En un barrio marginado de la ciudad, Valentina, una chica de 17 años con una vida marcada por la pobreza y la lucha, sueña con un futuro mejor. Su vida cambia drásticamente cuando conoce a Alejandro, un ingeniero de 47 años que, a pesar de su éxito profesional, lleva una vida solitaria y atormentada por el pasado. La atracción entre ellos es innegable, y aunque saben que su amor es imposible, se sumergen en una relación secreta llena de pasión y ternura. ¿como terminara esta historia?
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Capítulo 19: El Precio del Adiós
La mañana siguiente, Valentina despertó sintiendo un peso en el pecho, uno que no la dejaba respirar. La carta de Alejandro seguía guardada en el bolsillo de su chaqueta, y sus palabras resonaban en su mente como un eco insistente. Se dio cuenta de que el cierre que había encontrado en esas palabras era tan frágil como el papel en el que estaban escritas. Las calles de la ciudad, la habitación de la pensión, y hasta el terreno abandonado se sentían como trampas que la mantenían atada al pasado.
Decidió, entonces, que debía marcharse. El impulso no fue producto de una reflexión larga, sino de una urgencia que sentía en la piel, en cada paso que daba por las aceras rotas de aquel barrio. Necesitaba huir, aunque no sabía si lo hacía para escapar de su propia culpa o de la sombra de Alejandro que la seguía a cada rincón.
Vendió las pocas pertenencias que había acumulado en la pensión, solo lo suficiente para comprar un billete de autobús hacia una ciudad al sur. No le importaba el destino, solo quería alejarse de ese lugar que la sofocaba, donde cada esquina, cada rostro, le recordaba lo que había perdido.
Esa misma tarde, se despidió del barrio sin decir una palabra. Ni siquiera se tomó el tiempo de despedirse de Ernesto o de los vecinos que habían empezado a escucharla. Aun así, al caminar hacia la terminal de autobuses, sintió una mezcla de tristeza y alivio; la certeza de que dejar atrás ese lugar era también dejar atrás una parte de sí misma que ya no reconocía.
Durante el viaje, Valentina miraba por la ventana, observando cómo los paisajes se desdibujaban en el horizonte. El traqueteo del autobús y el murmullo lejano de los pasajeros la envolvieron en una especie de letargo, pero, en el fondo de su mente, la sensación de vacío seguía presente. No importaba cuántos kilómetros pusiera entre ella y el pasado, las cicatrices de todo lo que había vivido viajaban con ella.
Al llegar a la nueva ciudad, un lugar que no conocía y que tampoco le importaba entender, encontró una pensión barata donde se instaló sin demasiadas preguntas. La habitación era aún más pequeña que la anterior, con una cama desvencijada y una ventana que apenas dejaba entrar la luz. Valentina la recorrió con la mirada, sintiendo que aquel espacio se parecía a su propia vida: estrecho, limitado, sin muchas perspectivas.
Días pasaron, y Valentina se perdió en la rutina de buscar trabajo, de caminar sin rumbo por las calles, de observar desde la distancia la vida de los demás. No hablaba con nadie, evitaba hacer conexiones, como si temiera que cualquier lazo nuevo se convirtiera en otra cadena que la atara a un sitio del que luego necesitaría escapar.
Una tarde, mientras deambulaba por un mercado local, vio a un grupo de niños que jugaban en una plaza cercana. Se detuvo a observarlos, recordando vagamente la esperanza que alguna vez sintió al imaginar un lugar donde las nuevas generaciones pudieran tener un futuro diferente. En sus rostros, en sus risas, sintió una punzada de dolor; se dio cuenta de que había perdido la capacidad de soñar, de imaginar algo mejor. Era como si aquella Valentina que creyó en la cooperativa, que luchó por un cambio, se hubiera desvanecido junto a Alejandro.
De regreso en la pensión, sacó la carta de Alejandro del bolsillo y la leyó por última vez. Esa noche, sentada en el borde de la cama, decidió que no podía seguir cargando con las palabras de alguien que ya no estaba. Salió de la habitación y caminó hacia un pequeño puente que cruzaba un arroyo cercano. Las luces de la ciudad se reflejaban en el agua sucia, creando sombras que se deslizaban bajo la corriente.
Con manos temblorosas, Valentina sostuvo la carta frente a ella. Por un momento, pensó en guardarla de nuevo, en aferrarse a ese último pedazo de Alejandro. Pero, en lugar de eso, dejó que el papel se deslizara de sus dedos y cayera al agua. La corriente arrastró la carta, llevándola lejos, hasta que desapareció en la oscuridad del arroyo. Valentina sintió un nudo en la garganta, pero no derramó ni una sola lágrima. Ya no le quedaban más.
Esa noche, mientras volvía a la pensión, Valentina se sintió más ligera, aunque la ligereza no era liberación, sino una sensación de vacío, como si se hubiera arrancado una parte de sí misma junto con la carta. Se dio cuenta de que no era capaz de reconstruirse, que no podía regresar a la joven que había sido. Pero también comprendió que ya no quería intentarlo.
Los días se volvieron monótonos. Valentina consiguió un trabajo como cajera en una pequeña tienda, donde pasaba las horas sin apenas hablar con nadie. Su vida se redujo a una serie de gestos repetitivos, sin grandes expectativas. Y aunque una parte de ella sabía que aquello no era vida, que estaba más cerca de ser una sombra que una persona, aceptó su destino como un castigo autoimpuesto, una forma de expiar lo que no pudo salvar.
La ciudad seguía girando a su alrededor, indiferente a su presencia, y Valentina se dejó llevar por esa indiferencia. Ya no miraba al horizonte, ya no se preguntaba qué vendría después. Se limitaba a existir, a flotar en ese limbo de días que se parecían entre sí, como las olas de un mar oscuro que no tenía orillas.
Y así, el tiempo pasó sin que ella lo notara, mientras la carta de Alejandro se hundía en el barro del arroyo, mientras el terreno abandonado en su antiguo barrio se cubría de maleza, y los sueños que alguna vez compartieron se convertían en nada más que polvo arrastrado por el viento.
Valentina nunca regresó a ese lugar, nunca miró atrás. Sabía que la oscuridad que había encontrado en sí misma no desaparecería por cambiar de paisaje, pero también sabía que lo único que podía hacer era seguir caminando, aunque cada paso la acercara un poco más a la frontera del olvido.