Desde Que Te Vi

(Punto de vista: Mauricio)

El sabor del metal en mi boca y el ardor en mi costado fueron lo último que sentí antes de caer. Todo se volvió rojo. Luego negro.

Los rusos. Malditos hijos de perra. Sabía que tarde o temprano vendrían por mí. Pero nunca pensé que estarían tan organizados… ni tan dispuestos a arrasar con todo. Me atraparon saliendo de la cochera del edificio, directo. No hubo margen. Tres autos, dos hombres por puerta. Una emboscada quirúrgica.

Lucio gritaba mi nombre. Vi el fogonazo de los disparos. Sentí el impacto en mi abdomen como una explosión sorda. Caí al suelo. El mundo giraba. Pero yo pensaba en ella. En Mariana. En sus ojos. En su voz diciéndome “no me dejes”.

Desperté en terapia intensiva con una máquina respirando por mí y la sensación de tener la muerte sentada en el pecho. No sabía si era de día o de noche, solo sabía que había vivido. Y por alguna razón que no entendía, seguía vivo.

Mariana estaba ahí. Como siempre. Con la cara cerrada, los ojos hinchados y el corazón en la mano . Me vio abrir los ojos y se acercó. Me acarició el rostro con los dedos temblorosos y me sonrió entre lágrimas.

—Mauricio...Te juro que si volvés a hacer una idiotez así, te mato yo misma.

Me reí, y el dolor me hizo toser.

—Anotado.

Se acercó más, apoyando su frente en la mía.

—Mauricio… te amo. Pero no puedo vivir así. No quiero perderte.

—Y no vas a hacerlo. Ya decidí, Maru. Esta fue la última. Salgo. Me alejo de todo esto. Por vos.

—¿Lo decís en serio?

—Sí. Pero hay una condición.

Frunció el ceño.

—¿Cuál?

—Que te cases conmigo.

La cara de Mariana fue un poema. Risa, sorpresa, miedo, y ternura. Todo junto. Se cubrió la boca y negó con la cabeza, como si quisiera detenerse… pero no pudo.

—Estás drogado por la morfina, Mauricio.

—Estoy loco por vos. Es distinto.

—No sabés ni en qué día vivís.

—Solo sé que quiero vivirlos todos con vos.

Horas después cuando Mariana salió a comer.

Lucio estaba ahí. Como siempre. Con la cara cerraday el ceño partido por la mitad. Me vio y se acercó. Pero no con alivio, no con alegría.

—¿Contento, jefe? —dijo, en un susurro cargado de rabia—. ¿Todo esto por una mina?

Lo miré sin entender.

—¿De qué hablás…?

—¡De Mariana, carajo! —soltó con los puños apretados—. Desde que apareció, ya no sos el mismo. Te ablandaste. Dudás. Pensás demasiado antes de disparar. ¡Te volviste débil!

El dolor en mi cuerpo era fuerte, pero el que me provocó él con esas palabras fue peor.

—¿Sabés qué? —dije con esfuerzo—. Si vos creés que amar a alguien te hace débil… entonces sí. Soy el hombre más débil del planeta.

Lucio me miró con furia y con una tristeza tan profunda que me dio lástima. Pero no cedí.

—No le eches la culpa a ella —agregué—. Yo elegí esto. Yo decidí cuidarla, y si me tengo que morir haciéndolo, lo haría mil veces.

No respondió. Dio media vuelta y salió de la habitación con pasos que retumbaban como tiros lejanos.

Mi recuperación fue lenta, dolorosa y con un Lucio que ahora me miraba con decepción, pero no se iba. Sabía que no compartía mis decisiones, pero no podía abandonarme. Y yo lo entendía. Nos habíamos criado juntos en la mugre, y yo había sido su guía durante años. Y ahora, renunciaba a todo eso por una mujer.

Pero no por cualquier mujer. Por ella.

Cuando por fin me dieron el alta, Mariana me esperaba en la puerta del hospital con una sonrisa que me devolvió el alma al cuerpo. Se aferró a mí como si fuera a romperme, y yo la sostuve como si fuera mi ancla.

Esa misma noche, en el pequeño balcón del departamento, con las luces de la ciudad parpadeando abajo y la luna como testigo, saqué la cajita del bolsillo.

—Ya no quiero vivir escondido. Ni herido. Ni dividido.

—¿Y entonces?

Abrí la cajita. El anillo brilló, simple, elegante, con una piedra azul que me recordaba a sus ojos.

—Entonces, Mariana… ¿te casás conmigo?

Ella no respondió. Se lanzó a mis brazos y me besó con desesperación, con amor, con rabia, con ganas. Cuando se separó, tenía la cara roja, las lágrimas en las mejillas y la voz temblorosa:

—Sí. Sí, idiota. Claro que sí.

Y esa noche dormimos como nunca antes amándonos en cuerpo y alma: con la certeza de que el pasado podía doler, pero el futuro... nos pertenecía.