Alice Crawford, una exitosa pero ciega CEO de Crawford Holdings Tecnológico en Nueva York, enfrenta desafíos diarios no solo en el competitivo mundo empresarial sino también en su vida personal debido a su discapacidad. Después de sobrevivir a un intento de secuestro, decide contratar a Aristóteles, el hombre que la salvó, como su guardaespaldas personal.
Aristóteles Dimitrakos, un ex militar griego, busca un trabajo estable y bien remunerado para cubrir las necesidades médicas de su hija enferma. Aunque inicialmente reacio a volver a un entorno potencialmente peligroso, la oferta de Alice es demasiado buena para rechazarla.
Mientras trabajan juntos, la tensión y la cercanía diaria encienden una chispa entre ellos, llevando a un romance complicado por sus mundos muy diferentes y los peligros que aún acechan a Alice.
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Capítulo 21 Revelaciones
Alice llegó a su departamento en silencio, aún sintiendo el eco de la tensión que había quedado en su cuerpo tras el ataque y la intervención de Aristoteles. Cerró la puerta detrás de ella y, sin pensarlo dos veces, caminó directamente hacia el minibar. Sus manos se movieron con precisión, casi mecánicamente, mientras buscaba una botella de whisky, necesitaba algo que le ayudara a calmarse, a procesar las emociones encontradas y el repentino arrebato de cercanía que había compartido con Aristoteles.
Mientras vertía el whisky en un vaso, escuchó una voz detrás de ella.
—Hola, amor.
Alice giró lentamente y se encontró con Jonathan, quien se acercó y la envolvió en un abrazo firme y posesivo. Ella permaneció rígida por un momento antes de devolverle el saludo.
—Hola, Jonathan.
Él la apretó un poco más, como si quisiera reafirmar su presencia, pero Alice suavemente se soltó y llevó el vaso a sus labios, dando un trago profundo. El whisky bajó por su garganta, cálido y reconfortante, aunque su mente no dejaba de repasar los eventos recientes.
—Ya hablé con Hartford —dijo Jonathan, con tono serio, observándola con una mezcla de preocupación y decisión—. A partir de ahora, tendrás cuatro guardias, y ya no solo a ese tipo.
Alice tomó otro sorbo, dejando que el whisky la llenara de una calma momentánea. Su expresión era firme, decidida.
—Ese “tipo”, como tú dices, ya me ha salvado la vida dos veces —replicó ella, con un tono que mostraba su determinación.
Jonathan dejó escapar un suspiro exasperado y se pasó una mano por el cabello, tratando de mantener la compostura.
—Y se lo agradezco, Alice, de verdad —respondió él, su tono moderado aunque la tensión era palpable—. Pero esta última vez… casi te llevan.
Alice bajó la mirada al vaso en su mano, sintiendo el peso de sus palabras, pero también la necesidad de defender su decisión. Terminó el whisky de un solo trago, sintiendo el ardor que quedaba en su garganta, y luego volvió a tomar la botella para servirse otro vaso. Su mano tembló apenas un segundo mientras llenaba el vaso, pero su expresión no mostraba duda alguna.
—Di lo que quieras, Jonathan. No voy a dejar a Aristoteles Dimitrakos —afirmó, llevándose el vaso a los labios y dando un trago, dejando claro que aquella decisión no estaba en discusión.
Jonathan apretó los labios, conteniendo una respuesta. Estaba claro que no estaba satisfecho, pero algo en la determinación de Alice le hizo comprender que insistir en el tema sería inútil. Con un suspiro resignado, se apartó, llevándose las manos a los bolsillos mientras ella se mantenía firme, su postura inquebrantable. Ambos sabían que Alice no iba a ceder en ese punto; Aristoteles se había convertido en alguien en quien ella confiaba profundamente, y no permitiría que nadie cuestionara esa elección.
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Mientras tanto, en otro rincón de la ciudad, Aristoteles se encontraba en su propio departamento. La tensión aún se reflejaba en sus gestos, en la rigidez de sus hombros, mientras intentaba relajarse después de lo ocurrido. La cercanía con Alice, el peligro inminente, y el beso que habían compartido seguían rondando su mente, haciéndolo cuestionarse el rumbo de sus emociones.
Elara, su hija, apareció en la sala y se acercó a él con pasos cautelosos, sosteniendo una taza de té caliente entre sus manos. Al llegar junto a su padre, le tendió la taza con una expresión de preocupación y compasión.
—Debió de ser horrible, papá —dijo Elara en voz baja, sus ojos reflejando la inquietud y el afecto que sentía por él.
Aristoteles tomó la taza y le dio un sorbo, dejando que el calor lo reconfortara por un instante. Su mirada era sombría, y tras un momento, suspiró profundamente.
—No tienes ni idea, cariño —respondió, con un tono suave pero cargado de la intensidad de lo que había vivido esa noche—. Fue… complicado.
Elara, observando la tensión en el rostro de su padre, se sentó a su lado en el sofá y apoyó una mano sobre su brazo en un gesto de apoyo.
—Lo siento, papá. Si no hubiéramos ido al hospital por mi culpa… esto nunca habría pasado.
Aristoteles dejó la taza en la mesa y tomó la mano de su hija, dándole un apretón firme y reconfortante. La miró a los ojos, queriendo disipar cualquier sentimiento de culpa que pudiera tener.
—No, Elara. Eso hubiera pasado en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento —dijo él, con un tono sereno pero firme—. No tienes nada de qué disculparte. Además, lo único que debes hacer ahora es concentrarte en recuperarte y ser la mejor. Eso es lo que importa.
Elara lo miró, asintiendo lentamente mientras absorbía sus palabras. La admiración en su rostro era evidente; sabía cuánto significaba para él su bienestar, y sentía una profunda gratitud por el apoyo incondicional que siempre le ofrecía.
Aristoteles se inclinó un poco hacia ella y sonrió.
—Podemos demostrarle a la señora Crawford que lo que ha hecho por nosotros no ha sido en vano —continuó él, su voz suave pero cargada de determinación—. Esa mujer ha arriesgado mucho por nosotros, y eso merece nuestra lealtad y nuestro esfuerzo.
Elara asintió de nuevo, sus ojos brillando con una nueva resolución. Sabía que Aristoteles estaba en deuda con Alice de una forma que iba más allá de un simple acuerdo profesional, y comprendía el respeto profundo que su padre sentía por ella.
Se quedaron en silencio un momento, cada uno sumido en sus pensamientos. El recuerdo de lo ocurrido, el peligro que habían enfrentado, y la atracción innegable que Aristoteles sentía por Alice seguían presentes en su mente. Sabía que estaba en una situación compleja, atrapado entre su deber profesional y la creciente conexión emocional que sentía hacia ella. La tensión entre ambos había alcanzado un punto en el que las emociones ya no podían ser ignoradas, y Aristoteles se daba cuenta de que, pese a las circunstancias, su atracción por Alice era más fuerte de lo que había querido admitir.
Finalmente, Elara rompió el silencio, observando la expresión pensativa de su padre.
—¿Estás bien, papá? —preguntó, con un tono suave pero atento.
Aristoteles sonrió, tratando de tranquilizarla, aunque en el fondo sabía que sus pensamientos seguían girando en torno a Alice.
—Sí, Elara. Estoy bien —respondió, y le dio un suave apretón en el hombro, en un gesto de cariño—. Solo… necesito un poco de tiempo para procesar todo.
Elara asintió, comprendiendo que su padre estaba pasando por un momento difícil, y decidió no presionarlo más. Le sonrió y le dio un beso en la mejilla antes de retirarse a su habitación, dejándolo solo con sus pensamientos.
Mientras Aristoteles se quedaba en la sala, recostado en el sofá, sus pensamientos volvieron inevitablemente a Alice. Recordaba cada detalle del momento que habían compartido: el calor de sus manos, el sabor de sus labios, la intensidad de su beso, y la manera en que sus cuerpos parecían encajar a la perfección. Era como si en aquel instante, todas las barreras que habían mantenido durante tanto tiempo se hubieran derrumbado, permitiéndoles conectar de una forma visceral y poderosa.
Sus manos aún podían recordar la suavidad de su espalda, la firmeza de sus hombros, y la forma en que ella había respondido a su cercanía. Cada detalle de aquella noche estaba grabado en su memoria, y sabía que no sería fácil dejar atrás esa conexión. Aunque tratara de concentrarse en su deber y en su rol como su protector, la realidad era que su vínculo con Alice había crecido hasta un punto donde ya no podía ignorarlo.
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Mientras tanto, en su departamento, Alice continuaba reflexionando, dándose cuenta de que Aristoteles se había convertido en algo más que un guardaespaldas para ella. Era alguien en quien confiaba plenamente, un hombre que la hacía sentir segura y, al mismo tiempo, vulnerable de una manera que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Sabía que Jonathan no entendía esa conexión, y probablemente nunca lo haría, pero para Alice, Aristoteles era alguien que había demostrado su lealtad y compromiso de una forma que trascendía su trabajo.
Ella se llevó el vaso a los labios una vez más, tomando otro sorbo y sintiendo el calor del whisky extendiéndose por su pecho. Sus pensamientos estaban en Aristoteles, en la manera en que él siempre estaba dispuesto a arriesgarse por ella sin dudarlo, y en la intensidad de sus sentimientos, que se hacía cada vez más evidente. Sabía que su atracción por él era real, algo que no podría seguir ignorando por mucho más tiempo.