El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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22. Alexander
10 años antes
—Tienes que hacerlo, Elian no sabes que te marchas.
El cuarto ya estaba medio vacío. Las cajas apiladas junto a la puerta, los posters despegados dejando marcas pálidas en la pared, y mi maleta abierta sobre la cama como una herida que no dejaba de recordarme lo inevitable.
Mi hermana, Lena, estaba sentada en el borde de mi escritorio, jugando con el cordón de su sudadera. Había llegado sin avisar, como siempre, pero esa vez no estaba aquí para robarme dulces o contarme chismes del colegio.
—Papá necesita ayuda con la expansión en Alemania. Solo será un año— mentí, doblando una camisa que no quería llevarme.
—Un año se convierte en dos, y luego en cinco— dijo, mirando fijamente el suelo.
—Lo sé porque lo he visto pasar antes.
El silencio se instaló entre nosotros, pesado como el aire antes de una tormenta. Afuera, el sonido de los grillos y el viento moviendo los árboles llenaban el vacío.
—¿Vas a decirle? —preguntó finalmente.
Mis manos se detuvieron. Elian.
—No.
—Alexander…
—¿Qué quieres que le diga? ¿Que me voy porque mi familia lo exige? ¿Que aunque me muera por quedarme, no tengo opción? —La voz se me quebró en la última palabra.
Ella se acercó, pisando fuerte como cuando era niña y estaba enojada.
—Dile que lo amas. ANTES de que sea demasiado tarde.
Yo me reí, un sonido amargo.
—¿Y luego qué? ¿Me quedo y arruino todo lo que papá construyó? ¿O me voy y lo dejo esperando como un idiota?
Lena me agarró del mentón, obligándome a mirarla. Sus ojos, tan parecidos a los míos, brillaban con lágrimas.
—No seas cobarde. Al menos déjale saber que existió. Que no fue solo su imaginación.
El eco de la graduación resonó en mi cabeza: Elian riéndose bajo la lluvia mientras el pastel de chocolate se derretía entre sus manos, sus dedos encontrando los míos detrás de los arbustos del colegio, su voz susurrando "¿Nos veremos este verano?" como si el mundo no fuera a separarnos.
—No puedo— susurré.
Ella soltó un juramento y se marchó, dejando la puerta abierta. Por el marco, vi el sobre blanco sobre mi almohada. La carta que había escrito para Elian y nunca me atreví a entregar.
La tomé, sintiendo el papel liso entre mis dedos. Tres palabras. Solo tres. Después salí cuando el sonido del taxi se escuchó.
El motor del taxi seguía encendido cuando bajé la ventanilla y le dije al conductor:
—Un momento. Cambio de planes.
El hombre gruñó algo sobre la tarifa, pero no me importó. Apreté contra mi pecho la carta que me había decidido entregar, traté de no vomitar.
La cafetería olía a grano recién molido y pan dulce. Elian estaba tras la barra, con el delantal manchado de leche y esa sonrisa que me partía el pecho cada vez. ¿Cómo diablos iba a hacer esto?
—Alexander— dijo, sorprendido, — pensé que nos veríamos el fin de semanas.
—No. Es decir, sí me voy. Tengo que entregarte algo.
Mis manos temblaban tanto que la carta se arrugó entre mis dedos. Él notó mi expresión y su sonrisa se desvaneció.
—Oye, ¿estás bien?
—Necesito que me des cinco minutos. Afuera.
El jefe de Elian gruñó cuando él le pidió salir, pero al final asintió. Nos paramos en el callejón trasero, entre cajas de leche vacías y el olor agrio de los contenedores. No era el escenario romántico que había imaginado.
—Me voy a Alemania— solté de golpe. —Esta tarde. Papá... la empresa... no tengo elección.*
Elian parpadeó.
—¿Es broma?
Negué con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo?
—Un año. Quizá más.
Se quedó quieto, demasiado quieto. Entonces rompí.
—Tienes que prometerme que me esperarás— dije, y la voz se me quebró como cristal. —Prométeme que no te irás con nadie más. Que cuando vuelva, esto...seguirá aquí.
Hubo un silencio eterno. Luego, Elian rió.
No era una risa cruel, sino esa risa suya, cálida y despreocupada, como si le hubiera contado un chiste absurdo.
—Siempre dramático —dijo, jugueteando con el cordón de mi chaqueta. —¿Cuántas veces me has hecho promesas así? ¿En cuarto grado cuando te mudaste de cuadra? ¿En primero de secundaria cuando juraste que te cambiarías de colegio?
Yo tragé saliva. Tenía razón. Cada vez que el miedo me ganaba, le soltaba una promesa grandilocuente como si fuera un talismán.
—Esta vez es distinto—murmuré.
Él me miró, y por un segundo vi algo más en sus ojos: dolor, cariño, resignación.
—Sí, lo es—susurró. Luego, con suavidad, me quitó la carta de las manos y la guardó en su bolsillo. —Pero no me pidas que espere. Estaremos en contacto.
El claxon del taxi retumbó en la calle.
—Elian, yo...
El mundo se detuvo cuando tomé su mano.
No como aquellas veces en la secundaria, donde lo agarraba de la manga o "accidentalmente" rozaba sus dedos al pasarle un lápiz. Esta vez fue deliberado. Mis dedos se entrelazaron con los suyos con una certeza que me sorprendió incluso a mí.
Elian se quedó quieto. Demasiado quieto.
—Alexander... murmuró, pero no terminó la frase.
Yo apreté su mano con más fuerza, como si pudiera transmitirle todo lo que nunca supe decir. El miedo. La culpa. Ese amor absurdo que creció como maleza entre los huesos.
—Mírame— le pedí, y mi voz sonó áspera, como si llevara años sin usarla. —En serio.
Y entonces lo hizo.
Sus ojos verdes, siempre tan llenos de risa o exasperación cuando se trataba de mí, ahora estaban quietos, profundos. Me miró con una intensidad que me quemó por dentro. Como si también él estuviera memorizando cada detalle.
No fue un pensamiento. Fue un instinto.
Me incliné y lo besé.
Sus labios sabían a fresas recién cortadas. Fue un beso torpe, demasiada presión, narices chocando, pero Dios, fue suyo.
Por un segundo, Elian no respondió.
Y entonces...
—Alexander...
Su voz era un susurro contra mi boca, pero no me apartó. Al contrario: su mano libre se enredó en mi cabello, tirando con esa urgencia que siempre escondió bajo sonrisas tranquilas.
El sonido de un plato rompiéndose dentro de la cafetería nos separó.
Él jadeaba. Yo también.
—Te llevaría conmigo si pudiera— le dije, y era la verdad más pura que había dicho en mi vida.
Elian sonrió, pero esta vez era diferente. Triste. Resignado.
—Lo sé— respondió. Luego, con un dedo, me apartó el pelo de la frente —Pero no somos ese tipo de historia, ¿cierto?
El claxon del taxi sonó de nuevo, más insistente.