Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 19
Martín se quedó en silencio unos segundos, pensativo, hasta que levantó la mirada con decisión.
—Entonces dile la verdad. Dile que Valeria es mi amiga… y mi vecina. Ya me da igual que sepa dónde vivo. Antes escapaba porque no tenía con qué demostrarle que, lejos de él, podía salir adelante. Pero ahora… —sonrió con orgullo— tengo mi restaurante, y si todo sigue así, muy pronto abriré una nueva sucursal.
Renata lo miró con seriedad, sin compartir su entusiasmo.
—Mira, Martín, a mí me da igual lo que hagas con tu vida y el tipo de relación que llevas con tu padre. —su voz se volvió más dura—. Lo que no voy a hacer es entregarle a tu padre toda la información sobre la vida de mi amiga.
Martín frunció el ceño.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que dudo mucho que estés lejos de tu padre solo porque es autoritario contigo. —Renata se cruzó de brazos—. Entiendo si no quieres decirme la verdad, pero Valeria ya tuvo suficiente con el imbécil de Elías. No voy a dejar que ahora tu padre la hostigue por tu culpa.
Martín apretó la mandíbula, conteniendo la respuesta.
Renata dio un paso hacia él, firme.
—Y te lo digo porque conozco a tu padre. Sé hasta dónde puede llegar. Así que será mejor que vengas conmigo a su oficina y hables con él directamente.
Martín abrió los ojos, sorprendido.
—¿Qué? ¿Quieres que me entregue?
—No lo llames entregarte —replicó Renata, con voz fría—. Llámalo enfrentar tu verdad antes de que él venga por ti… y arrastre a Valeria en el proceso.
Martín negó con la cabeza, nervioso.
—Pídeme lo que quieras, Renata, pero yo no quiero ver a tu jefe. Si quieres… lo llamo, hablo con él por teléfono, lo que sea, pero no frente a frente.
Renata lo miró con dureza.
—Martín, no pongas resistencia. Te voy a llevar a las buenas o por las malas. Será mejor que vayas con tus propios pies.
La expresión de ella no dejaba dudas. Martín entendió que no estaba bromeando.
—Está bien… —cedió al fin, suspirando con resignación—. Iré. Le explicaré las cosas, pero prométeme algo: tú te encargas de que no me retenga con sus hombres ahí.
Renata arqueó una ceja.
—¿Tanto miedo le tienes a los hombres de tu padre? Por ahí escuché que el hijo del coronel tiene grandes habilidades, que, si te lo propusieras, serías el sucesor natural de él.
Martín soltó una risa amarga.
—¿Sucesor yo? Ellos están en forma, entrenados para obedecer y pelear. Yo ya no. Antes entrenaba, sí, pero ahora… como mucho voy al gimnasio, y de vez en cuando salgo a correr con Valeria. Y regreso jadeando como un perro con asma.
Renata lo observó, sin perder la firmeza.
—Entonces no te preocupes. Yo me encargaré de que salgas vivo de la oficina de tu padre.
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Ya en la oficina de su padre, Martín caminó por aquel pasillo que conocía de memoria, aunque hacía años que no lo recorría. El olor a café recién hecho y el eco de las botas militares contra el piso le trajeron recuerdos de su adolescencia, cuando pasaba por ahí para ver a su padre. Renata lo seguía en silencio, con la vista fija al frente, consciente de que ese encuentro podía desatar un choque fuerte.
La puerta de madera con el letrero “Alejandro Herrera – Dirección General” estaba al final del pasillo. Frente a ella, dos hombres uniformados se cuadraron al verlo. Ambos sabían quién era, aunque se hicieron los desentendidos. Martín los reconoció también, eran viejos hombres de confianza de su padre.
Ester, la secretaria, lo alcanzó apresurada con una sonrisa amable pero nerviosa:
—Joven Martín, espere… su padre está en una reunión delicada, quizás debería… —
Martín giró sobre sus pasos y la miró con esa mezcla de ternura y dureza que siempre tenía con ella.
—Ester, si no entro ahora no voy a entrar nunca. Tú sabes que yo no vine a buscarlo para saludarlo ni para escuchar lo de siempre. Vine porque me cansé.
La mujer suspiró, bajando la voz.
—Él lo quiere proteger, aunque no lo parezca. Nunca dejó de hacerlo. Pero usted… usted carga un rencor muy grande.
Martín no respondió. Empujó la puerta sin esperar permiso.
Dentro, Alejandro Herrera estaba de pie frente a un enorme mapa en la pared, marcando rutas con un puntero láser. Tres hombres de uniforme lo rodeaban, tomando notas. La presencia de Martín cortó el aire como un trueno.
—Tú… —dijo el coronel, bajando el puntero lentamente—. Sabía que tarde o temprano aparecerías.
Martín lo miró fijamente, con la mandíbula apretada.
—No vine porque me necesitabas, vine porque te metiste otra vez en mi vida. Y eso se acabó, coronel.
El silencio se hizo espeso. Los hombres de confianza del coronel se miraron entre sí, incómodos. Renata permanecía junto a la puerta, observando todo con atención.
Renata dio un paso al frente con firmeza, aunque por dentro la inquietud la consumía.
—coronel Herrera, este es su hijo —dijo con respeto—. Vengo a hablarle sobre el informe de la chica a quien mandó investigar.
El coronel se giró lentamente hacia ella, dejando el puntero sobre el escritorio. Su mirada se volvió fría.
—Olvidé decir que mi hijo no debía enterarse de ese asunto —respondió con un tono seco, casi cortante.
Renata tragó saliva, pero no se dejó intimidar.
—Lo que pasa, señor —insistió— es que la chica a quien usted pidió buscar… se trata de mi amiga.
Martín, que hasta ese momento había permanecido en silencio, dio un paso hacia adelante y levantó la mano como pidiendo calma.
—Renata, déjame solo con el coronel.
—Pero, Martín… —intentó protestar ella, temiendo que la conversación escalara.
—Por favor —la interrumpió él con un tono más suave, aunque firme—. Déjame solo. Y no te preocupes por tu amiga, no dejaré que el coronel se entrometa en su vida.
Renata se quedó inmóvil por un instante, atrapada entre la lealtad a su amiga y la confianza que había depositado en Martín. Finalmente, asintió con la cabeza y salió de la oficina. Antes de cerrar la puerta, giró la vista hacia ellos una última vez.
Lo que no podía entender era por qué Martín en ningún momento lo llamaba papá o padre. Siempre “el coronel”, como si entre ellos hubiera una frontera invisible que no podía cruzarse.
El silencio se adueñó de la oficina. Padre e hijo frente a frente, solos, sin testigos ni excusas.
Alejandro cruzó los brazos detrás de la espalda, adoptando la misma postura marcial de siempre.
—Así que ahora también te metes en los asuntos de tus amigos… —murmuró, casi con sarcasmo—. Dime, Martín, ¿desde cuándo tienes el valor de desafiarme aquí, en mi propia oficina?
Martín sonrió de lado, con un gesto de desafío.
—Desde que entendí que ya no soy un muchacho asustado. Y hoy voy a dejar algo claro: esa chica, la amiga de Renata, no es tu enemiga ni un expediente más en tus archivos.
Te dejaré bien claro, ella es mi amiga también no voy a permitir que te entrometas en su vida, para resumir tu investigación Asia ella, está estudiando medicina y en proceso de divorcio si te preocupa que me enamore de ella, no va a pasa, ella es solo una buena amiga, así que aléjate de ella coronel.
Alejandro lo miró fijo, con la mandíbula apretada.
—Lo que no entiendo, Martín… es tu negativa en decirme padre. Todo el tiempo me dices coronel, como si yo fuera un extraño para ti.
Martín soltó una risa seca, cargada de ironía y dolor.
—¿Todavía tienes el descaro de preguntar? ¿Acaso ya se te olvidó que nunca llegaste a salvar a mi madre cuando más lo necesitaba? Por tu culpa la perdí… y también a mi hermana.
El coronel dio un paso hacia él, pero Martín lo detuvo con la mirada, como si aquellas palabras fueran un muro imposible de atravesar.
—Yo era apenas un niño —continuó Martín con la voz quebrada, aunque llena de rabia—. No podía cuidar de ellas solo. Te llamé mil veces… ¡Mil veces! Y tú lo único que me dijiste fue que tenías problemas en tu maldito trabajo, que me las arreglara como pudiera.
El silencio de Alejandro pesaba como plomo, pero Martín no se detuvo.
—Desde ese día dejaste de ser mi padre. Elegiste ser un coronel. ¿Y qué conseguiste ese maldito día? Llegar a donde siempre soñaste, ganarte estrellas en el uniforme… pero perdiste a tu familia.
Las manos de Alejandro temblaron apenas, aunque trató de ocultarlo entrelazándolas detrás de la espalda. Sus ojos se nublaron por un instante, como si el pasado se le viniera encima con todo su peso.
—No sabes lo que hablas, Martín —murmuró con voz grave, casi apagada—. Si hice lo que hice fue porque no tenía otra opción.
Martín golpeó el escritorio con el puño, haciéndolo vibrar.
—¡Siempre tienes excusas! ¡Siempre tenías “una misión” más importante! Pero dime, ¿qué misión era más importante que tu esposa muriéndose y tu hijo implorándote ayuda?
Alejandro cerró los ojos, tragando la culpa como un veneno.
—Tú no conoces toda la verdad —dijo finalmente, abriendo los ojos con una determinación sombría—. Esa noche… yo estaba enfrentando algo mucho más grande que cualquiera de nosotros.
Martín lo miró, incrédulo.
—¿Más grande que tu familia? No existe tal cosa.
El coronel sostuvo la mirada de su hijo, y por primera vez dejó entrever un secreto.
—Si te lo digo, puede que odies aún más al hombre que ves frente a ti… pero también entenderás por qué no pude estar allí.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo