"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 17: Sabores que sellan promesas
La ciudad entera olía a magia y especias. Aika jamás había visto algo como el Festival del Cibo: banderines de colores colgaban entre los callejones, las luces danzaban en guirnaldas sobre los puestos de madera y la música se mezclaba con los aromas del queso derretido, las hierbas frescas y el pan horneado. El aire estaba cargado de vida. Los italianos reían, bailaban, ofrecían platos a los visitantes con manos generosas, y por primera vez, Aika sintió que el mundo podía ser amable.
El grupo del colegio se dispersó rápidamente. Algunos chicos corrieron hacia las heladerías con sabores imposibles —limón con lavanda, chocolate con chile, vainilla con pétalos de rosa—. Otros se quedaron hipnotizados por los artistas callejeros que tocaban violines y hacían malabares entre las luces.
—Ven —dijo Hikaru, tomándole la mano con una sonrisa cómplice—. Te tengo reservada la mejor parte de este festival.
Aika le sonrió con el corazón galopando. Llevaba un vestido ligero, blanco con flores rojas, y su cabello rizado flotaba con la brisa. En sus mejillas aún vivía el color que le había dejado el beso de la torre. Hikaru, con una camisa oscura de lino, caminaba con seguridad y ternura, como si no existiera nadie más en el mundo.
La llevó entre calles hasta un rincón apartado de la plaza, donde las farolas lanzaban destellos suaves sobre una pequeña terraza decorada con velas y pétalos de rosa. Allí, una mesa para dos los esperaba junto a un puesto donde un anciano cocinero les guiñó un ojo.
—¿Tú hiciste esto? —preguntó Aika con la voz entre sorprendida y emocionada.
—Tuve ayuda —respondió Hikaru, sonriendo—. Mi abuelo es amigo de medio pueblo. Quería que tuvieras algo especial. Algo que recuerdes.
Se sentaron bajo las luces tenues, rodeados de platos calientes: pasta artesanal con salsa de trufa, panecillos rellenos de queso ahumado, y una copa de vino tinto sin alcohol que el anciano les sirvió como si fueran príncipes.
Comieron entre risas, recuerdos y miradas que hablaban más que las palabras. Aika lo observaba hablar de su infancia, de las veces que lloró por no sentirse suficiente, de su deseo por convertirse en alguien que pudiera dar amor sin miedo. Y entonces ella habló de lo mucho que había odiado la casa que la vio crecer, de cómo había aprendido a defenderse, a esconder el llanto, a sobrevivir en un mundo que la rechazaba desde adentro.
—Pero ahora… ahora no me siento sola —dijo Aika en voz baja, mirando el reflejo de las luces en su copa—. Y eso… eso eres tú.
Hikaru le tomó la mano con fuerza, como si quisiera memorizar cada línea de su palma.
—Aika —susurró—. No sé cómo será el futuro, pero quiero que sepas algo: te amo. No por lo que aparentas ser, sino por todo lo que eres. Por tu risa, por tu dolor, por tus heridas, por tu fuerza.
Ella sintió un nudo caliente en el pecho, como si cada palabra cerrara una cicatriz.
—Y yo a ti —dijo—. Te amo. Juro que, pase lo que pase, no voy a soltarte. No importa si el mundo cambia, si nos equivocamos, si caemos. Estaré contigo.
Hikaru sacó un pequeño hilo rojo de su bolsillo —era del brazalete que llevaba desde niño, gastado por los años—. Lo cortó por la mitad y le ató una parte a la muñeca.
—Es una tontería, lo sé —dijo con una risa suave—. Pero quiero que llevemos esto como símbolo. Un hilo invisible que nos une, sin importar la distancia.
Aika lo miró con los ojos empañados por la emoción y dejó que él atara la segunda mitad en su muñeca. Aquel hilo, más que cualquier anillo o promesa, sellaba algo profundo: un amor nacido del dolor, pero limpio, nuevo, esperanzador.
En ese momento, desde el otro lado de la plaza, Luna los observaba. Los había estado buscando entre la multitud para darles un folleto del tour del día siguiente, pero se detuvo en seco al verlos juntos. Aika inclinaba la cabeza hacia Hikaru, con las mejillas sonrojadas, las manos entrelazadas. Él la miraba como si fuera todo lo que necesitaba en la vida. Y Luna sintió cómo algo en su pecho se quebraba.
No lloró. Pero sus pasos se alejaron en silencio, dejando atrás la música, la comida y el amor que no fue para ella.
Mientras tanto, en la terraza, Aika y Hikaru cerraban los ojos y apoyaban sus frentes bajo la última estrella visible de la noche.
—Te amaré siempre, pase lo que pase —susurraron a la vez.
Y bajo el cielo italiano, entre sabores antiguos y juramentos nuevos, nació un lazo que ningún pasado podría romper.