Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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capítulo 3
Un torbellino de emociones, desde el alivio hasta el pánico, se adueñó de la iglesia como una marejada invisible. Los terratenientes, liberados del filo inmediato de la amenaza, se desplomaron en sus asientos. El sudor frío se mezclaba con el polvo de sus ropas mientras exhalaban suspiros entrecortados. Algunos murmuraban oraciones con la voz rota; otros, en silencio, dejaban que las lágrimas corrieran libres.
—Estamos a salvo… por ahora —murmuró el sacerdote, con la voz aún temblorosa.
—Hay que tranquilizar al pueblo. No podemos contarles la verdad —dijo uno de los terratenientes, su rostro tan pálido como la cera que ardía sobre el altar.
El señor Silvermit, con las manos temblorosas cubriéndose el rostro, gimió:
—Qué mal tan grande hemos desatado… debemos evitarlo.
—No hay razón para inquietarse todavía —intervino el sacerdote, su tono adoptando un matiz sombrío, casi satisfecho—. Ese templo está protegido por criaturas que ni el acero ni el fuego pueden domar. Perdimos a demasiados hombres solo para llevar a la joven hasta allí. Y eso sin contar con los magos blancos… el Supremo… y los propios dioses.
Se detuvo un instante; en sus labios se dibujó una sonrisa mínima, apenas un corte de sombra.
—Si ellos no logran vencerlo… ella lo hará, cuando su maldición caiga sobre él.
Bajo el cielo turbio del exterior, los caballeros negros se reagruparon. Sus armaduras, negras como el carbón de un incendio antiguo, devolvían reflejos fríos en el pálido atardecer. El aire estaba cargado de electricidad y resentimiento.
—¿Qué demonios, Riven? —soltó un caballero de cabello castaño, con incredulidad marcada en cada palabra—. ¿Otra mujer? ¿En serio? ¿Y cómo nos beneficia eso?
Andrey, el rubio de sonrisa maliciosa, rió mientras le daba un codazo a su líder.
—Tranquilo, grandullón… hasta el jefe necesita distraerse un poco.
—¡Al infierno con eso! —gruñó otro, con una cicatriz atravesándole el rostro—. Ya sabes lo que pasó las últimas veces. Si quieres divertirte, hay miles de mujeres en estos territorios. Pero… ¿entregar el control de una ciudad entera por alguien que ni siquiera está aquí?
Riven montaba su caballo, escuchando sin apartar la vista del horizonte. No pensaba en matrimonio; pensaba en lo que los dioses ya le habían arrebatado. Hacer el bien nunca le había devuelto nada. La venganza… esa sí sabía a gloria.
Se giró, y sus ojos —dos brasas oscuras encendidas por una chispa peligrosa— capturaron a sus hombres.
—Por lo que escuché, no es cualquier mujer. Es una sagrada.
Andrey soltó una carcajada y aplaudió con un entusiasmo burlón.
—¡Ese es mi líder! No solo humillará a los dioses… también les robará a una de sus esposas.
Riven, firme sobre la silla de montar, pronunció su promesa:
—Los recompensaré. Iremos al templo… y luego volveremos a casa.
La palabra “casa” recorrió las filas como un estallido de calor en pleno invierno. Después de años de guerras y caminos teñidos de sangre, esa simple palabra encendió algo que ninguno se atrevía a admitir: nostalgia. Con la promesa de un regreso, la tensión se disipó y fue reemplazada por una determinación casi febril.
Se pusieron en marcha. El estruendo de los cascos sobre la piedra resonaba como un tambor de guerra que se alejaba hacia lo desconocido. La gente del pueblo, oculta tras puertas y postigos, se asomó con ojos aterrados para ver cómo las sombras montadas se disolvían en la distancia.
Dos días después, la comitiva alcanzó los límites de Valtoria. Ante ellos se alzaba un bosque oscuro que se extendía desde las montañas hasta besar el mar. Era un laberinto de sombras y murmullos, habitado por monstruos que no dejaban sobrevivientes. El viento helado cortaba la piel, silbando entre ramas retorcidas, y el aire estaba impregnado de humedad y un peligro invisible.
Riven detuvo a su corcel. Su capa, negra como la medianoche, se agitó con un golpe de viento.
—¿Están listos? —preguntó.
—Siempre, mi capitán —respondieron al unísono, sonriendo como niños ante un juego sangriento. Para ellos, la guerra no era un deber: era un festín.