Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Cuando Giulia Santarelli dice “vámonos”, uno no discute. Se pone de pie, recoge sus cosas—o en mi caso, la dignidad a medias—y la sigo como si fuera una sentencia divina. La policía abrió paso como si ella fuera la dueña del maldito lugar y en parte lo era.
No dijo una sola palabra en el camino a su camioneta. Solo supe que estaba cabreada porque no se quitó los lentes de sol ni cuando cayó la noche.
Subí al asiento de copiloto y apenas cerré la puerta, empezó la tormenta.
—¡¿Pero tú te volviste completamente estúpido o estás haciendo una tesis sobre cómo joderle la vida a tu familia en tiempo récord?! —me dijo con la elegancia de una soprano homicida.
—Sabes que no tuve nada que ver con esa mierda —murmuré, apoyando la cabeza contra el vidrio.
—¡Eso no es excusa para comportarte como un adolescente salido con tendencias psicopatas! ¡¿Burlarte del fiscal frente a media comisaría?! ¡¿Haciendo comentarios sobre su hija que parecen sacados de una porno barata?!
Me encogí de hombros.
—Estas siendo dramática, tía, y todo esto es una estupidez.
—¡No me hables de esa manera, Manuelle! —me espetó—. Soy tu tía abuela. Y por si lo olvidaste, fui yo la que salvó tu culo hoy. No esa lengua afilada que tienes ni tus “encantos”. Yo. Giulia. La misma que te defendió cuando te metiste en problemas por golpear a un profesor, cuando tenías dieciséis y la que siempre ha estado ahí para ti cuando metes las patas hasta el fondo.
La miré de reojo y no pude evitar reírme.
—Ya, ya… te estás ablandando. Cuando hablas de la vez de ese profesor idiota, es porque te estás poniendo nostálgica.
Ella suspiró, girando hacia los dormitorios de la residencia.
—Dale mis saludos a mi tía Sophie —dije, bajando la ventana.
—Ya hablé con ella —respondió sin perder el control del volante—. Está al borde de un infarto. Cree que saliste peor que Gael a tu edad y eso ya es mucho decir.
Estacionó frente a los dormitorios y me giré para bajar sin despedirme. Pero entonces soltó lo que realmente me preocupaba.
—Por cierto… Camila te está esperando arriba.
Me quedé quieto. La mano congelada en la manija.
—¿Qué?
Esto tiene que ser una puta broma.
—Sí. Dijo que quería verte. Que necesitaba hablar contigo urgente y por la cara que tenía, lo que te espera no es precisamente un abrazo —se quitó los lentes y me miró directo a los ojos—. Espero que no hayas hecho otra estupidez.
Me tragué el nudo que me subía por la garganta. El recuerdo de Camila —el tono de su voz, esa mirada de “te mato y después me maquillo”— me volvió como un golpe en el estómago.
—¿Me estás diciendo que sobreviví a la policía, al puño del fiscal, al interrogatorio federal… solo para enfrentarme ahora a Cam?
Giulia sonrió con crueldad.
—Así es, querido. La verdadera sentencia empieza ahora.
Bajé del auto con el corazón latiendo como si me fuera a explotar dentro del pecho. Si había algo peor que la justicia italiana, era una Camila enfadada y lo sabía muy bien. Porque cuando ella se ponía así… ni Dios intercedía.
Y sí… probablemente me lo merecía.
Apenas abrí la puerta del dormitorio, lo supe.
La energía en el aire. La luz tenue. El olor a ese perfume de camelia que ella siempre usaba y ese tono tan suave con el que empezaba todo… como si no fuera a acabar desatando un huracán.
—¿Estás bien, hijo? —dijo Camila, levantándose del sofá. Estaba con una chaqueta gris elegante y el pelo recogido, como si acabara de salir de una reunión, pero sus ojos… sus ojos eran puro susto.
Me congelé en la entrada.
—Sí… sí, estoy bien.
—¿Quién te golpeó? —se acercó y me tocó la mejilla justo donde todavía ardía el recuerdo del puño de Villanova—. ¿Eso fue en la comisaría? ¿Fueron los policías? ¿O…?
—No fue nada, Cam—dije bajito, como cuando uno intenta que no se rompa algo frágil—. Solo fue… un momento tenso. Ya pasó.
—¿Un momento tenso? ¡¿Tú crees que esto es un momento tenso, Manuelle?! —explotó de golpe, el acento colombiano saliéndole como metralla. Ya no era la Camila… la linda y cariñosa Camila, era la paisa furiosa. Esa que uno sabía que era mejor no contradecir.
—Ay, Cami, por favor… —dije con las manos arriba.
—¡NO ME DIGÁS CAMI COMO SI ESO TE FUERA A SALVAR, PELADO! ¡Tenés idea del susto que me hiciste pasar? ¡¿Tenés idea de la rabia que he sentido viendo cómo te sacaban esposado como si fueras un bandido?! ¡Y encima me entero por televisión, no por vos! ¿Qué te pasa por esa cabeza, ah? ¿Qué estás pensando?
—Camila, yo no…
—¡No, nada! ¡No me des excusas! —me señaló con el dedo como si estuviera marcando un objetivo en un mapa de guerra—. ¡¿Y qué carajos hacías desaparecido?! ¿En qué andabas metido, ah, Manuelle? Porque si me vas a salir con que estabas “pensando”, no te voy a creer nada. ¿Dónde estabas? ¿Dónde carajos te escondiste?
—Estaba en Toscana…
—¡Ah! ¡Perfecto! ¡En Toscana! ¡Porque claro, el lugar más estratégico para un tipo buscado por la fiscalía es en la finca Moretti! ¡Aplausos, campeón!
—No tenía a dónde ir —dije en voz baja, ya medio rendido. Tampoco podía decir que me iban a matar, si se entera de eso…Esta conversación se pondría peor.
—¡Pues me llamás! ¡Me mandás un mensaje! ¡Mandás un humo! ¡No te desaparecés como si fueras un delincuente!
Bajó la voz de golpe. Caminó unos pasos por la habitación. Se pasó una mano por la cara. Respiró hondo. Luego se volvió, esta vez con una mirada distinta. Más seria. Más aguda. Más… peligrosa.
—¿Qué ha estado haciendo Gael?
Me puse recto.
El corazón se me cayó a los pies y volvió a subir a velocidad absurda. Y como reflejo, mi mano fue directo a un mechón de pelo. Lo giré entre los dedos. Una, dos, tres vueltas.
Camila entrecerró los ojos y sonrió. Pero no una sonrisa feliz.
—Ah, no, papito. A mí no me vas a evadir —se cruzó de brazos—. Te agarraste el pelo. Eso significa que estás nervioso y si estás nervioso, es porque estás escondiendo algo. Así que habla. ¿Qué ha estado haciendo Gael?
—Camila… —murmuré—. No puedo…
—¿Qué. Ha estado. Haciendo. Gael?
Me mordí el labio. Seguía girando el mechón entre los dedos.
Ella se acercó más, como si pudiera arrancarme la verdad con los ojos.
—No quiero mentirte —dije al fin—. Pero tampoco puedo meterte en esto. Es más grande. Es más peligroso.
Ella no respondió de inmediato. Me sostuvo la mirada. Luego, en voz baja, dijo:
—Hijo… ya estamos metidos. Todos. Desde el primer día con esta familia. Así que decime la verdad, aunque duela. ¿Está en peligro?
No supe qué responder. Porque la respuesta era sí, había un lío del hijueputa.
—Ay no… —me dejé caer en la silla más cercana, con las manos levantadas como si detuviera una balacera invisible—. No me metan en sus problemas de pareja, por favor. Ya bastante tengo con que medio país piense que soy el nuevo terrotista universitario. Si de verdad querés saber qué pasa, preguntale a mi papá.
Camila frunció el ceño, pero no dijo nada de inmediato.
—En serio, Cami. No me metan en esto. No quiero saber si se están peleando, si no se hablan, si él se fue otra vez en modo fantasma. No soy el buzón emocional de nadie. Yo ya tengo suficientes cosas girando en la cabeza como para jugar al intermediario sentimental entre ustedes dos.
Ella me miraba. Ese tipo de mirada que podía desarmarte o reconstruirte dependiendo del día.
—Y no es que no quiera ayudarte, ¿sí? Pero… —bajé la mirada, exhalando como si soltara plomo de los pulmones—. No sé ni dónde está parado él ahora. Ni qué está haciendo y aunque lo supiera… no soy yo quien tiene que decírtelo.
Silencio.
El único sonido era el de la calefacción funcionando a medias y el leve clic que hacía el reloj de pared.
Pensé que vendría lo peor por haberle respondido así. Pero la verdad, enserio no quería meterme en esto. Que mi padre se las arregle con ella.
Camila se quedó quieta. Luego se sentó frente a mí. Me estudió un momento, como si intentara decidir si me sacudía o me abrazaba.
—Estás madurando, Manuelle. A la fuerza.
—No, si por mí fuera, me devuelvo a primaria encantado —respondí, medio riéndome.
Ella no rió. Solo suspiró.
—Y vos no sos el buzón emocional de nadie, está bien. Pero sos mi familia. Lo siento por atacarte así. Y Gael… —hizo una pausa—. Gael es muchas cosas, pero sobre todo es tu papá. Y algo me dice que lo que viene… nos va a tocar a todos. Nos guste o no.
Tragué saliva. Porque sí. En el fondo, lo sabía.
Y ya no había manera de salirse del fuego sin quemarse un poco.