como si el mundo pudiera acabarse al amanecer y no quería dejar nada sin sentir. Su aliento era cálido en mi cuello, su piel ardía contra la mía, y yo me entregaba entera, con amor, con hambre, con entrega.
Al día siguiente, no lo sentí a mi lado. Se había marchado a una reunión del Consejo sin hacer ruido, como siempre hacía cuando no quería perturbar mi sueño. Pero yo desperté temprano, enredada aún en los perfumes de la noche anterior.
Me levanté y llamé a las criadas. Ellas entraron con una bandeja de plata grabada, y sobre ella venían los manjares que yo amaba:
Pan caliente con semillas de anís.
Dátiles rellenos de almendras.
Leche tibia con miel.
Higos secos.
Queso de cabra con hierbas.
Aceitunas negras y verdes.
Huevos hervidos con cúrcuma.
Una pequeña jarra de sharbat de rosa y granada.
Pastelitos de almendra y canela, aún calientes.
Comí en silencio, junto a la fuente que murmuraba entre los azulejos. Después, caminé hacia el manantial que el sultán había mandado preparar sólo para mí. Era mi baño secreto, entre las piedras y las columnas decoradas con caligrafía árabe. Me desnudé y me sumergí lentamente en las aguas cristalinas, dejando que el agua se llevara los rastros del sueño y de la pasión. Cerré los ojos, y el murmullo del agua contra mi piel me hizo sentir en otro mundo.
Cuando salí, empapada y renovada, mis criadas me esperaban con una toalla blanca de lino bordado en oro. Me envolvieron con cuidado, como si fuera una joya, y me secaron con delicadeza. Luego, trajeron mi vestido.
Era un vestido de gasa blanca con bordes de hilo plateado. Caía como bruma sobre mi piel, dejando adivinar mis formas sin mostrarlas. Resaltaba el tono marfil de mi piel pálida, y hacía brillar mi cabello rubio castaño, que hoy habían dejado suelto con ondas suaves, perfumado con aceite de azahar.
Sobre mi cabeza, colocaron mi velo de tul translúcido, sujetado por la joya más preciada: una diadema en forma de media luna, hecha de oro blanco, adornada con pequeños zafiros que resplandecían como el cielo nocturno. Esa diadema sujetaba el velo que cubría ligeramente mis hombros, dándome un aire etéreo.
Por último, me colocaron mi pulsera, la que el sultán hizo tallar el día en que me entregaron a él como favorita. Era de plata fina, con una inscripción en árabe:
“Con amor eterno, Muley.”
Cada vez que la miraba, recordaba sus ojos sobre mí, sus manos, su voz diciendo que yo era su sol entre los muros del palacio.
Esa mañana, mientras me contemplaba en el espejo de cobre bruñido, no vi a la cristiana que una vez fui. Vi a Zoraida, la favorita del sultán, la que tejía sueños y cría esperanzas, la que caminaba entre manantiales, bordaba futuros y ahora esperaba —en silencio— ser madre de su sangre.
Mes 7: Los días dorados de la favorita
Zoraida llevaba siete meses viviendo en la Alhambra, y su vida había cambiado por completo. Ya no era la joven extranjera tímida y callada que había llegado como parte del harén. Ahora caminaba con paso firme por los pasillos del palacio, y su sola presencia hacía que las otras mujeres guardaran silencio. Con el tiempo, se había convertido en la sombra del sultán Muley Hacén, su confidente, su consuelo, su sonrisa entre tanto peso de corona.
Durante aquel mes, Zoraida pasaba largas horas en su rincón favorito de los Jardines del Generalife, tejiendo con hilos de lana que ella misma había pedido. Chalecos para el sultán, túnicas suaves y ligeras, pañuelos bordados con iniciales árabes. Las criadas le llevaban los ovillos y agujas que encargaba con tanto esmero, y Zoraida, con su piel pálida expuesta al sol granadino y su cabello castaño claro cayéndole en ondas suaves sobre los hombros, se perdía entre hilos, suspiros y pensamientos.
Entre el aroma a jazmines y el sonido del agua, no solo tejía prendas: tejía amor. Pronto comenzó a bordar pequeñas túnicas para niño, aún sin estar embarazada. A escondidas, las guardaba en un cofre, como promesa del hijo que algún día daría al sultán.
El palacio era su mundo. Cuando no tejía, Zoraida organizaba asuntos dentro del harén. Reunía a las sirvientas, revisaba cuentas, hablaba con los trabajadores, escuchaba con atención los rumores del palacio. El nombre de Aixa, la primera esposa del sultán, salía con frecuencia entre los susurros. La tensión entre ambas era silenciosa pero punzante. Aixa había sido desplazada, ya no acompañaba al sultán en sus paseos ni en sus noches. Ese lugar era ahora de Zoraida. Y aunque Aixa mantenía la frente en alto, sus ojos ardían de celos.
Fue durante una de esas tardes que el sultán llegó con un regalo inesperado: un gato montés salvaje, joven, enérgico, con mirada feroz. Un animal hermoso y temido. Todos dijeron que no podría domesticarse. Pero Zoraida, con una ternura que solo ella podía transmitir, se arrodilló frente a la criatura, lo acarició con paciencia y le puso nombre: Azar, en honor a la suerte que la había llevado hasta allí.
Con el paso de los días, Azar se volvió dócil, solo con ella. Le colocaron un collar con detalles dorados y una correa fina. Zoraida lo paseaba por los jardines como si fuese un gato doméstico. Dormía a los pies de su cama y no permitía que nadie más lo tocara. Aquella criatura se volvió un símbolo de su poder en la Alhambra.
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Mes 8: El esplendor y la sospecha
A los ocho meses, la posición de Zoraida en la corte se consolidó. Era la favorita oficial. La gente la saludaba con reverencia, los soldados le abrían paso sin que ella dijera una palabra, y Muley pasaba casi todas las noches en sus aposentos.
Ella seguía su rutina matutina: al amanecer, se despertaba con los maullidos suaves de Azar, que la miraba desde el pie del lecho. Luego se dirigía al manantial privado de sus aposentos, donde tomaba un baño caliente entre vapores, esencias de azahar y pétalos de rosa. Las criadas le ofrecían toallas suaves, y después la vestían con los mejores vestidos. Uno de sus favoritos era de lino marfil, que resaltaba su piel clara y su cabello castaño dorado. El velo era sostenido por una diadema de media luna que parecía brillar con la luz del alba. Y en su muñeca, como siempre, llevaba la pulsera grabada con la fecha en que fue entregada al sultán, y su firma caligrafiada como declaración de amor.
Zoraida también comenzó a acompañar al sultán en todo lo que hacía. Participaba en las reuniones menores, le susurraba consejos, y lo seguía en las cacerías. Antes, ese lugar lo ocupaba Aixa. Ahora, todo lo hacía con Zoraida. Cuando partían a los palacios de descanso, como el de la Silla del Moro o las casas reales de campo, Zoraida era la única que lo acompañaba. Allí pasaban los fines de semana solos, lejos del ruido del poder, riendo, comiendo juntos, y caminando bajo las estrellas. Azar, como parte de la familia, también iba con ellos.
En uno de esos viajes, el sultán le prometió que algún día le daría un hijo legítimo, y que ella tendría un lugar más alto que todas. Ese día, Zoraida lloró de emoción. Esa noche hicieron el amor con ternura, y luego con pasión desbordada. Todo parecía perfecto.
Pero algo invisible comenzaba a enrarecer el aire. Aixa la miraba con más frialdad. Algunas criadas cuchicheaban cuando Zoraida pasaba. Y aunque ella fingía no notarlo, la amenaza crecía como sombra detrás del resplandor.
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Mes 9: El rugido ahogado del corazón
El noveno mes comenzó como otro cualquiera. El aire era tibio, las fuentes murmuraban canciones antiguas, y el palacio respiraba lentamente. Zoraida se despertó temprano como siempre, pero algo estaba distinto. No escuchaba el habitual susurro del collar de Azar. No sentía su respiración en la alfombra cercana.
Se incorporó, somnolienta, y lo buscó con la mirada.
Estaba allí. En el mismo lugar de siempre. Pero no se movía.
—Azar… —murmuró, con una voz que ya temía la respuesta.
Se arrodilló junto a él. Lo tocó. Frío. Sin vida.
Lo abrazó con fuerza. Un grito desgarrador salió de su pecho, un lamento animal, primitivo, que sacudió los pilares de mármol. Las criadas se asustaron. Un par de guardias corrieron. Pero fue Muley quien, alarmado por el sonido, dejó la reunión del consejo sin terminar, y atravesó el palacio como un rayo.
Entró en sus aposentos y la vio, de rodillas, con el cuerpo inerte del gato en brazos, los ojos enrojecidos y la voz quebrada.
—¡Ella lo hizo! —gritó—. ¡Esa bruja… esa serpiente! ¡Aixa me lo envenenó! ¡No soporta verme feliz! ¡No soporta verme amada!
Zoraida repetía las palabras como un conjuro. Su rostro estaba bañado en lágrimas, y el sultán la abrazó, envolviéndola en su capa.
—Shhh… calma, calma, mi luna… —susurró, besándole la frente—. Estoy contigo. Nadie te hará daño.
El cuerpo del gato fue retirado con respeto. El sultán dio órdenes de investigar. Aixa fue interrogada, pero no había pruebas… solo miradas. Solo veneno invisible. Solo odio en silencio.
Zoraida no tejió ese día. Tampoco habló. Se encerró en sus aposentos durante días. Las fuentes seguían cantando, pero ya no tenían alegría. Los jardines florecían, pero para ella todo se había apagado.
Ese mes, algo dentro de Zoraida cambió. Se volvió más firme. Más desconfiada. Más peligrosa. Y el sultán, viéndola así, entendió que su amor por ella no era solo deseo. Era temor, lealtad… y quizás, el principio del fin para muchos otros.
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Aquel amanecer en la Alhambra tenía un aire distinto. El canto de los mirlos se mezclaba con el susurro del viento que cruzaba los jardines del Generalife. Zoraida, ya bien despierta y vestida con una túnica de lino fino, se dirigió a la pequeña biblioteca que el sultán había hecho construir para ella, sabiendo que desde niña adoraba leer.
Entre los estantes, sus ojos se posaron en un manuscrito encuadernado en cuero rojo, bordado con hilos dorados. Lo sacó con cuidado, sus dedos rozando las letras caligrafiadas:
“Shajar al-Durr, la Sultana del Nilo”.
Se sentó junto al ventanal, donde la luz de la mañana iluminaba las páginas, y comenzó a leer.
Cada línea hablaba de una mujer inteligente, ambiciosa, audaz. Una concubina como ella, que supo ganarse el alma y el respeto de un sultán, gobernar Egipto con sabiduría, y dejar su nombre grabado en monedas y crónicas por igual.
Zoraida sonrió. Sintió un escalofrío cálido en el pecho.
> “Ella no nació reina. Se hizo reina.”
“No heredó el poder. Lo mereció.”
Ese día, en su corazón, decidió que seguiría el ejemplo de Shajar al-Durr:
ganarse su lugar no por nacimiento, sino por acciones.
Amar al sultán con sinceridad, pero también proteger su posición con inteligencia.
Horas más tarde, tras un paseo con Muley Hassan por los jardines —él como siempre tomando su mano con ternura—, ocurrió algo inesperado. En el salón del consejo privado, el sultán anunció delante de sus ministros y visires:
> —He tomado una decisión —dijo con voz solemne—. A mi amada Zoraida, le otorgo una pensión personal de dos millones de dirhams anuales y el derecho a tres propiedades: una en Granada, una en Córdoba y otra en Sevilla.
El eco de las palabras retumbó como un trueno en los pasillos del palacio.
Zoraida, con modestia y la cabeza inclinada, agradeció con dulzura. Pero sabía que detrás de ese acto de generosidad, el sultán estaba reconociendo algo más:
su presencia constante, su lealtad, su ternura, y la paz que le daba en sus días turbulentos.
Sin embargo, lejos de la ternura de ese gesto, la noticia llegó a los oídos de Aixa, la madre del heredero. Y fue como lanzar aceite al fuego.
Aixa estalló en ira, furiosa por ver cómo una extranjera —una cristiana rubia, de ojos claros— estaba ganando un lugar que antes solo ella había ocupado. Comenzó a difamarla ante la corte, las criadas, los eunucos, los visires.
La llamaba "la usurpadora", "la extranjera que juega a sultana", "la amante disfrazada de dama".
Pero Zoraida, firme en su nueva inspiración, no respondió con gritos ni insultos.
Respondió con actos: atendiendo a las criadas, organizando donaciones a huérfanos, enseñando a otras concubinas a leer, y manteniéndose siempre digna.
Nunca bajaba la mirada, pero tampoco la alzaba con arrogancia.
> —No necesito gritar que soy valiosa —le dijo un día a Aixa, con la voz serena—. El sultán ya lo sabe. Y eso es más fuerte que tus palabras.
El corazón del pueblo también comenzaba a inclinarse hacia ella. Las criadas la respetaban, los guardias la saludaban con afecto, y los ministros la mencionaban en voz baja como “la nueva sultana en el alma del rey”.
En la privacidad de su aposento, mientras tejía túnicas para el sultán como solía hacer, Zoraida recordaba lo que había leído aquella mañana:
> “Shajar al-Durr no fue sultana porque lo exigió. Fue sultana porque el mundo no tuvo más opción que reconocerla.”
Y así, Zoraida, sin corona ni proclamación, se iba transformando poco a poco en la mujer más poderosa de la Alhambra.
Agosto había llegado a la Alhambra con su calor dorado, sus cielos limpios y las fragancias intensas de las flores que llenaban los patios. Era una época de festividades y banquetes, y el palacio se llenaba de músicos, perfumes y visitantes importantes. Las fuentes sonaban más alto que nunca, como si cantaran junto con los instrumentos.
Zoraida se levantó esa mañana muy temprano. El aire olía a azahar y a menta fresca. Se colocó un vestido de seda ligera, color marfil, que resaltaba aún más su piel pálida y su cabello rubio castaño. Su velo estaba sujeto con una diadema en forma de media luna, y en su muñeca brillaba la pulsera que le había dado Muley Hassan, grabada con su firma: "Con mucho amor. Tu Muley."
Al bajar a los jardines para respirar el fresco, se encontró con una de sus criadas más cercanas, Halima, una joven morena de ojos vivos.
—Mi señora —dijo Halima mientras caminaban juntas por el patio de los Arrayanes—, ¿ha dormido bien?
Zoraida asintió con una sonrisa suave.
—Dormí como duermen las madres cuando sus hijos aún no han nacido —dijo, tocándose el vientre plano, aún sin señales—. En paz, pero con sueños.
Halima la miró con ternura.
—La gente habla, señora. Unos la aman… otros no.
Zoraida se detuvo. Su rostro no cambió.
—Lo sé, Halima. Pero a los que me odian, les doy la otra mejilla. Y a los que dudan, les doy el ejemplo.
El sultán me ama, y yo me he ganado su amor con paciencia. Eso nadie me lo puede quitar.
Mientras hablaban, los tambores comenzaron a sonar en la plaza central. Ese día se celebraba una antigua festividad andalusí, el Día del Agua, donde los niños jugaban con jarras y fuentes, y se bendecía la buena cosecha del verano. Era una tradición hermosa que Zoraida había aprendido a amar.
Los jardines estaban decorados con telas de colores, había músicos tocando laúd, danzarinas bailando con castañuelas, y largas mesas llenas de manjares: dátiles, cordero especiado, dulces de miel, arroz con azafrán, y frutas frescas como higos, granadas y uvas. Todo era celebración.
En medio del bullicio, el sultán apareció en lo alto de las escaleras, vestido con túnica blanca y bordados dorados. Caminaba con paso firme, y a su lado iba su visir y dos generales.
Zoraida estaba allí, sentada entre las damas del harén, con su abanico de marfil y rostro sereno.
Algunos murmullaban al verla. Sabía que muchos la odiaban por ser extranjera, por no haber nacido musulmana, por haber sido elevada por amor y no por sangre. Algunos decían que era una bruja, otros que era una usurpadora.
Pero ella no bajaba la cabeza.
Miraba con calma, con dignidad. Con la frente alta, pero el corazón humilde.
Cuando el sultán pasó junto a ellas, sus ojos buscaron los de Zoraida, y al verla, sonrió. Un gesto pequeño, pero cargado de amor. Todos lo vieron.
Zoraida inclinó la cabeza con respeto, sin alardes, como debía hacerlo una mujer de honor. Pero en su interior, sabía que aquel gesto era más fuerte que mil palabras.
Ella había vencido sin levantar la voz, sin conspirar, sin robar. Solo con su carácter.
Ese día, mientras la música seguía y el sol comenzaba a caer sobre los mosaicos dorados, Zoraida miró a Halima y dijo:
—¿Sabes quién me inspira cada día?
—¿Quién, mi señora?
—Shajar al-Durr. Ella también fue odiada, calumniada, y aún así gobernó. Yo no quiero gobernar un imperio, Halima. Solo el corazón de mi marido… y el respeto de mi gente.
Y con eso, se puso de pie y caminó hacia el jardín de cipreses, donde el gato montés —su fiel compañero— la esperaba sentado, con su collar de oro.