a veces siento que mi desconocido existe y me está buscando.
siento que hay alguien que me conose mejor que yo misma
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Humillación
El Duque suspiró, su mirada se posó en mí por un instante, un gesto que intentaba transmitir calma, pero que yo sentía cargado de preocupación. La Emperatriz, con su porte imponente, esperaba una respuesta, una confirmación de que tomaría cartas en el asunto.
—Emperatriz —comenzó el Duque, su voz resonando con una autoridad que intentaba disimular su evidente incomodidad—. Comprendo su indignación. Yo estoy igual que usted, Sofía ha cruzado una línea, y no lo permitiremos. hablare severamente con ella
La Emperatriz lo miró fijamente, sin ceder un ápice.
—Hablar no es suficiente, Duque. Las acciones hablan más fuerte. Mi preocupación no es solo por [tu nombre], sino por la integridad de esta corte. Si este tipo de salvajismo queda impune, ¿qué mensaje enviamos?
El Emperador, que hasta entonces había permanecido en silencio, dio un paso al frente.
—Mi esposa tiene razón, mi estimado Duque. La educación de los jóvenes en nuestra corte es un reflejo de nuestros valores. No podemos permitir que la falta de disciplina de una señorita ponga en riesgo la seguridad y el bienestar de otros.
Yo, mientras tanto, me mantenía en silencio, observando la dinámica. A pesar de la rabia que sentía por lo sucedido, una parte de mí se sentía extrañamente protegida por esta defensa inesperada. La Emperatriz, a pesar de su molestia, se había preocupado genuinamente por mi bienestar.
El Duque asintió lentamente, su rostro ahora reflejaba la gravedad de la situación.
—Tendrá su castigo, Emperatriz. Y será ejemplar. Me aseguraré de que comprenda la magnitud de su error.
La Emperatriz, satisfecha con la promesa, dirigió una última mirada a mi rostro.
—Espero que así sea, Duque. Y espero que esto sirva de lección para todos.
Con un último gesto de aprobación hacia mí, la Emperatriz se dio la vuelta, seguida por el Emperador.
La Duquesa estaba fuera de sí. Quería que liberasen a su hija.
—¡Exijo que liberen a mi hija o sus cabezas serán las primeras que rodarán! —dijo, amenazante.
—Eso sí lo decido yo —replicó el Duque, interponiéndose entre ella y la puerta. Detrás de la espalda de la Duquesa, ella sintió un escalofrío que le heló la sangre.
—¡Esposo! ¡Estos salvajes encerraron a nuestra hija!
El Duque la miró, y en sus ojos no había rastro de piedad, solo una fría determinación.
—Sofía no es hija de sangre mía, Duquesa. Y tú lo sabes. Indira es quien lleva mi sangre, y su seguridad es mi prioridad. Sofía ha cometido un grave error, uno que debe ser castigado.
La Duquesa no podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Peligro? ¡Ella es la que está en peligro! ¡La están maltratando! ¡Seguro que indira le ha hecho algo!
Cristal, quien al escuchar el alboroto, se había acercado con cautela. Su expresión era de preocupación, y sus ojos se posaron en la Duquesa, y finalmente en el Duque.
El Duque se giró hacia Cristal, su mirada invitándola a entrar y a ser testigo de la escena.
—Cristal —dijo el Duque, su voz volviéndose más dura—, asegúrate de que la Duquesa no cause más alboroto. Y prepara una escolta. La Duquesa necesita un momento de reflexión, lejos de aquí.
La Duquesa jadeó, sus ojos fijos en el Duque con incredulidad.
—¿Me estás… me estás desterrando de mi propia casa?
—Te estoy dando el tiempo necesario para que recuperes la compostura, Duquesa. Y para que comprendas que la autoridad en esta casa la ejerzo yo, y que las decisiones se toman con cabeza fría, no con histeria.
La Duquesa se tambaleó, como si las palabras del Duque la hubieran golpeado físicamente. Cristal, con una expresión de pesar, se acercó a elle.
El Duque se marchó sin mirar atrás, dejando a la Duquesa sola, su figura tensa y desmoronada en medio del pasillo. El sonido de sus pasos resonó en el silencio que él había dejado, un eco de su autoridad implacable. La Duquesa, con la cara pálida y los ojos ardiendo de rabia, se quedó allí, sintiendo cómo la humillación se mezclaba con la impotencia.
—Esto no se quedará así —murmuró, su voz un susurro ronco que prometía venganza.
Se giró bruscamente, sus ojos buscando a Cristal, quien la observaba con una mezcla de compasión y cautela.
—Y tú —escupió la Duquesa, su mirada clavada en Cristal—, no creas que te has librado. El Duque puede tenerte bajo su protección ahora, pero yo recuerdo quién eres.
La Duquesa se enderezó, intentando recuperar la compostura a pesar del torbellino de emociones que la asolaba. Cada fibra de su ser vibraba con el deseo de desmantelar a todos los que se habían interpuesto en su camino.
—Mi hija será liberada —declaró, su voz recuperando algo de su antigua firmeza, aunque teñida de una amargura palpable—. Y tú, Cristal, y tu pequeña bastarda en mi vida… serán olvidadas. O peor.
Con un último gesto de desprecio, la Duquesa se dio la vuelta y se dirigió hacia las estancias privadas, dejando a Cristal sola con la ominosa amenaza flotando en el aire. La Duquesa no era una mujer que olvidara una afrenta.