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Aurora: Una Belleza Eterna

Aurora: Una Belleza Eterna

Status: En proceso
Genre:Dejar escapar al amor / Amor-odio / Amor eterno / Demonios / Brujas / Leyendas de fantasmas
Popularitas:622
Nilai: 5
nombre de autor: Sebastián Suarez

En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.

Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.

Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.

NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 19: "Flor del Infierno en Tierra de Mortales"

El amanecer se abría paso sobre los campos con una lentitud casi tierna, derramando su luz como un vino dorado sobre las flores perladas por el rocío. La tierra respiraba tibia, viva, y el aire traía ese olor húmedo y limpio que solo existe al principio del día, cuando el mundo todavía parece nuevo.

Aurora estaba entre las flores, la falda rozando las amapolas, los dedos indecisos en el tallo de una margarita que no terminaba de arrancar. Había algo en ese instante —la quietud, el color, el aire leve— que la hacía sentir como suspendida fuera del tiempo.

El viento le acarició el rostro, enredándole un mechón de cabello que brilló al tocar la luz. Cerró los ojos un momento, dejando que el sol joven le templara la piel. Respiró hondo. Por un instante, el mundo no tenía peso. No había pactos, ni voces, ni sombras siguiéndola. Solo el rumor del río, el canto de los pájaros y el roce del viento.

—Anna… —la voz la sacó del pensamiento, suave, risueña—. Si sigues mirando el cielo así, las flores se marchitarán de celos.

Aurora giró, sonriendo sin querer. Florence estaba a unos metros, inclinada sobre una cesta desbordante de lavandas, los rizos revueltos por el viento y las mejillas encendidas. La luz del amanecer parecía querer quedarse en ella.

—Perdón —dijo Aurora, con una sonrisa distraída—. Es que todo se ve tan distinto a esta hora.

—Sí —respondió Florence, alzando una ceja—, distinto… y eterno si sigues quieta así. Anda, ayúdame o no terminaremos nunca.

Aurora soltó una pequeña risa, pero antes de poder moverse, una voz masculina se alzó desde el otro extremo del campo, cargada de ironía amable:

—¡Florence! Si te quejas tanto, se van a asustar hasta las flores.

Florence ni siquiera alzó la vista; sonrió de medio lado.

—¡Y tú, James! Si hablar diera trabajo, serías el hombre más ocupado del pueblo.

El muchacho se acercaba entre las hileras, con una cesta al hombro y una sonrisa que parecía nacida del sol mismo. El viento le despeinaba el cabello castaño, y los ojos claros —de ese tono incierto entre verde y miel— brillaban con una calma que desarmaba.

—Trabajo tengo —replicó—. Lo que pasa es que mi supervisora no deja de dar órdenes.

—Ah, claro. Y si te las dejo dar, recoges una flor y te acuestas sobre ella.

—Solo si eres tú la flor —dijo él, apenas lo suficiente para que la escuchara.

Florence le lanzó una mirada que empezó como reproche, pero terminó en risa. Le arrojó un puñado de pétalos que él atrapó en el aire con torpeza. Aurora observó la escena sin decir nada, pero una calidez leve le subió por el pecho, esa ternura que provoca ver la felicidad ajena, frágil y luminosa.

—Deberían ponerlos en el mercado —dijo Aurora, inclinándose para recoger unas lilas—. “Pareja de recolectores: ríen, discuten y trabajan a medias.” Seguro venderían más que las flores.

Florence le lanzó una mirada fingidamente severa.

—Ah, ¿tú también? No te pongas de su lado, que con uno que hable demasiado ya tengo bastante.

—¡Eh! —protestó James, sonriendo—. No puedo quedarme callado, el silencio me hace sentir inútil.

—Eso ya lo hace tu flojera —replicó Florence, pero la sonrisa le temblaba en los labios, más dulce que burlona.

Aurora rió, y el sonido la sorprendió. Era una risa clara, viva, que hacía mucho no escuchaba en su propia voz. El campo parecía responderle: el viento más leve, el sol más tibio, como si el mundo agradeciera el gesto.

Se agachó y hundió las manos en la tierra. Los tallos le arañaron los dedos, la humedad le pegó al alma. Era una sensación tan concreta, tan real, que por un segundo creyó que podría quedarse ahí para siempre: vivir en lo simple, en lo humano, sin los ecos del infierno susurrando su nombre.

Pero al incorporarse, el sol la cegó. Y en ese resplandor —entre el dorado y el blanco— creyó ver una figura inmóvil más allá del horizonte. Algo, o alguien, observándola.

Parpadeó. La visión se disolvió como humo.

—Anna —dijo Florence, sin notar nada, tendiéndole una rosa—. Ayúdame con estas antes de que el señor poeta vuelva a quejarse.

Aurora sonrió, tomó la flor y se arrodilló junto a ella.

A su lado, James se inclinó para besar la sien de Florence, rápido, casi imperceptible, como quien lo hace mil veces al día sin pensarlo. Ella no dijo nada, pero la sonrisa se le quedó puesta, flotando entre las flores.

Aurora bajó la mirada. En la cesta, el rojo de las rosas parecía más profundo.

Y en ese instante, mientras el sol ascendía y el aire olía a vida, una punzada helada le recordó lo que siempre olvida al mirar la luz:

que toda claridad lleva escondida su sombra.

El sendero se abría entre los campos como una cinta de barro húmedo que aún guardaba el brillo del rocío. A los costados, las flores silvestres se mecían al compás del viento, doblándose apenas, como si saludaran al paso. El sol ya estaba alto, bañando las colinas en una luz dorada y tibia. En el aire flotaba ese perfume que solo tiene la mañana avanzada: mezcla de hierba pisada, polen y tierra viva.

Caminaban despacio, tres figuras pequeñas bajo el cielo inmenso, con una o dos canastas colgando de los brazos. El sonido de sus pasos se mezclaba con el zumbido de las abejas y el roce de las hojas secas que el viento arrastraba por el camino.

James iba adelante, cargando más canastas que las dos juntas. La camisa se le pegaba al pecho, y un mechón de cabello húmedo le caía sobre la frente. Resopló teatralmente, levantando los hombros como si llevara el peso del mundo.

—¿Por qué demonios tengo que cargar yo con la mitad del campo? —protestó, arrastrando las palabras entre jadeos fingidos.

Florence, unos pasos detrás, lo miró con una ceja alzada y esa mezcla de paciencia y burla que solo se reserva a quien se quiere demasiado.

—Porque eres el único que tiene brazos para algo más que sostener un libro —respondió, sin detenerse—. Se llama caballerosidad, por si el término te resulta desconocido.

James giró la cabeza con gesto de tragedia y suspiró hacia el cielo.

—Ah, claro… la caballerosidad. Esa palabra mágica que significa “tú cargas y yo sonrío”.

Aurora, que caminaba un poco rezagada, dejó escapar una risa breve, sincera. Había algo en aquella discusión, tan ligera, tan humana, que la hacía olvidar por un momento la gravedad de su propio cuerpo.

Florence se volvió hacia él con una sonrisa torcida.

—A veces me pregunto en qué estaba pensando cuando te dije que sí.

—No lo sé —replicó James, fingiendo reflexión—. Tal vez en que nadie más te aguantaba.

—O tal vez en que nadie más tenía tanta paciencia como yo —respondió ella al instante, dándole un leve empujón con el hombro al pasar junto a él.

James rió, ladeándose para mantener el equilibrio.

—¿Paciencia? Llamas paciencia a gritarme desde el otro extremo del campo cada vez que dejo caer una flor.

—Si no fueras tan torpe no tendría que gritarte. —Florence sonrió sin mirarlo, pero la sonrisa se le quedó colgada un segundo más de lo necesario.

Aurora observó esa pequeña chispa entre ambos: las bromas, los gestos, las miradas que se cruzaban y se retiraban rápido, como si tuvieran miedo de ser descubiertos. No hacía falta que nadie dijera nada. El cariño se respiraba, simple y tibio, como el aire que los rodeaba.

—Qué bonito es verlos discutir —dijo Aurora, divertida—. Casi parece una danza.

—Una danza peligrosa —replicó Florence—, porque él pisa más que el buey del molino.

—¡Oye! —James fingió ofensa—. Mis pies son tan delicados como mis sentimientos.

—Entonces cuídalos y sigue caminando —le respondió ella, dándole una canasta más—. No querrás que digan que la florista trabaja más que su ayudante.

James bufó, pero sonrió.

—Ayudante, dice… Me explotas peor que mi madre.

—Y aun así me sigues —murmuró Florence, sin dejar de andar.

Aurora sonrió. Esa frase —tan casual, tan cargada— quedó flotando entre los tres, mezclada con el canto de las alondras que cruzaban el cielo.

Siguieron el sendero entre risas dispersas, deteniéndose de vez en cuando para ajustar el peso de las cestas o arrancar una flor que se escapaba del borde. James silbaba, Florence se quejaba de su silbido, y Aurora los seguía en silencio, disfrutando de ese ruido amable que parecía pertenecer a otro mundo.

Por un momento, pensó que tal vez podría quedarse así. Que la eternidad, si la había, debía parecerse un poco a esto: a un camino bajo el sol, a la voz de alguien que se ríe sin miedo, al roce de las flores contra las manos.

Pero entonces el viento cambió.

Fue un movimiento leve, casi imperceptible, que levantó el polvo y apagó el zumbido de las abejas. Aurora se detuvo sin saber por qué. El campo seguía igual, pero algo en el aire se había torcido, como si el día hubiera parpadeado.

—¿Anna? —preguntó Florence, mirándola desde unos pasos más adelante.

Aurora parpadeó, apartando la vista del horizonte.

—Nada —dijo, sonriendo otra vez—. Solo me pareció oír algo.

Florence asintió sin darle importancia y siguió caminando. James le pasó un brazo por los hombros, con ese gesto automático, protector, y ella fingió apartarlo, aunque no lo hizo.

Aurora los observó, y por primera vez sintió algo parecido a envidia. No por su amor, sino por su inocencia.

Por no saber aún que incluso la luz del mediodía puede esconder una sombra esperando pacientemente el momento de volver a hablar.

El camino que bajaba de los campos hacia el pueblo ya hervía de vida. El sol, en lo alto, hacía brillar los tejados de pizarra y arrancaba destellos de las ventanas, de los cántaros que las mujeres colocaban afuera para que el calor les secara el interior. En el aire flotaba una mezcla de aromas: pan recién horneado, frutas maduras, el perfume dulce de las flores que aún no habían tenido tiempo de marchitarse.

El murmullo de la aldea era como una respiración: viva, constante, entremezclando risas, pasos, ladridos y el golpeteo rítmico de los martillos en algún taller cercano.

Aurora, Florence y James avanzaban despacio por el sendero empedrado, con las canastas rebosantes de flores colgando de los brazos. Las lilas, las margaritas, los rosales y las violetas se apretaban unas contra otras, derramando color y olor sobre la mañana.

A pesar del bullicio, los tres se movían con una calma distinta, como si aquel pequeño grupo fuera su propio refugio dentro del ruido.

—¡Annaaaa!

La voz irrumpió en el aire, aguda y alegre, tan repentina que Aurora se detuvo en seco. El sonido le atravesó el pecho como una campana que vibra demasiado cerca del corazón.

Buscó con la mirada. Y allí, entre la gente y el resplandor del mercado, vio una figura pequeña corriendo hacia ellos: los rizos despeinados, el vestido blanco levantándose con el aire, los pies descalzos golpeando las piedras.

—¡Rose! —susurró Aurora, y las canastas cayeron al suelo sin que lo notara.

Abrió los brazos justo cuando la niña se lanzó contra ella. El impacto fue leve, tibio, casi luminoso. Aurora la alzó, riendo sin darse cuenta, y la estrechó con fuerza. Sintió bajo sus manos ese cuerpo frágil, lleno de vida, el pulso rápido, el calor de la piel joven.

Rose hundió la cara en su cuello, riendo también, y Aurora cerró los ojos, aspirando ese olor inconfundible: mezcla de pan, de polvo y de sol.

—Rose… —murmuró al separarla apenas—. ¿Qué haces aquí sola?

La niña la miró con los ojos grandes y una sonrisa que no sabía de miedos.

—Me quedé esperándolos —dijo, encogiéndose de hombros—. Yo también quería ir a recoger flores. Pero ustedes se fueron sin mí.

Florence, que había visto toda la escena desde unos pasos atrás, soltó una risa suave.

—Te lo advertimos, pequeña dormilona —dijo, dejando su canasta sobre una mesa de madera junto al puesto de flores—. Si quieres venir con nosotras, tendrás que levantarte antes que el sol.

—¿Tan temprano? —preguntó Rose, abriendo los ojos con fingido horror.

—Antes de que el sol toque los pétalos —replicó Florence con aire sabio—. Así se mantienen frescas todo el día.

—¿De verdad? —dijo Rose, asombrada, con ese tono de quien aún cree que el mundo está lleno de secretos.

Florence se encogió de hombros.

—Eso dice mi madre —respondió, y luego añadió con una sonrisa cómplice—. Pero yo creo que solo lo inventó para tenernos trabajando desde el amanecer.

James, que estaba colocando las canastas en fila, soltó una carcajada.

—Y lo peor —dijo— es que funciona.

Florence le lanzó una mirada fingidamente molesta.

—Claro que funciona, porque mientras tú te quejas, yo hago el doble.

—No es que me queje —replicó él—, es que me gusta escuchar tu voz, incluso cuando mandas.

Florence se mordió el labio, intentando disimular una sonrisa.

—Tonto —dijo en voz baja, pero el rubor le subió a las mejillas.

Aurora los miraba de reojo, divertida, mientras Rose seguía parloteando a su lado, mostrándole un pequeño ramillete de margaritas que había traído escondido en el bolsillo.

—Mira, Anna, las corté en el jardín. No son tan bonitas como las tuyas, pero huelen bien.

—Son preciosas —dijo Aurora, inclinándose para olerlas—. Me gustan más que las nuestras. Estas parecen vivas.

La niña rió con una mezcla de orgullo y timidez.

—Te puedo dar una si quieres —murmuró, y Aurora sintió que el corazón se le apretaba un poco.

—Gracias, Rose. —Tomó una flor y se la colocó en el cabello, sonriendo—. Ahora será mi amuleto.

Florence observó la escena con ternura, los brazos cruzados y el rostro suavizado por una sonrisa que no tenía ironía esta vez.

—Si sigues así, Anna, te va a robar mi clientela —bromeó—. Nadie me compra flores con tanta dulzura.

—No te preocupes —dijo Aurora—, solo se las vendo a los ángeles.

Florence soltó una carcajada.

—Pues en este pueblo vas a morir de hambre.

James rió también, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Rose, sin entender la broma, los imitó, riendo a carcajadas hasta doblarse sobre sí misma.

El bullicio del pueblo siguió girando a su alrededor: los pregones, el sonido de una carreta pasando, el tintinear del pozo en la plaza. Pero en ese pequeño rincón, el tiempo pareció detenerse. Aurora abrazó a Rose otra vez, hundiendo la cara en su cabello claro.

Por un instante todo fue simple: el calor del día, las voces familiares, la sensación de pertenecer, aunque fuera solo por unos segundos, a ese mundo que no sabía de infiernos.

Y en lo más hondo, una idea se le quedó prendida, frágil como una plegaria:

Ojalá pudiera quedarme aquí. En esta hora, en este aire. Antes de que el sol empiece a caer.

El mediodía había ido dorando las calles del pueblo hasta volverlas casi blancas. La luz caía a plomo, ciega, y hacía brillar los tejados de pizarra, las ventanas y los cántaros que las mujeres dejaban secar en los alféizares. El aire pesaba, tibio y dulce, impregnado del olor a pan recién horneado, a polvo, a flores. El bullicio del mercado tenía algo de música: pregones, risas, pasos, el choque de cubos metálicos, el ladrido distante de un perro.

En medio de esa corriente de vida, el puesto de flores de Florence parecía un oasis. Sobre la mesa, los racimos de lirios, lavandas y claveles se mezclaban con amapolas tan rojas que herían la vista bajo el sol. Aurora atendía en silencio, envolviendo ramos con manos ágiles, entregando sonrisas suaves, discretas. Florence, en cambio, llenaba el aire con su voz: reía, regateaba, hacía bromas con los clientes, esa ligereza suya que volvía soportable cualquier jornada.

—Anna —dijo Florence, ajustando un lazo alrededor de un ramo de lilas—, vuelvo en un momento. Debo entregar esto antes de que el viejo Matthews empiece a gruñir.

Aurora asintió. La observó perderse entre la multitud: el paso rápido, el cesto al brazo, el moño medio deshecho que soltaba mechones dorados. Y de pronto, sin saber por qué, sintió el peso del silencio.

Quedó sola.

No fue un cambio visible. El aire no se enfrió, ni cesaron los ruidos. Pero algo —algo imperceptible— se contrajo. Como si el mundo hubiese contenido la respiración. El calor pareció espesarlo todo. Aurora alzó la mirada.

Un hombre avanzaba por la calle. No corría, no parecía buscar a nadie, pero su andar arrastraba una quietud que perturbaba. Vestía una capa negra, gastada en los bordes, y la capucha le cubría el rostro. El sol, tan implacable con todos, no conseguía tocarlo.

Aurora sintió un escalofrío subirle por la espalda, un reflejo antiguo de miedo. No era un miedo aprendido, sino algo más profundo, más instintivo, como si su propio cuerpo lo recordara.

El hombre se detuvo frente al puesto. Durante unos segundos no dijo nada. Solo la miró.

—Deme esas amapolas rojas. —La voz era baja, sin inflexiones, como si no perteneciera a una garganta humana.

Aurora asintió y tomó el ramo, intentando controlar el temblor de las manos. Pero cuando alzó la vista, el hombre levantó la cabeza.

Y lo reconoció.

No hubo fuego, ni humo, ni truenos que partieran el cielo. Solo esa sonrisa —pequeña, devastadora—, esa perfección que siempre había tenido algo de blasfemia. Los ojos, primero de un azul claro, se encendieron con un brillo dorado que parecía surgir del fondo de las cosas.

Lucifer.

El aire se volvió espeso, vibrante, y por un instante Aurora creyó oír cómo el bullicio a su alrededor se deshacía, como si las voces del mercado se hundieran bajo el agua.

Lucifer ladeó la cabeza con una sonrisa que era casi ternura.

—Parece que hubieras visto al mismísimo diablo —dijo con suavidad—. ¿Qué pasa, Aurora? ¿No te alegra verme?

Su nombre, pronunciado así, la atravesó como un golpe. Aurora intentó hablar, pero la voz se le rompió en la garganta.

—¿Cómo te ha ido, pequeña? —continuó él, tomando una flor del mostrador y girándola entre los dedos—. Veo que te adaptas bien… aunque no imaginé que terminarías vendiendo flores. —Levantó la mirada, y su sonrisa se afiló—. Qué irónico: la flor más hermosa del infierno escondida entre mortales.

Aurora dio un paso atrás. Quiso responder, pero no encontró palabras.

Lucifer acercó el rostro, apenas unos centímetros, lo justo para que ella pudiera sentir el aire que desplazaba.

—¿Por qué no has vuelto a hablar con Lyonel? —preguntó en voz baja. Ya no sonreía. La voz tenía filo.

—Y-yo… —balbuceó Aurora—. Esperaba el momento justo. No quería… levantar sospechas.

—El momento justo —repitió él, con un deje de burla casi imperceptible—. Qué humanos se vuelven cuando tienen miedo.

Giró la flor entre los dedos. El rojo se apagó, virando a un tono marchito.

—Hoy mismo irás a verlo. —Su tono cambió: frío, definitivo—. Y antes de que caiga el sol, me traerás una ofrenda. No olvides —añadió, mirándola a los ojos— que este cuerpo que usas no te pertenece. Te lo di yo. Y nada, ni en mi reino ni en el tuyo, es gratuito.

La flor se oscureció por completo. El tallo se quebró con un chasquido seco, y el polvo se deslizó de su mano al suelo.

Aurora se quedó inmóvil, con el corazón golpeándole el pecho, las piernas negándose a moverse.

Lucifer echó la capucha sobre el rostro y se dio media vuelta.

Caminó entre la multitud, sin prisa. Nadie pareció notarlo, pero la gente se apartaba a su paso, inconscientemente, como si una corriente invisible los desplazara. En pocos segundos se perdió entre el gentío.

El bullicio volvió de golpe: las voces, los pasos, el tintinear de los cubos, el ladrido de un perro. Todo como antes.

Solo Aurora seguía allí, con las manos vacías y la garganta seca.

Y el ramo de amapolas se había deshecho. Los pétalos negros cubrían la mesa como ceniza.

El sol estaba alto, pero su luz apenas alcanzaba aquel rincón del mundo.

El cementerio familiar se extendía en silencio, oculto bajo una bóveda de ramas gruesas que se entrelazaban como si quisieran proteger lo que dormía debajo. Los árboles, tan viejos como los nombres grabados en las lápidas, filtraban el mediodía hasta convertirlo en un resplandor pálido, casi verdoso. La luz se derramaba en pequeñas manchas sobre el suelo, como si flotara en el aire junto con el polvo.

El olor era el de la tierra húmeda, de raíces profundas, de flores que ya nadie venía a cambiar. Todo parecía detenido en un tiempo que no pertenecía a los vivos.

Lyonel empujó la verja. El hierro oxidado se quejó con un chirrido largo, una nota que pareció rebotar entre las lápidas antes de apagarse.

Entró despacio, con las manos detrás de la espalda, caminando sobre la grava húmeda. Cada paso levantaba un aroma leve de moho y piedra vieja. El silencio era tan absoluto que tenía cuerpo; solo el roce del viento entre las ramas rompía la quietud, con ese sonido que parece un idioma demasiado antiguo para ser comprendido.

Pasó junto a estatuas erosionadas: ángeles sin rostro, urnas cuarteadas, letras que el tiempo había ido borrando como si quisiera quedarse con los nombres. Había algo hipnótico en ese deterioro, una serenidad lúgubre que lo mantenía caminando sin pensar hacia el fondo del recinto.

Se detuvo frente a una lápida más grande que las demás, hundida entre raíces gruesas que la abrazaban con una especie de ternura oscura. El mármol estaba cubierto por una capa de polvo y liquen.

Lyonel se inclinó, pasó la mano sobre la superficie y frotó con los nudillos. Una nube gris se alzó y lo hizo toser; el eco de su tos fue lo único vivo en todo el lugar.

Cuando el aire volvió a calmarse, las letras comenzaron a mostrarse, finas, grabadas con una elegancia que contrastaba con el abandono del resto. Leyó despacio, como si cada palabra necesitara tiempo para entrar en su mente.

Aurora:

Una belleza eterna.

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Anna
Ariadne tenía razón 😢
Anna
Q linda es Ariadne 🥰
sebastian
Pobre Ariadne
sebastian
Pobre Ariadne
Lector de vida
me parece muy interesante la trama, continua así 👌
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
Carla Vannucci
WOW, me encanto el segundo capítulo, publica el proximo pleaseee
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