En un mundo donde las brujas fueron las guardianas de la magia, la codicia humana y la ambición demoníaca quebraron el equilibrio ancestral. Veydrath yace bajo ruinas disfrazadas de imperios, y el legado de la Suprema Aetherion se desvanece con el paso de los siglos. De ese silencio surge Synera, el Oráculo, una creación condenada a vagar entre la obediencia y el vacío, arrastrando en su interior un eco de la voluntad de su creadora. Sin alma y sin destino propio, despierta en un mundo que ya no la recuerda, atada a una promesa imposible: encontrar al Caos. Ese Caos tiene un nombre: Kenja, un joven envuelto en misterio, inocente e impredecible, llamado a ser salvación o condena. Juntos deberán enfrentar demonios, imperios corrompidos y verdades olvidadas, mientras descubren que el poder más temible no es la magia ni la guerra, sino lo que late en sus propios corazones.
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CAPÍTULO XVIII: Surcando el Amanecer
— Synera —
El amanecer llegó vestido con una calma distinta, casi irreal. El sol aún no se había alzado del todo, pero sus primeros destellos ya comenzaban a morder la nieve que cubría la cima de la montaña, arrancándole destellos líquidos como si despertara de un sueño de hielo. A esta altura, todo parece distinto: el viento no sopla, danza; la luz no ilumina, acaricia; y la noche, cada vez que se despide, deja tras de sí un espectáculo sagrado, como si los dioses pintaran el horizonte con sus manos.
Me recuesto contra la piedra fría de la pared, mirando por la ventana abierta del templo. El aire huele a despedida.
Han pasado tantas cosas desde que llegué aquí. Aventuras, descubrimientos… incluso logré encariñarme con ese zorro alcohólico. Qué ironía. Y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, sentí que pertenecía. Que este lugar era un hogar.
Aetherion… siempre iba un paso por delante. Incluso ahora, cuando su presencia se ha desvanecido del mundo tangible, su sombra sigue guiando mis pasos. Ella sabía que este templo no sería solo un refugio, sino un lugar donde hallaría algo más profundo… un atisbo de paz. Así era su voluntad: nunca imponía, solo disponía los hilos invisibles del destino, dejando piezas dispersas para que, tarde o temprano, todo encajara en el lugar que debía.
He vivido tanto que ya he perdido la cuenta de los años. Ahora solo despierto y respiro cada amanecer como si fuera el último regalo del mundo. El tiempo en este lugar ha sido un respiro merecido… una pausa necesaria, un reencuentro conmigo misma.
Kenja… ese joven de alma transparente, sonrisa impulsiva y corazón desbordante. Me ha sorprendido más de lo que imaginé. No sé si este afecto que crece en mí es real, si nace de mi esencia o de aquello en lo que fui convertida… pero si debo nombrarlo, diría que es mi primer amigo. Él no me ve como una creación, sino como un ser. Me observa con ojos humanos, me reconoce como alguien… no como algo. Aetherion nunca me miró así. ¿O quizá sí, y fui yo quien nunca supo reconocerlo?
Nuestro viaje apenas comienza. Alcanzar el distrito Tres llevará tiempo… aunque encontraré la manera de quebrar ese lapso. Necesito recuperar mi báculo, esa extensión de mí que me fue arrebatada. Mi fuente de poder.
Y, sin embargo… a veces me pregunto si realmente lo necesito. He entrenado tanto, he forjado mi magia hasta límites que ni siquiera alcanzo a comprender. Ahora, tocar el báculo podría ser arriesgarme a un desborde. Podría estallar bajo el peso de mi propio maná.
Pero peor aún sería permitir que caiga en manos equivocadas. Ese sería un destino mucho más letal.
Mis pensamientos se ven interrumpidos por una voz suave:
—Synera… ¿ya es hora? —pregunta Kenja, de pie en el umbral con los ojos cargados de melancolía.
Me doy la vuelta y asiento con solemnidad.
—Es correcto… es hora de partir —murmuré mientras avanzaba con paso firme hacia la salida.
Él baja la mirada. El silencio se instala entre nosotros, denso, casi sagrado.
—¿Qué sucede? —pregunto con una ligera inclinación de cabeza—. ¿No estás emocionado por el viaje?
—No es eso… —murmura—. Es solo que… crecí aquí. Separarme de este lugar es como despedirme de mis recuerdos. De Frayi…
Hay una tristeza en su voz que no había escuchado antes. Me sorprende la profundidad de su corazón. Le sonrío, suave.
—No tienes que olvidar lo que amas. Este lugar, Frayi… siempre serán parte de ti. No es un adiós, es solo un hasta pronto —dije con suavidad.
—Synera... —dice mi nombre como si fuera una oración.
—¿Qué pasa? —respondo.
—Cuando todo esto termine… ¿volveremos aquí? ¿Volveremos a casa? —preguntó él, con la voz teñida de esperanza.
Hago una pausa. Miro el amanecer abriéndose paso entre las nubes, y una sonrisa traviesa se forma en mis labios.
—Mmm… supongo que sí, ¿no? —respondí con una leve sonrisa, tratando de sonar convencida.
Él sonríe también, como si acabara de hacer un juramento eterno.
—Bah, ya, ya... —digo agitando las manos en el aire como espantando moscas—. Me desagrada cuando te pones sentimental.
Nos reímos. Y en ese instante, justo en ese segundo suspendido en el tiempo, siento que algo profundo ha cambiado. Como si estuviésemos listos. Como si, por fin, el viaje pudiese comenzar.
Comenzamos a alistarnos. Como de costumbre, chasqueo los dedos con un movimiento elegante, y ¡voilá! —mi nuevo atuendo aparece sobre mí como por arte de magia, literalmente. Lista para la ocasión. Lista para el viaje.
Esta vez opté por algo funcional, pero sin perder el estilo: un vestido negro entallado que abraza cada curva con precisión peligrosa, con un escote pronunciado que deja poco a la imaginación, enmarcando el busto con audacia y elegancia. El corset, trabajado con textura y detalles de mariposas rojas carmesí, aporta un contraste encantador entre lo gótico y lo sensual. Las mariposas, simbólicas y seductoras, revolotean visualmente por todo el conjunto: en el corset, las mangas y el dobladillo. Sobre mi larga cabellera plateada, suelta, brillante y perfectamente peinada, descansa un sombrero de bruja amplio y oscuro, coronado con una imponente mariposa monarca roja. Todo el atuendo emana poder, misterio… y una belleza tan hipnótica como letal. Y, por supuesto, mi infaltable cigarrillo matutino. Porque nadie es glamoroso sin un poco de humo y actitud.
—¡Woah! —exclama Kenja, con los ojos tan abiertos como si acabara de ver un eclipse—. ¿De verdad tienes todo eso de ropa en un solo chasquido? Cada vez me dejas más sorprendido... Aunque esta vez —añade, arqueando una ceja—, se te ve un poco más... decente.
—¿¡Decente!? —respondo fulminándolo con la mirada—. ¿Qué estás insinuando, mocoso?
—¡N-nada, nada! Solo digo que… bueno… se nota que te esmeraste —balbuceó Kenja, rascándose la cabeza mientras sus mejillas se teñían de rojo.
—Ajá… eso pensé. —Le lanzo una mirada cómplice mientras exhalo una bocanada de humo—. Por cierto, tengo algo para ti. Un regalo. Incluye ropa interior, así no vuelves a “olvidarla”.
—¡Te dije que no volvieras a mencionar eso! —gruñe inflando los cachetes, rojo como un tomate—. ¿Un regalo? ¿Tuyo?
—Así es... y lo vas a amar. —Sonrío con malicia y, con otro chasquido, la transformación ocurre.
En un abrir y cerrar de ojos, el atuendo de Kenja cambia. Sus ojos se agrandan como platos y da un par de vueltas sobre sí mismo, inspeccionando cada rincón de su nueva apariencia. Se mira en los reflejos del cristal del templo, se toca el pecho, se palpa el pantalón, incluso gira para ver su trasero.
—¡Esto es genial! ¡Me parezco a Kurojin! —grita emocionado, moviéndose como si ya estuviera en medio de una pelea ninja.
El atuendo encajaba a la perfección con su presencia. Vestía un conjunto negro de inspiración ninja que dejaba al descubierto parte de su pecho firme y trabajado, reflejo de un cuerpo forjado para el combate. Llevaba pantalones amplios y ligeros, diseñados para favorecer el movimiento ágil, junto a un calzado discreto que amortiguaba cada paso con sigilo. Sus manos estaban protegidas por guantes con placas metálicas en los nudillos, listos para golpear o desviar ataques con fuerza y precisión.
Sobre sus hombros caía un kimono blanco que se extendía más allá de sus rodillas, adornado con detalles oscuros y la figura imponente de un tiburón dibujada en la espalda, como un símbolo de su Sharksoul
Los bordes del kimono estaban decorados con un patrón en blanco y negro que le confería un aire enigmático, casi ceremonial. Sujetos a su cinturón, varios compartimentos albergaban Shurikens y Kunais, siempre listos para ser utilizados con letal destreza.
Su cabello negro, alborotado con un desorden cuidadosamente intencionado, le daba una apariencia salvaje y determinada. Cada detalle hablaba de un guerrero en ascenso, de alguien que no solo estaba listo para la batalla, sino también para hacerse notar en ella.
—Pensé que te gustaría —dije con orgullo—. No es solo un disfraz, por cierto. Este atuendo está encantado. No importa cuánto se ensucie, se rasgue o lo dañes… siempre volverá a su forma original. Quería algo que se adaptara a la misión y.…que no requiriera de cambios de ropa interior a mitad del camino —añadí con una carcajada.
—¡Syneraaaaa! —Kenja gritó mi nombre con mezcla de vergüenza y resignación, pero no pudo evitar sonreír—. Supongo que... gracias.
—De nada, ninja de bolsillo. Ahora ponte serio… nuestro viaje comienza —dije, dejando que la ligereza se disolviera en determinación.
Estábamos listos para partir. De pie, uno junto al otro frente a la entrada del templo, adoptamos una postura casi heroica, como si el viento nos hubiera detenido en una pintura ancestral. El aire olía a nieve derretida y a la resina fresca de los árboles. El amanecer, bañado en tonos naranjas y dorados, parecía inclinarse ante nosotros, rindiendo homenaje silencioso a nuestra partida.
Kenja avanzó unos pasos, sacó unas pequeñas flores silvestres que había recogido días antes y las colocó cuidadosamente sobre la piedra de la entrada. Encendió un par de inciensos con un leve chasquido mágico de sus dedos —un truco que le enseñé—. Luego se arrodilló en silencio. Sus labios murmuraron una oración apenas audible, una despedida para Frayi. Sus ojos se cerraron con una paz que rara vez le había visto.
Me quedé observándolo, sintiendo una punzada cálida en el pecho. Por más impulsivo que fuera, ese chico tenía un corazón que brillaba más que muchas almas antiguas.
Se puso de pie de golpe, exhaló con fuerza y gritó con una sonrisa enorme:
—¡HORA DE IRNOS! —exclamó, señalando con entusiasmo el horizonte, como si desafiara al mundo a detenernos.
Extendió la mano hacia su espada, Sharksoul, que respondió a su llamado con un zumbido metálico y se elevó en el aire como si tuviera vida propia. La hoja se estabilizó horizontalmente, suspendida como una tabla mística flotante.
Kenja se subió con un salto ágil, giró hacia mí con una sonrisa traviesa y me extendió la mano.
—¡Ven, súbete! ¡Te prometo que esta vez no te clavara un kunai al cuello! —dijo entre risas.
Lo dudé por un instante... pero su entusiasmo era contagioso. Tomé su mano con resignación teatral.
—Si me caigo, te juro que te convierto en sapo... —le advertí mientras me subía.
Pero no hubo tropiezos. En cuanto mis pies tocaron la hoja, ¡PUM!Salimos disparados, deslizándonos por la ladera como una flecha. El viento golpeó mi rostro, agitando mi cabello como una llama salvaje. Me sujeté de la cintura de Kenja, no por miedo, sino por instinto.
—¡Jajaja! ¡Mira eso, Synera! ¡Es increíble! —gritó entre carcajadas mientras descendíamos a toda velocidad.
No pude evitarlo. Solté una risa fuerte, libre, cargada de una alegría que había olvidado cómo se sentía. Era como si el mundo entero se hubiera detenido por un instante para regalarnos ese momento de felicidad.
—Es la primera vez que te escucho reír así… —dijo Kenja, girando ligeramente la cabeza.
—Cállate… y será la última. Hay cosas de mí que no conoces, y está bien que sigan así —respondí, intentando sonar severa. Pero no pude borrar la sonrisa de mi rostro—. Solo mantén la vista al frente, surfista caótico.
Bajamos la montaña en un torbellino de viento, nieve y risas.
Dejábamos atrás el templo, las memorias, la paz, y quizás también parte de la tristeza que habíamos llevado por tanto tiempo. Delante de nosotros se abría el mundo: valles que se extendían hasta el horizonte, ríos brillando como espejos y un cielo que prometía historias por escribir.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Kenja, ya más serio.
—A la frontera del reino de Thérenval —respondí, con el tono grave de quien lleva un propósito—. Cruzaremos hacia Decathis, el corazón latente de Veydrath.
—Eso suena… épico —dijo él, con los ojos brillando como si ya soñara batallas.
—Cállate y sigue recto. Yo te guiaré —le ordené con una sonrisa, encendiendo otro cigarro con un chasquido suave.
Y así, surcando el amanecer sobre una espada encantada, comenzó nuestro viaje. Un viaje que marcaría el destino de reinos, de magia… y quizás, de nosotros mismos.
Lo que no sabíamos…
era que el verdadero desafío no nos esperaba en el horizonte,
sino en las sombras que llevábamos dentro.