Desde un balcón teñido de rojo, una mujer observa el mundo con la certeza de quien ya lo domina.
No necesita tronos ni coronas. Su reino se construye con secretos, lealtades quebradas y pactos sin retorno.
Quien cruza su camino no sale ileso. Porque esta no es una historia de amor, sino de tentación, herencia y cicatrices que arden en silencio.
En un imperio tejido de sombras, el amor es una debilidad.
La venganza, un motor.
Y el poder… siempre cobra su precio.
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CAPITULO 21: "La calma antes de la tormenta".
La mañana se presentó gris. El cielo, indeciso, oscilaba entre la amenaza de lluvia y la contención de una tormenta. Una bruma fina se aferraba a los ventanales de la mansión, como si el mundo exterior se negara a entrar.
Dentro, el ambiente era denso, casi sagrado. Cada rincón hablaba en voz baja, cada objeto sabía que el momento había llegado.
Iker y Ailenys bajaron por la escalera principal sin hablar. Sus pasos se acompasaban instintivamente, como si algo en su interior supiera que debían avanzar juntos. Al llegar al comedor, se detuvieron al unísono.
La mesa estaba servida, pero no como de costumbre. Nada delataba la mano del servicio habitual. Aquella escena era quirúrgica, fría, precisa.
Cuatro lugares. Alineados con una exactitud inquietante. Vajilla brillante, copas de cristal perfectas, servilletas dobladas con intención casi simbólica.
Todo olía a meticulosa preparación, pero también a advertencia.
Las tazas vacías. Los platos con pan tibio, frutas cortadas con una destreza casi inhumana.
Como si alguien hubiese dispuesto aquello no para alimentar, sino para recordar.
Recordar el deber, el juicio, la deuda.
Iker tragó saliva. No por miedo. Por certeza.
—Ella ya llegó —dijo, sin mirar a nadie.
Ailenys asintió.
—Y no quiere anunciarse. Quiere que sepamos que está y que estamos dentro.
Poco después, Mireya entró. Sonrisa débil, perfume más cargado que de costumbre. El tipo de fragancia que no busca seducir, sino marcar territorio.
Se detuvo al ver la mesa. Algo en su rostro se tensó.
—¿Esto...?—intentó preguntar.
Pero nadie respondió.
Los dos se sentaron. Iker, primero. Frente a él, Ailenys. Se acomodó como quien cruza un umbral sin retorno.
Mireya tardó un segundo más. El tiempo suficiente como si buscara una grieta, una señal, algo que delante lo que se avecina. No encontró nada. Todo era impecable. Inapelable.
Se sienta, pero no está cómoda.
Nadie tocó los platos. Las copas seguían intactas.
El silencio lo cubría todo. No era vacío: era presencia.
Y entonces lo sintieron. Sin verla. Sin oírla.
El mayordomo aparece desde el fondo. Se inclina en silencio y deposita un sobre negro sobre la mesa. Sin nombre. Sin sello. Luego se queda junto a la puerta lateral, inmóvil. Cómo un centinela.
Entonces, todo se detiene. No por miedo. Por destino.
Los cuatro lugares están dispuestos. La verdad está a un paso de sentarse a la mesa.
El comedor permanece en penumbra suave.
La luz entra a través de los ventanales altos, tamizada por la niebla persistente de la mañana.
El aire está inmóvil. Como si incluso el tiempo aguardara el permiso para avanzar.
Y sin que se diga, los tres lo perciben:
Ella está cerca. No han oído la puerta. No han visto una sombra. Pero saben que ya ha entrado a la mansión.
Mireya se gira apenas, como si sintiera un susurro rozarle la nuca.
Iker y la joven se cruzan con una única mirada. Breve. Íntegra.
—¿Cuándo? —murmura ella, apenas audible.
—No ahora —responde él, con la certeza de quien ve la tormenta sin mirar el cielo—. Pero será hoy.
Mireya escucha. No pregunta. Sus manos están quietas sobre sus piernas, sabe que el más mínimo gesto en falso podría sellar su destino.
Esperan. No como quien comparte una mesa. Sino como quien respeta un rito.
Una espera.
Y en el aire, sin que nadie lo diga, vibra la certeza:
Ella va a aparecer en cualquier momento.
Ninguno se atreve a iniciar el desayuno. Los tres están sentados, espero a quien será como la espada de Damocles.
Ailenys y el joven mantienen la compostura.
Mireya, firme pero tensa, se aferra a su taza como si pudiera detener lo inevitable.
Un leve crujido. Una de las puertas laterales, la más discreta del comedor, se abre sin estridencia.
Allí está el mayordomo, en una postura impecable.
—Señora —anuncia con voz medida.
Y ella entra.
Vestida de negro profundo, con encajes gris humo.
El rostro es impecable. El andar es silencioso.
No mira directamente a nadie.
Pero todos bajan la vista.
El mayordomo la acompaña hasta el borde de la mesa. Le corre la silla. Ella se sienta y le hace entrega del sobre negro.
El sobre vuelve a sus manos. Como símbolo de que el control siempre fue suyo. Lo toma sin mirarlo. Sin agradecer. Sabe lo que contiene. Ella misma lo escribió.
Lo guarda en una carpeta de cuero oscuro, como quien archiva una sentencia aún no pronunciada.
Levanta la vista. Los tres la observan ahora.
Iker, con serenidad. Ailenys, con atención profunda.
Mireya, con una máscara firme, pero grietas invisibles a punto de ceder.
Cruza una pierna con elegancia. Se acomoda la servilleta sobre las rodillas. Hace una seña leve.
—Desayunemos —dice, con voz suave.
Nadie habla. Nadie contradice. Los cubiertos suenan apenas. El pan se parte en silencio.
Pero en el aire flota una sola verdad: Ya no es cuestión de cuándo. Si no, ¿de cómo?
Ella aún no revela su juego, pero su sola presencia altera la atmósfera.
Desayunan con extrema mesura. Como quien sabe que cada movimiento es observado.
Mireya estudia cada gesto, buscando una pista.
Un inicio. Mientras mastica, espera ver la reacción de quien cree que podría salvarla una vez más.
El desayuno termina. Nadie se levanta enseguida.
Los platos están casi intactos. Comieron lo justo para sostener el ritual. No para saciar el hambre.
El silencio regresa. No como antes.
Este tiene el peso de lo inevitable. El de una presencia que ya decidió, aunque aún no lo ha dicho.
Ella dobla su servilleta con precisión. Se pone de pie. Iker y la joven también lo hacen, respetuosos.
Mireya tarda apenas un segundo más. Suficiente para que se note.
La señora asiente con gentileza.
—Gracias por la compañía. Fue apropiada. Y sobria.
Está por girarse cuando una voz la detiene:
—¿Podríamos hablar a solas?
Todas las miradas se dirigen a Mireya.
Erguida. Firme. Pero con un leve temblor en la voz.
No por miedo. Por cálculo. Sabe que es ahora o nunca.
Tal vez, con las palabras justas, aún pueda torcer un veredicto que ya se siente… aunque no se ha dicho.
Elyrah no responde de inmediato.
La observa. La mide. Da un paso hacia ella.
—Por supuesto.
Se vuelve hacia los jóvenes.
—¿Nos conceden unos minutos?
Iker y Ailenys asienten. No dicen nada.
Pero sus miradas son claras: Ahora sabremos quién está verdaderamente preparada para el final.
La señora y Mireya se alejan por el pasillo largo.
No se tocan. No se miran. Avanzan como dos sombras antiguas que saben que ese encuentro no es para hablar.
Es para ajustar cuentas.
Continuará...
Gracias 😊 querida escritora @Λlι Cαя∂ιηαlι✨ ♥️ por actualizar 😌 sigamos apoyando con me gusta publicidad comentarios y regalos ☺️🌻
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