Manual Para No Morir Otra Ves

Aranza, había ganado ese día frente a esos nobles, pero no esperaba que al día siguiente fuera la reina quien le enviara una invitación a una reunión en el salón del palacio. si bien ella y Cassius vivían en el castillo, su ala estaba bastante alejada de la del rey, ya que ella se encontraba en el ala del príncipe heredero, dentro de poco ambos pasarían a la del rey y reina.

La invitación de la reina no era una cortesía.

Era una prueba.

Aranza lo supo desde el momento en que la mensajera real entregó la misiva con la caligrafía pulcra y la orden disfrazada de formalidad. No podía rechazar la convocatoria. No quería, en realidad. Pero eso no significaba que fuera a caer en la trampa que le tendían.

El salón del palacio real era aún más majestuoso que los de la nobleza común. Techo alto, lámparas de cristal y paredes adornadas con tapices antiguos que contaban historias de conquistas y traiciones. Como la de ahora, quizás.

La reina Lysandra ocupaba el trono en la parte más alta del salón. No había necesidad de coronas ostentosas ni de vestidos exagerados. Su sola presencia era suficiente para que todos midieran sus palabras.

Aranza fue recibida con la cortesía esperada. Fría, calculada.

Los nobles la observaban con la paciencia de depredadores analizando a su presa. Y en medio de ellos, Isabella, como un gato elegante jugando con un ratón que creía indefenso.

Aranza se sentó donde la ubicaron, ni demasiado lejos ni demasiado cerca de la reina.

No tardó en empezar el espectáculo.

—Lady Aranza —dijo un conde, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Qué honor contar con su presencia. Debe sentirse afortunada de compartir la mesa con Su Majestad.

Había veneno en sus palabras. No era una bienvenida, sino una advertencia.

Aranza sonrió con dulzura fingida.

—Oh, créame, el honor es todo suyo.

Las copas hicieron un leve sonido al ser colocadas sobre la mesa. Un murmullo recorrió el salón.

Lysandra no reaccionó. Pero algo en su mirada afilada pareció brillar con diversión.

Primer movimiento exitoso.

La conversación continuó, cada pregunta era una trampa, cada halago, un dardo disfrazado. Pero Aranza sabía jugar. Respondía con calma, con una mezcla de dulzura y acero que confundía a sus adversarios.

Y entonces, Isabella hizo su jugada.

—Debe ser interesante para alguien de tu posición ver cómo funciona la verdadera nobleza, ¿no crees, lady Aranza?

Sonreía, como si estuviera haciendo un comentario inofensivo.

Aranza giró su copa de vino entre los dedos.

—Oh, sí, es una experiencia… educativa.

—Me alegra oírlo. Mar de Fuego tiene reglas muy distintas a otros lugares. Aquí respetamos la tradición y el linaje.

—Eso explica muchas cosas.

La mesa quedó en silencio.

Isabella alzó una ceja.

—¿Oh? ¿A qué te refieres?

Aranza se inclinó un poco hacia adelante, con la expresión de alguien que explicaba algo muy obvio.

—Bueno, en algunos lugares, la nobleza se gana con mérito. En otros, es solo un accidente de nacimiento.

Más silencio.

Lysandra apoyó la barbilla en su mano, observándola con un interés casi entretenido.

—Qué interesante punto de vista, Lady Aranza.

Isabella se tensó apenas un segundo.

Aranza sonrió con inocencia.

—Me alegra que lo considere así, Su Majestad. Siempre he creído que la inteligencia es un rasgo mucho más valioso que la sangre.

La reina soltó una leve risa. Casi imperceptible, pero suficiente para que todos la notaran.

El mensaje era claro.

Lysandra estaba disfrutando el espectáculo.

Y Aranza no era la payasa.

Era la maldita dueña del circo.

Punto para Aranza.

La conversación en el salón seguía fluyendo con la elegancia forzada de quienes escondían dagas detrás de sonrisas. Aranza ya había sorteado con éxito los primeros intentos de la nobleza por hacerla tropezar, pero estaba segura de que no se darían por vencidos tan fácilmente.

—Lady Aranza, deberíamos organizar un té en tu honor —propuso una dama con fingido entusiasmo—. Para que puedas conocer mejor nuestras tradiciones.

—¡Oh, sí! Sería encantador verte compartir con nosotras —agregó otra, su tono empalagoso casi insoportable.

Aranza vio la trampa inmediatamente.

Querían ponerla en una situación donde quedara expuesta. Tal vez harían que fallara en etiqueta. Tal vez la pondrían a bailar o tocar un instrumento en el que claramente no tenía experiencia.

Pero Aranza era una experta en arruinar los planes ajenos.

Sonrió y levantó su copa de vino.

—¡Me encantaría! Pero solo con una condición.

Las damas parpadearon.

—¿Condición?

—¡Por supuesto! —exclamó Aranza con falsa emoción—. Si yo aprendo sobre sus costumbres, ustedes aprenderán sobre las mías.

Las miradas de las damas se endurecieron un poco.

—Por ejemplo —continuó Aranza, con una expresión inocente—, en mi país hay un juego tradicional en el que las damas deben correr una distancia determinada mientras sostienen una copa llena de vino sin derramarla.

—¿Correr? —preguntó una dama, horrorizada.

—Oh, sí. Es una muestra de gracia y equilibrio —dijo Aranza, como si fuera lo más natural del mundo.

Isabella entrecerró los ojos.

—Qué interesante.

—Lo es —afirmó Aranza, inclinando la cabeza con una sonrisa burlona—. Entonces, ¿qué dicen? ¿Hacemos un intercambio cultural?

Las damas se removieron incómodas. Porque, claro, querían que Aranza aprendiera de ellas. Pero ninguna quería someterse a su propuesta.

El silencio en la mesa se alargó hasta que la reina Lysandra, quien había permanecido observando con visible diversión, finalmente habló.

—Una idea intrigante —comentó, tamborileando los dedos sobre el brazo del trono—. El intercambio cultural siempre es enriquecedor, ¿no creen?

Isabella sonrió con frialdad. Sabía que no podía rechazar una sugerencia que la reina aprobaba sin quedar en evidencia.

—Tal vez en otra ocasión —dijo con suavidad.

Aranza ladeó la cabeza con fingida decepción.

—Oh, qué lástima.

Lysandra sonrió levemente. Sabía quién había ganado este asalto.

Punto para Aranza otra vez.

Cuando la reunión terminó, Aranza salió del salón con la sensación de cuchillos invisibles enterrándose en su espalda. Las miradas de la nobleza la seguían como sombras afiladas, llenas de resentimiento y promesas de venganza.

Había ganado esta vez.

Pero la corte no se rendía fácilmente.

Y, sobre todo…

Isabella no iba a dejarla en paz.

Aranza exhaló despacio y se estiró, como si el peso de la batalla recién librada no le afectara en lo más mínimo.

—Bueno, eso fue divertido.

Emilia, a su lado, la miraba con los ojos desorbitados, incapaz de compartir su entusiasmo.

—Mi lady… —su voz tembló—. Acaba de declararle la guerra a la nobleza de Mar de Fuego.

Aranza alzó una ceja, como si aquello fuera la mejor noticia del día.

—¡Sí! ¡Y voy ganando!

Emilia se llevó las manos a la cara con un quejido ahogado.

—Estamos condenadas…

Pero Aranza solo rió, ligera y desafiante, mientras se alejaba con paso firme.

Podían conspirar todo lo que quisieran.

Podían murmurar, planear y odiarla.

Pero una cosa era segura:

Nunca más iba a dejarse humillar.