Ágata Dolan, tiene 26 años y es una famosa CEO en el mundo automovilístico, un enredo desafortunado le hara cambiar su punto de vista sobre el amor
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El Brillo de las Sombras
La música seguía envolviendo la mansión Conti, pero ya no era elegante; era un susurro amenazante que se deslizaba entre los mármoles pulidos y las cortinas de terciopelo como una serpiente hambrienta. Dentro, las luces cálidas eran ahora demasiado brillantes, demasiado reveladoras. Cada rostro se convertía en una máscara, y cada sonrisa era una daga envuelta en seda.
Mientras regresábamos al salón principal, noté que algo había cambiado. No solo en el ambiente, sino en mí. Morelia había tocado una fibra profunda, no de miedo, sino de desafío. Si ella pensaba que podía arrebatarme lo que había construido con sangre, astucia y lealtades frágiles, no me conocía tan bien como creía. O quizás sí. Y eso era aún más peligroso.
Esmeralda junto a Aime me vieron llegar y ella alzó una ceja apenas perceptible. Charlotte fingía conversar con un joven ministro y a su derecha se encontraba Derek, pero sus ojos me escaneaban, buscando señales. Les hice una leve seña con la cabeza. Sabían lo suficiente para entender que los próximos pasos requerían silencio y precisión.
Ciro no se separó de mí. A pesar de su expresión dura, su agarre era firme, cálido. Lo necesitaba cerca, no solo por su fuerza, sino porque su presencia era uno de los pocos anclajes que me quedaban a algo parecido a la estabilidad. Aunque tampoco podía confiar plenamente en él. No ahora. No después de lo que había insinuado Morelia.
—¿Qué harás ahora?, me preguntó en voz baja.
—Lo que siempre hago, le respondí —Sobrevivir Y ganar.
Patrick levantó la vista desde el grupo de inversores y me sonrió. No una sonrisa de pareja, sino de socio que cree tener la ventaja. Pobre iluso. Si creía que podía usar a Morelia como un arma contra mí, pronto descubriría que yo ya había leído el guion completo, y estaba escribiendo el final.
—Necesito un momento con el embajador ruso —dije en voz alta, como si fuera un simple comentario. Ciro entendió la señal. Mientras yo avanzaba, él se encargó de que Esmeralda y Charlotte se posicionaran estratégicamente en la sala.
mientras el se quedaba junto a Derek y Aime
Necesitábamos ojos y oídos en todos los rincones.
El embajador, un hombre curtido y cínico, me recibió con un leve gesto de cabeza. Hablamos de trivialidades durante un minuto, y luego, sin perder mi sonrisa, le deslicé una pequeña información. Falsa, pero jugosa. Solo para ver cuánto tardaba en regresar a Morelia. El arte de la guerra, pensaba, no se juega con fuerza, sino con rumores.
Minutos después, vi a uno de los ayudantes de Patrick desaparecer discretamente por una puerta lateral. Y supe que mi trampa comenzaba a funcionar.
Las chicas se reagruparon cerca del piano, justo cuando el maestro comenzaba una pieza de Chopin. El aire se volvió denso de nuevo, como si la música activara viejos recuerdos, antiguos pactos, y heridas abiertas.
—Esta noche no se trata de ganar, me susurró Charlotte, sin mirarme —Se trata de no perder demasiado.
—Y de elegir bien a quién dejamos sangrar —añadió Esmeralda con una sonrisa siniestra.
Yo asentí. No todas saldríamos ilesas. Pero una cosa era segura: nadie saldría igual. Y Morelia… ella había prendido la chispa de algo más grande que ella misma.
El reloj marcaba la medianoche. El brindis comenzaba. Las copas se alzaban. Las máscaras se acomodaban. Y en ese instante, mientras la luz del candelabro brillaba sobre mi rostro, comprendí que la guerra no solo había comenzado.
La guerra ya nos había transformado. Y yo estaba lista para lo que viniera.
Cuando las copas tintinearon al unísono, como campanas de un ritual silencioso, algo en el aire cambió. No fue un sonido; fue una vibración, un temblor apenas perceptible bajo la superficie dorada de la velada. Yo lo sentí en la piel, como una advertencia sutil. La fiesta, que había sido una exhibición de poder y fingida armonía, comenzaba a mutar. Y en esa mutación, algo oscuro despertaba.
Observé a Patrick, que alzaba su copa como un rey satisfecho. Su sonrisa era de esas que se esculpen con años de entrenamiento, pero yo conocía el pequeño tic en la comisura de sus labios, esa mueca mínima que aparecía cuando algo no le salía como esperaba. Él lo sabía. Sabía que Morelia y yo nos habíamos visto. Y también sabía que yo sabía que él lo sabía. Así funcionaba este juego: capas de conocimiento superpuestas como velos de seda sobre dagas envenenadas.
Mientras el brindis se apagaba y la música retomaba su curso, me deslicé entre los invitados.
Había aprendido a escuchar antes que a hablar, a observar antes que a actuar. Y ahora, todo ese entrenamiento servía a un propósito.
Me deslicé hacia la biblioteca sin ser vista. Allí, entre anaqueles de cuero envejecido y vitrales silenciosos, me esperaba alguien. El senador Dalmasso. No estaba en la lista de invitados. Nunca lo estaba. Pero siempre aparecía cuando la política se mezclaba con la sangre.
—No creí que vendrías, le dije sin preámbulos.
—Y sin embargo, aquí estoy, respondió él, sin dejar de examinar un libro antiguo que sostenía entre las manos, como si habláramos de literatura en vez de estrategias de guerra.
—Morelia se ha adelantado. No era parte del trato.
—¿Qué trato se mantiene intacto cuando el poder está en juego?
Me acerqué con cautela. No confiaba en él, pero necesitaba lo que tenía: información. Él conocía las debilidades de Patrick, los hilos que aún lo ataban, los secretos que podrían hacer que mi imperio se desplomara como un castillo de cartas.
—¿Qué sabes sobre la reunión de Zúrich?
Dalmasso alzó una ceja. Por un instante, sus ojos perdieron esa capa de arrogancia.
—Eso está muy por encima de tu alcance, Ágata.
—Lo estaba, corregí —Ya no.
Un silencio cargado se extendió entre nosotros. Afuera, la música parecía lejana, como si el mundo real estuviera a años luz de esta conversación.
Finalmente, él suspiró y colocó el libro en la estantería.
—Van a mover dinero a través de las fundaciones. Usarán la fachada humanitaria como pantalla. Morelia tiene acceso a las cuentas. Patrick la está utilizando como emisaria… pero ella juega su propio juego. No es leal a él ni a su esposo Conti.
—Nunca lo fue —murmuré.
—Hay algo más, añadió —La reunión no es solo sobre negocios, Están eligiendo a un nuevo mediador, Alguien con voz, Y te quieren fuera del tablero antes de que eso ocurra.
Salí de la biblioteca con el pulso acelerado. La elección de un mediador significaba poder real. Legitimidad. Y si estaban apostando por alguien nuevo, significaba que mi influencia se debilitaba.
Volví al salón. Charlotte y Esmeralda me interceptaron cerca de la galería de arte. Habían notado la ausencia de ciertos invitados, aliados que prometieron estar y no aparecieron. El mensaje era claro: las lealtades se estaban resquebrajando.
—Nos están cercando, dijo Charlotte.
—Entonces hay que quemar las cercas —contesté.
Nos miramos en silencio, las tres sabiendo lo que eso implicaba. El tiempo de las advertencias había terminado. Ya no bastaba con jugar bien. Había que cambiar el tablero.
Esa noche, mientras la fiesta seguía, mandé tres mensajes. Uno a un contacto en Marsella, otro a una ex aliada en Buenos Aires, y el último a alguien que juré no volver a buscar.