Dios le ha encomendado una misión especial a Nikolas Claus, más conocido por todos como Santa Claus: formar una familia.
En otra parte del mundo, Aila, una arquitecta con un talento impresionante, siente que algo le falta en su vida. Durante años, se ha dedicado por completo a su trabajo.
Dos mundos completamente distintos están a punto de colisionar. La misión de Nikolas lo lleva a cruzarse con Aila.Para ambos, el camino no será fácil. Nikolas deberá aprender a conectarse con su lado más humano y a mostrar vulnerabilidad, mientras que Aila enfrentará sus propios miedos y encontrará en Nikolas una oportunidad para redescubrir la magia, no solo de la Navidad, sino de la vida misma.
Este encuentro entre la magia y la realidad promete transformar no solo sus vidas, sino también la esencia misma de lo que significa el amor y la familia.
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Parte 20
Aila
Había llegado frente a la casa de mis padres. Inspiré profundamente, intentando calmar los nervios que se arremolinaban en mi pecho.
Con un suspiro, extendí la mano para tocar el timbre. Al instante, escuché la voz de mi madre resonando desde adentro.
—¡Daniel, abre la puerta! ¡Es Aila, ya llegó!
El timbre de su voz me arrancó una sonrisa. Era inconfundible, llena de esa mezcla de autoridad y dulzura que siempre la había caracterizado. No fue Daniel quien abrió, sino mi padre. Sus ojos se iluminaron en cuanto me vio, y antes de que pudiera decir algo, me envolvió en un abrazo.
—Bienvenida, hija —dijo, su voz cálida y cargada de emoción.
Me quedé en sus brazos un momento, permitiéndome absorber ese instante. Mi padre siempre había tenido esa capacidad de hacerme sentir como si todo estuviera bien, como si, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado, siempre tendría un lugar aquí.
Cuando entré, la casa estaba llena de vida. Mi hermana menor, Emma, estaba en la sala, sosteniendo a Mark, mientras intentaba que comiera un poco de puré. Andrew, estaba sentado en el suelo junto al árbol de Navidad, jugando con unas figuras del pesebre. Su esposo, Daniel, los observaba con una sonrisa paciente desde el sillón.
—¡Aila! —gritó Emma al verme, con Mark en brazos, y corrió a abrazarme mientras sujetaba al pequeño con cuidado.
—¡Estás aquí! —dijo entre risas, sus ojos brillando de alegría.
—Por fin, ¿no? —respondí, intentando bromear, aunque el nudo en mi garganta amenazaba con traicionarme. Sentía que habían pasado años desde que vine, pero era menos, mucho menos.
Mark, al verme, extendió sus bracitos en el aire, balbuceando algo incomprensible. Su carita redonda y sus ojos brillantes me arrancaron una sonrisa.
—Hola, pequeñito —le dije, tomándolo en mis brazos. Mark me miró con curiosidad, como si intentara recordar quién era yo, pero pronto apoyó su cabeza en mi hombro, haciéndome sentir un calor indescriptible en el pecho.
Andrew, por su parte, alzó la vista desde el suelo y me sonrió tímidamente, mostrando su pequeño pesebre improvisado.
—¿Es lindo, tía? —preguntó, señalando una figura del Niño Jesús colocada torpemente en la cuna.
—Es precioso, Andrew. Has hecho un gran trabajo.
El aroma a natilla y buñuelos recién hechos llenaba el aire, y la calidez de la casa se sentía como un refugio. Mi madre, siempre tan diligente, estaba colocando los últimos detalles en la mesa del comedor.
—Aila, cariño, ven a probar esto —dijo mi madre, ofreciéndome un buñuelo caliente.
Tomé el buñuelo y le di un mordisco. Era perfecto, como siempre.
—Está delicioso, mamá —dije, y pude ver cómo su rostro se iluminaba de orgullo.
La conversación fluía entre risas y recuerdos. Hablamos de todo: del trabajo, de los niños, de las historias del pasado. Poco a poco, noté cómo las miradas de mi familia se volvían más cálidas, más profundas. Algo dentro de ellos parecía despertar, como si estuvieran recordando quién era yo en verdad.
Cuando el reloj marcó las siete de la noche, la puerta se abrió de repente, y una ráfaga de aire frío recorrió la sala. Todos voltearon hacia la entrada, y allí estaba Nikolas. Su figura imponente se recortaba contra la noche, pero sus ojos brillaban con una calidez inconfundible.
La reacción fue inmediata. Mis padres, Emma, Daniel, incluso los niños, se quedaron paralizados. La atmósfera cambió, como si algo antiguo y poderoso hubiera entrado junto con él.
—¿Nikolas? —susurró mi madre, llevándose una mano al pecho.
Mi padre dio un paso adelante, mirando a Nikolas con una mezcla de asombro y reverencia.
—¿Es realmente él? —murmuró Emma, aferrándose al brazo de Daniel.
Nikolas avanzó con calma, su sonrisa tranquila, pero cargada de una autoridad que era imposible ignorar.
—Buenas noches —saludó Nikolas, inclinando ligeramente la cabeza hacia mis padres, su voz tan profunda y serena que llenó la habitación como un eco cálido. Sus palabras, simples y medidas, parecían contener un significado mayor, algo que solo él comprendía—. No quería interrumpir, pero me pareció el momento adecuado para venir.
Mi corazón latió más rápido al verlo. Sus ojos, que siempre parecían mirar más allá de lo visible, se fijaron en mí, y de inmediato sentí que todo el caos dentro de mí se calmaba. Me acerqué a él sin vacilar, ignorando las miradas llenas de preguntas de mi familia.
Lo abracé y le di un beso suave, casi como un secreto compartido entre los dos.
—Te estaba esperando —le dije en voz baja.
Nikolas me miró con esa intensidad que parecía envolverme por completo, su amor tan claro en su mirada que por un momento olvidé que estábamos rodeados de personas. Su sonrisa era discreta, pero suficiente para que supiera que él sentía lo mismo. Había sido solo un día sin vernos, pero con él, un día podía sentirse como una eternidad.
Fue entonces cuando lo sentí: la magia. No cualquier magia, sino esa fuerza que hacía que lo imposible pareciera inevitable. Era como si una cortina invisible hubiera caído de golpe, revelando lo que siempre había estado allí. Las expresiones de mi familia cambiaron de forma gradual, primero confusión, luego sorpresa, y finalmente... entendimiento.
De repente, todos recordaban. Recordaban que yo me había ido al Polo Norte, que había elegido un destino que nadie más se habría atrevido a imaginar. Recordaban que Nikolas no era cualquier hombre; él era Santa Claus. Mi hermana Emma, con los ojos tan abiertos como platos, me miraba con incredulidad y una chispa de emoción, como si acabara de descubrir el mejor secreto del mundo.
—¿Entonces te vas a casar? —preguntó mi madre, rompiendo el silencio. Su voz era cautelosa, pero no podía ocultar el temblor que delataba lo que sentía. Tenía en sus manos una tarjeta de invitación dorada, y sus ojos iban y venían entre ella y yo.
—Sí —respondí, intentando sonar más segura de lo que realmente estaba—. El 24 habrá una cena con todos. Cuando lleguen las 12 en punto... Dios bajará para casarnos.
Las palabras salieron con naturalidad, pero el impacto fue evidente. Mi madre se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la tarjeta, y noté cómo sus manos temblaban ligeramente.
—Ahí estaremos, no te preocupes —dijo mi padre con una cálida sonrisa que me envolvió como un abrazo invisible. Sus ojos brillaban con un orgullo silencioso, y en ese momento supe que nunca me abandonaría. Esa era su esencia: ser mi refugio, sin importar cuán extraño o extraordinario fuera mi camino.
—¡También con nosotros! —exclamó Emma. Ella y Daniel me miraban con una alegría que me conmovió profundamente. Incluso Andrew, con su entusiasmo infantil, y el pequeño Mark, balbuceando algo ininteligible, parecían compartir la emoción que llenaba el aire.
Pero había una ausencia notable.
—Mamá, ¿tú también? —pregunté, sintiendo cómo la incertidumbre empezaba a asentarse en mi pecho. Ella había permanecido en silencio todo este tiempo, y eso me inquietaba más de lo que quería admitir.
—Yo... no sé —respondió finalmente, con un tono que mezclaba duda y algo que no podía identificar. Mi padre la miró, su expresión seria, como si su silencio fuera una afrenta que él no estaba dispuesto a aceptar.
—No le hagas caso a su mamá —intervino, con la misma firmeza que siempre usaba cuando quería dejar clara su posición—. Claro que estaremos.
—No deberías decirme qué hacer —respondió mi madre, su tono afilado.
Cerré los ojos, intentando calmarme. Este no era el momento para conflictos.
—¿Por qué no quieres ir? —pregunté, esforzándome por mantener mi voz firme pero tranquila—. Fuiste al de Emma.
—Es diferente —respondió ella, sus ojos finalmente encontrándose con los míos. Había algo extraño en su mirada, algo que dolía más de lo que esperaba—. Ella no se relacionó con Santa Claus ni con nada referente a Dios.
Nikolas, que hasta ahora había permanecido tranquilo, la miró con una expresión que me era familiar. Era como si toda la calidez que mostraba conmigo se apagara en presencia de los demás. Había algo distante y frío en él, una parte de su ser que me preguntaba si también llevaba consigo al Polo Norte, donde el peso de su rol lo transformaba en alguien más.
—¿Entonces no irás solo por eso? —pregunté, sintiendo cómo el miedo se deslizaba en mi voz. Necesitaba saberlo, aunque la respuesta pudiera dolerme más de lo que quería admitir.