Soy Salma Hassan, una sayyida (Dama) que vive en sarabia saudita. Mi vida está marcada por las expectativas. Las tradiciones de mi familia y su cultura. Soy obligada a casarme con un hombre veinte años mayor que yo.
No tuve elección, pero elegí no ser suya.
Dejando a mi único amor ilícito por qué según mi familia el no tiene nada que ofrecerme ni siquiera un buen apellido.
Mi vida está trasada a mí matrimonio no deseado. Contra mi amor exiliado.
Años después, el destino y Ala, vuelve a juntarnos. Obligándonos a pasar miles de pruebas para mostrarnos que no podemos estar juntos...
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Las guardé
El camino hacia la casa de mis padres se sintió inusualmente largo. Cada árbol, cada calle familiar, parecía cargar con el peso de los secretos que estaba a punto de desenterrar.
Respiré hondo antes de tocar el timbre. La puerta se abrió y allí estaba Seinet, su rostro igual al mío, siempre me robaba una sonrisa.
—¡Salma! ¡Qué sorpresa verte!— exclamó, abrazándome con fuerza.
Su abrazo era un bálsamo en medio de mi tormenta.
—Hola, Seinet— respondí, intentando sonar lo más normal posible. —Estaba por aquí y quise pasar a saludar. ¿Está papá?—
—Sí, está en su estudio, como siempre— dijo ella, invitándome a pasar. —Ven, vamos a la sala. ¿Quieres un té, algo de beber?—
Nos sentamos en los cómodos sofás, y durante un rato, la conversación fluyó con la ligereza de siempre. Hablamos de su trabajo, de Senre de los pequeños chismes familiares. Pero debajo de esa superficie de normalidad, mi mente trabajaba febrilmente, buscando el momento, la forma de introducir el tema que me quemaba en el alma.
Finalmente, tomé un sorbo de mi té y dejé la taza en la mesa.
—Necesito hablar contigo Seinet, de algo importante. Algo que me ha estado carcomiendo—
Ella me miró, sus ojos grandes y expresivos, reflejaron una preocupación creciente.
—Dime, Salma. Sabes que puedes contarme lo que sea—
—Es sobre Emir— solté, sin rodeos. La mención de su nombre hizo que su expresión cambiara, un matiz de nerviosismo apareció en su rostro. —Lo vi hoy. Y me dijo algo que... que lo cambió todo. Dijo que me escribió. Que nunca dejó de escribirme—
Seinet apartó la mirada, sus manos juguetearon con el borde de su falda. Un silencio incómodo se instaló entre nosotras.
—Salma, yo...—
—Seinet, por favor— la interrumpí, con mi voz cargada de súplica. —Necesito saber. ¿Tú sabes algo? ¿Viste algo? ¿Alguna vez... alguna vez viste cartas de Emir que no me llegaron?—
Ella suspiró, fue un suspiro profundo y tembloroso.
—Salma, es complicado—
—Sé que es complicado— insistí, acercándome a ella. —Pero necesito la verdad, Seinet. Por favor. Mi vida entera podría haber sido diferente. Necesito saber si nuestro padre... si él tuvo algo que ver—
Seinet me miró directamente, y en sus ojos vi una mezcla de vergüenza, dolor y una profunda lealtad.
—Sí, Salma— dijo finalmente. —Sí, fue papá—
Mi aliento se detuvo en mi garganta. La confirmación, por esperada que fuera, me golpeó con una fuerza abrumadora. Las piezas encajaron con una claridad brutal.
—Él... él las interceptaba— continuó. —Las encontraba en el correo, o a veces, las sacaba de tu buzón antes de que tú las vieras. Las leía... y luego las rompía. Y las tiraba a la basura—
Una ola de náuseas me invadió.
Mi propio padre.
—Pero yo... yo no podía soportarlo— dijo Seinet, levantándose. —Cada vez que lo hacía, yo... yo las buscaba en la basura. Las pegaba. Y las guardaba—
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¿Las guardaste?...—
—Sí— asintió, con una determinación que nunca le había visto. —Sabía que este día llegaría, Salma. Sabía que algún día vendrías a preguntar, o que la verdad saldría a la luz. Y quería tenerlas. Por si acaso—
Seinet me tomó de la mano y me guio escaleras arriba, hacia su habitación. El cuarto de una niña que había crecido, pero que aún conservaba la esencia de la lealtad incondicional. Abrió su armario y, de un rincón oculto, sacó una pequeña caja de madera. Estaba cubierta de una fina capa de polvo, testimonio del tiempo transcurrido, y del secreto guardado.
Con manos temblorosas, abrió la caja. Dentro, cuidadosamente dobladas y, en algunos casos, meticulosamente pegadas con cinta adhesiva, estaban las cartas.
Las cartas de Emir.
Mis cartas.
Las tomé con reverencia, mis dedos trazaron la caligrafía familiar. Eran reales. Estaban aquí.
Todas las palabras, todos los sentimientos que creí perdidos, estaban frente a mí.
Una mezcla de sorpresa, alivio y una felicidad abrumadora me invadió.
—¡Oh, Seinet!— exclamé, con mis ojos llenos de lágrimas. La abracé con fuerza, un abrazo que contenía años de dolor y gratitud. —Gracias, hermana. Gracias por esto—
Ella me devolvió el abrazo, sus propias lágrimas humedeciendo mi hombro.
—Siempre supe que harías lo correcto, Salma. Siempre—
Justo en ese momento, cuando el peso del mundo parecía haberse aligerado, la puerta de la habitación se abrió.
Allí estaba. Mi padre. Jalil Hassan.
Su rostro, como siempre, una máscara de seriedad imperturbable, y sus ojos escudriñadores.
—Papá— dije, mi voz sonando extraña incluso para mí. Las cartas, aunque ocultas en la caja, ardían como brasas.
Él nos miró, luego su mirada se posó en mis manos, intentando discernir qué era lo que sostenía.
—Qué llevas ahí, Salma. ¿Qué es eso?—
Mi mente se quedó en blanco. El pánico me atenazó.
¿Cómo explicar esto? ¿Cómo justificar la posesión de la prueba de su traición, justo en su propia casa?
Fue Seinet quien, con una rapidez mental asombrosa y una calma que me sorprendió, intervino.
—Es un obsequio para Senre, papá— dijo, con una sonrisa forzada pero convincente. —Es un obsequio mío—
Mi padre la miró, luego a mí, procesando la información.
La mención de mi hija, su nieta, pareció suavizar su expresión por un instante. Asintió lentamente.
—Ah. Ya veo— Luego, su mirada se dirigió a mí. —Ve con tu marido, Salma. Está allá afuera. Vamos a tomar el té—
La orden era clara.
Un respiro.
Una salida.
Sin dudarlo, salí de la habitación, con las cartas bien escondidas dentro de la caja, y mi corazón latiendo como un tambor de guerra. Seinet me lanzó una mirada de complicidad y alivio antes de cerrar la puerta.
Bajé las escaleras, con mis piernas aún temblorosas. Ozan estaba sentado en el sofá de la sala, hojeando una revista, con esa expresión de paciente aburrimiento que tan bien conocía. Al verme, se levantó de inmediato.
—Salma, estás aquí. No lo sabía—
—Sí— respondí, un poco tensa. —¿Podemos irnos ya, Ozan? Tengo que llegar a casa— Tenía que estar sola. Tenía que leer esas cartas.
Tenía que pensar.
—Sí, claro, vamos— accedió él, sin cuestionar mi prisa.
Justo cuando nos dirigíamos a la puerta, mi padre apareció en el umbral del estudio. —Pero, ¿por qué se van tan pronto?—
Ozan, siempre diplomático, se apresuró a excusarnos con una sonrisa.
—Disculpe, señor Hassan. Salma tiene algunas cosas urgentes que atender en casa. Pero le agradecemos su hospitalidad— Le estrechó la mano a mi padre, y con un asentimiento apresurado, nos dirigimos hacia la salida, dejando atrás la casa que ahora guardaba un secreto aún más profundo.
Mientras el coche de Ozan se alejaba, miré por la ventana.
La figura de mi padre se alejaba cada vez más.
Y esto lo agradecía al cielo...