En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
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CAPÍTULO XVIII: Una Flor en las Cenizas
— Synera —
El primer rayo de sol se filtraba entre los escombros, tiñendo las ruinas de la ciudad con tonos dorados y cálidos. La niebla fría se disolvía lentamente, como si el mundo entero soltara un suspiro de alivio tras una noche de pesadilla.
Allí estaba yo, de pie frente a él... frente a Kenja.
Su figura, maltrecha pero erguida, parecía desafiar a la misma muerte. El eco del poder que había desatado aún vibraba en el aire, un remanente de caos que ni el tiempo se atrevía a disipar.
Y, por primera vez en mucho tiempo, sentí algo que rara vez me permitía: esperanza.
–Vaya... debo admitir que estoy orgullosa de ti –dije, acercándome con una sonrisa casi imperceptible.
Kenja levantó la vista hacia mí. Sus ojos, usualmente chispeantes de humor, ahora brillaban con lágrimas sinceras, vulnerables. Sin pensarlo, dio un paso hacia mí, intentando abrazarme.
Extendí la mano, firme, deteniéndolo en seco.
–No te atrevas –murmuré, seria, aunque mis ojos destellaban una complicidad vieja y querida.
Kenja soltó una risa ahogada, forzadamente dramática.
–¡Synera, qué cruel! ¡Pensé que jamás volvería a verte! ¡Que moriría solo, abrazado a un pilar! ¡O peor, sin nadie que escuchara mi último chiste!
–Habría sido un descanso para el mundo –contesté, arqueando una ceja, pero dejando que una leve risa escapara de mis labios.
Reímos. No como guerreros que acaban de sobrevivir a la batalla, sino como dos amigos que, a pesar de todo, aún podían encontrar un motivo para sonreír.
La paz duró poco.
Una multitud irrumpió, humana, viva, real. Los sobrevivientes nos rodearon, con lágrimas, risas, gritos de victoria. Sentí manos temblorosas tocando mi brazo, agradeciendo, buscando algo, alguien, en quien creer.
Entre los gritos, una voz destacó:
–¡Vivan nuestros héroes!
Un hombre corpulento, cubierto de cicatrices y con el alma reflejada en sus ojos, se abrió paso entre la gente. Con un gesto poderoso, nos levantó a ambos, Kenja y a mí, sobre sus hombros.
–¡Que vivan nuestros héroes! ¡Que nunca se apague la luz que nos devolvieron!
Kenja, nunca perdiendo oportunidad, tosió teatralmente.
–¡Un momento, un momento! ¡Es Synera... y el incomparable, magnífico, gran Kenja!
Las carcajadas estallaron entre la gente, y el grito se repitió, ahora más fuerte, más humano:
–¡Vivan Synera y el incomparable, magnífico, gran Kenja!
Yo rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír.
Niños pequeños corrieron hacia nosotros. Uno de ellos, apenas mayor que un suspiro, tomó la mano de Kenja con total confianza, como si siempre hubiera sido su héroe, su luz. Se lo llevaron arrastrado en medio de juegos y risas, mientras él miraba hacia atrás, buscando mi aprobación.
Le hice un gesto apenas visible con la mano. Ve.
Hoy, por fin, se lo había ganado.
Me quedé observando. Por primera vez en mucho tiempo, el mundo parecía respirar sin miedo.
Entonces, sentí una presencia acercándose.
Un hombre de porte serio, vestido con armadura gastada pero digna, se inclinó ligeramente ante mí.
–Señorita Synera –dijo con voz grave, pero cargada de gratitud–. Soy Gareth, líder de esta ciudad... o lo que queda de ella.
¿Podríamos hablar en privado?
Asentí, guardando mis pensamientos. Caminamos juntos entre las ruinas, bajo un cielo que poco a poco dejaba atrás la tormenta.
El paisaje era un poema de dolor: cadáveres alineados en improvisados altares de piedra, familias abrazando lo que quedaba de sus hogares, niños enterrando a sus padres.
Y, aun así… vida.
–Gracias a ustedes, hoy respiramos –dijo Gareth, su voz quebrándose un instante, antes de retomar la firmeza–. Muchos han muerto... pero muchos más viven. Si no fuera por su valor... esta ciudad habría sido devorada.
–Fue casualidad –respondí, seca. No quería que las emociones traicionaran mi fachada.
Seguimos caminando, cruzando calles heridas y memorias rotas, hasta llegar al viejo pozo que habíamos usado para infiltrarnos. Descendimos en silencio, el eco de nuestros pasos resonando en la piedra húmeda. Gareth se detuvo frente a una pared que parecía tan sólida como la historia misma. Murmuró un conjuro apenas audible, y ante mis ojos, la pared que parecía sólida se abrió como un libro viejo revelando su secreto.
Mostrando una cámara subterránea amplia, iluminada por antorchas improvisadas.
Refugiados. Decenas, tal vez cientos.
Mujeres, ancianos, niños. Al verme, retrocedieron, temerosos. Muchos habían visto más horrores de los que una vida debería permitir.
–Tranquilos –anunció Gareth, su voz fuerte pero llena de gratitud–. Ella es uno de los héroes que nos salvaron. Hoy… hoy tenemos la oportunidad de empezar de nuevo, gracias a su valentía.
Un murmullo recorrió la multitud. No de miedo, sino de algo más frágil y precioso: esperanza.
Una niña pequeña, con el vestido rasgado y el cabello hecho un nido de polvo, se adelantó. Se acercó a mí, temblando. Dudó… y luego me tendió una flor marchita, arrancada quién sabe de dónde.
La tomé, en silencio.
Era fea. Era imperfecta.
Era vida.
–Gracias –murmuré, apenas audible.
Gareth sonrió, un gesto agotado, pero auténtico.
–No importa lo que hayas perdido… si aún tienes algo por lo que luchar –dijo, sus palabras flotando en el aire como un juramento ancestral.
Cerré los ojos un instante.
Pensé en todo lo que había dejado atrás.
Pensé en Kenja.
En este mundo roto.
En la vida que, a pesar de todo, aún se aferraba a existir.
Cuando los abrí, respiré el amanecer que por fin había comenzado de verdad. Y por primera vez en años… sentí que, tal vez, solo tal vez, había valido la pena seguir luchando.
Todos emergieron del pozo uno tras otro, como náufragos regresando a tierra firme tras una larga tormenta. La luz tenue iluminaba los escombros, desdibujando las cicatrices de la ciudad en un velo casi piadoso.
Los refugiados se detuvieron.
Sus miradas se perdieron en el paisaje roto, en los restos de lo que una vez llamaron hogar.
Calles resquebrajadas, edificios reducidos a huesos de piedra, recuerdos enterrados bajo los escombros
Nadie lloró. Nadie gritó.
Solo respiraron.
Y en esa respiración… había esperanza.
Sabía que esas personas, rotas pero no vencidas, reconstruirían este lugar.
No igual.
Más fuerte.
Más vivo.
Me detuve a observarlos un momento. El viento mecía la ceniza y el polvo como si el propio mundo se inclinara ante su valor.
Fue entonces que, de pronto, escuché un gemido lastimero a mis espaldas.
–¡¡¡AHHHHHH, MI SHARKSOUL!!! –Kenja apareció corriendo como un alma en pena, directo hacia donde su espada yacía, olvidada sobre el suelo.
Se arrodilló ante ella, como si estuviera atrapado en el clímax de una tragedia épica, sus manos aferrando la empuñadura con desesperación. Las lágrimas, desbordadas e intensas, caían de sus ojos en un torrente desmesurado, como dos cascadas imposibles que desafiaban la gravedad misma.
–¡¿Por qué me dejaste solo, compañera mía?! –sollozaba–. ¡Pensé que nunca volvería a verte! ¡Pensé que habías encontrado a otro guerrero más guapo y valiente! ¡Buhuhuhuhu!
Algunos de los niños lo miraban boquiabiertos. Una niña se tapó la boca para no soltar una risita.
Yo crucé los brazos, levantando una ceja con absoluta indiferencia.
–Vas a desgastarle el filo con tanto llanto, imbécil –dije, soltando un bufido.
Kenja levantó la cabeza con el rostro todavía bañado en lágrimas falsas.
–¡No entiendes nuestro amor, Synera! ¡Nuestra conexión trasciende mundos! ¡Almas gemelas, unidas por el destino!
Me acerqué, le di un pequeño golpecito en la cabeza con los nudillos, seco y preciso.
–Almas gemelas… –murmuré–. Más bien parece que la espada está intentando huir de la vergüenza.
La gente alrededor soltó una risa tímida, como si el dolor de la pérdida pudiera empezar a deshacerse en pequeñas burbujas de humor.
Kenja abrazó su Sharksoul contra su pecho como si fuera su hijo perdido.
–No te preocupes, niña bonita... –susurró dramáticamente a la espada–. ¡Ya estamos juntos de nuevo! ¡Nadie nos separará! ¡Ni siquiera esta bruja malvada!
Yo suspiré, resignada, y me giré para seguir adelante.
–Tsk. Mejor será que no la vuelvas a perder… o la próxima vez te dejo en su lugar.
–¡¡¡¿EH?!!! –gritó Kenja, poniéndose de pie de un salto–. ¡¿Acaso me estás comparando con un pedazo de hierro?!
–No. El hierro tiene más dignidad que tú.
–¡Cruel! ¡Bruja despiadada! ¡Mujer de corazón de hielo!
Los sobrevivientes soltaron carcajadas ahora más abiertas, y por un momento, entre ruinas y ceniza, la vida volvió a reír.
Mientras caminábamos entre la bruma suave del alba, supe que esta ciudad, como Kenja, como todos nosotros… aún tenía una chispa que ni el infierno había podido apagar.
Y era apenas el primer paso hacia algo más grande.
La noche había caído sobre la ciudad arrasada, pero en el aire ya no pesaba la misma oscuridad opresiva que antes. En su lugar, una luz cálida, tejida de fuego y estrellas, llenaba el vacío dejado por las ruinas. Gareth, con su liderazgo natural, había organizado un festín improvisado en el corazón de la ciudad, donde el eco de las carcajadas de los sobrevivientes resonaba con fuerza. El aroma de pan recién horneado, carne asada y especias flotaba por el aire, un recordatorio tangible de que aún había vida en este lugar destrozado.
La gente se había reunido alrededor de una hoguera, las llamas danzaban como si celebraran la victoria de la humanidad sobre la oscuridad. Música de tambores y flautas llenaba el aire, y algunos comenzaron a bailar, sus movimientos ligeros, desinhibidos. Los niños corrían entre las sombras, jugando como si el futuro estuviera al alcance de su mano. En cada rincón, las historias de aquellos que ya no estaban se susurraban en silencio, pero la risa superaba el dolor, mientras las copas se alzaban en memoria de los caídos.
Kenja, como siempre, era el alma de la fiesta. No se contentaba con estar quieto; entre sus bromas, se unió a la danza, sus movimientos descoordinados pero llenos de entusiasmo. Una mujer anciana lo miró con una sonrisa indulgente.
–¡Cuidado, joven, que no se te rompa ese cuerpo de tanto girar! –exclamó, mientras Kenja, entre risas, esquivaba un trompo que casi lo derribaba.
Yo me quedé apartada, observando desde un rincón cercano. El brillo en mis ojos reflejaba la luz de las llamas. El peso de todo lo que había pasado aún no se había desvanecido por completo, pero por un momento, no lo sentía tan aplastante. Busqué a Kenja entre la multitud, y al verlo reír, algo en mi pecho se aflojó.
A mi lado, Gareth apareció con una copa en la mano, una sonrisa cansada pero genuina en el rostro.
–No es mucho, pero... hoy es un día de celebración, ¿no? –dijo, alzando la copa hacia ella.
Sin decir una palabra, alcé la mía. El brindis resonó en el aire, como un eco de esperanza. El sonido de la fiesta continuaba a mi alrededor, un canto que reverberaba en la ciudad y en los corazones de todos.
La noche pasó en un suave vaivén de risas y música. Pero cuando finalmente la fiesta llegó a su fin, todos se dispersaron hacia sus hogares improvisados. Caminé junto a Kenja hacia una de las casas más estables, donde habían dispuesto dos camas separadas, cada una en un rincón de la habitación.
El silencio que cayó al cerrar la puerta fue casi absoluto. Me quité las botas y me senté en la cama, observando las sombras que la luz de la luna proyectaba en el suelo. Kenja, con su usual energía, se tumbó de espaldas sobre la suya, mirando el techo.
—No fue tan terrible —comentó, su tono ligero como siempre.
Lo miré de reojo, levantando una ceja.
—¿Qué, la fiesta o sobrevivir a la batalla? —pregunté con una sonrisa apenas irónica.
Kenja se rió suavemente, girándose hacia mí.
—Las dos. Aunque, debo admitir que la fiesta me ganó por mucho —dijo, con un tono más serio de lo habitual—. La verdad, no sé cómo hacer para que este momento dure.
Suspiré, dejándome caer hacia atrás en la cama.
—La gente necesita momentos como estos. Pero también necesita saber cuándo luchar y cuándo recordar lo que ya ha perdido.
El silencio se instaló entre nosotros, solo interrumpido por el suave crujido de las camas y el viento que movía las cortinas.
Kenja finalmente rompió el silencio.
—¿Y tú? ¿Cómo lo llevas?
Me mantuve en silencio unos segundos antes de contestar, la mirada fija en el techo, como si allí pudiera encontrar las palabras.
—Cada día... es un paso más. Y eso basta, por ahora.
Kenja se giró un poco, la expresión de su rostro más suave.
—Yo... no sé si soy tan fuerte como todos creen. A veces me pregunto qué haría si no estuvieras aquí.
Ante sus palabras, tan empapadas de cursilería, tomé la almohada y se la lancé con precisión quirúrgica a la cara.
—Deja de ponerte tan sentimental —murmuré, entre divertida y cansada—. Haber tomado tanto vino y bailado hasta agotarte te dejó pensando tonterías.
No obtuve respuesta, solo un ronquido profundo. Kenja ya estaba dormido.
Me quedé viéndolo por un momento. Su respiración tranquila, el rostro relajado… ese niño testarudo que conocí se había convertido, sin que me diera cuenta, en alguien a quien el mundo podía seguir. Un hombre. No perfecto, no invencible, pero con un corazón tan grande que era imposible no creer en él.
Contemplarlo así, en paz, me aferró aún más a mi promesa. Seguir la voluntad de Aetherion era mi prioridad… pero también lo era seguir a su lado, sin importar lo que venga. Eso, también, era destino.
Sonreí, apenas, con ternura y ese toque de misterio que nunca me abandona. Me recosté en la cama, chasqueé los dedos y mi pijama de encaje apareció sobre mí. Porque sí, podía ser muchas cosas… pero jamás renunciaría a mi estilo. Me arropé despacio, cerré los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía descansar de verdad.
Porque incluso en un mundo roto, hay corazones que siguen latiendo con suficiente fuerza como para encenderlo todo otra vez.
Mientras ellos duermen...
— Eirenys —
Ubicación: Palacio Real de Decathis – Sala del Aliento Silente
La luz no toca este lugar. Ni el sol, ni la luna. Solo antorchas de fuego azul iluminan las paredes agrietadas de la gran sala, decorada con tapices de guerras olvidadas y frescos que sangran magia antigua. Un eco constante, como respiraciones contenidas, envuelve la atmósfera.
Estoy de rodillas, sobre un suelo de ónix con símbolos sellados que palpitan bajo mi piel. Frente a mí, una figura cubierta por un manto de sombras se alza sobre un trono que parece más una herida abierta en el espacio.
Clack.
Una bofetada cruza mi rostro con la violencia del juicio divino. No veo la mano. Solo la siento.
—Basura incompetente. —La voz, grave y sin género, gotea veneno con cada sílaba—. Una misión simple. ¿Y me traes un fracaso cubierto de excusas?
—La joya no fue recuperada —respondo—. Pero encontré algo que usted debe escuchar. Algo que… podría cambiarlo todo.
Un silencio terrible. Las antorchas parpadean como si dudaran de mi existencia.
—Habla.
Trago saliva, controlando el temblor en mi voz.
— Synera sigue viva. Pero eso ya lo sabe. Lo que no sabe... es con quién viaja. El joven. Kenja. Su maná… no encaja en este mundo. No pertenece a ninguna corriente conocida. Es como si el caos lo hubiera adoptado y moldeado a su antojo.
La figura se incorpora. No camina: flota. Las sombras a su alrededor gimen.
—¿Cómo lo describes?
—Oscuro... pero no demoníaco. Caótico… pero con una estructura. Como si el maná de Veydrath y Aetherion hubieran engendrado algo que jamás debió existir. Mi señor... ese muchacho podría ser el catalizador.
La sombra se detiene frente a un tapiz cubierto por una tela negra. Un solo gesto lo descubre, revelando un mapa vivo: una piel encantada que pulsa con símbolos rúnicos y constelaciones en movimiento. Una silueta oscura comienza a brillar en el centro.
—Entonces el eco ha comenzado… —murmura—. El primer latido de la profecía. Si él es el portador... entonces no fue un fracaso. Fue una apertura.
El silencio pesa. Las paredes vibran con un lenguaje antiguo que no entiendo. Todo el palacio parece contener la respiración.
—Tienes una nueva tarea —dice finalmente—. No interfieras, no lo provoques. Obsérvalo. Encuentra su origen, sus vínculos, sus grietas. Si la joya lo eligió... entonces el Despertar no será una elección, sino una consecuencia.
—¿Y la asesina?
—La observa. Lo protege. Aún no entiende que puede ser la llave… o la jaula.
Lo veo alzar una mano. No tiene forma fija. Cambia con cada latido: hueso, sombra, metal, carne. La extiende hacia el tapiz. Y entonces habla con una calma más aterradora que la furia.
—El muchacho olvidará quién fue.
Solo recordará lo que debe ser.
Mi garganta se seca. Mis labios tiemblan. No por miedo. Sino porque lo sé. Lo he visto.
—¿Qué se espera de mí?
Su presencia se curva sobre mí como un eclipse.
—Obedece. Observa. Y si llega a desviarse… serás tú quien lo devuelva al abismo. Aunque tengas que romperlo con tus propias manos.
Trago en silencio. Siento su poder envolverse a mi alrededor como cadenas dulces.
—Como ordene, mi señor.
—Y si ella interfiere…
—Lo hará.
—Entonces que el fuego aprenda a temer a la sombra que lo alimentó.
La sala se disuelve a mi alrededor. El mundo exterior vuelve a filtrarse, poco a poco.
Pero antes de desaparecer por completo, me doy la vuelta y lo observo. Solo un instante.
Él no tiene nombre. O tal vez tiene todos.
Y por primera vez en mucho tiempo… siento que ni siquiera yo estoy preparada para lo que viene.
Sonríe.
No tiene boca.
Pero lo sé.
—Muy bien —susurro con una reverencia sutil, apenas contenida—. Obedeceré. Vigilaré.
Y cuando llegue el momento...
haré que él mismo abra la puerta.
La oscuridad me traga en silencio.
Y el mundo, sin saberlo, da un paso más hacia su ruina.