Permitir acceso.
Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.
NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 18: Sombras.
Comimos, pero no era capaz de recordar el sabor de nada. Apenas si mastiqué, apenas si respondí a lo que decía Alana.
La cabeza me seguía retumbando con la carta de Esteban, con la voz de Rocío, con esa duda que me carcomía. Y Alana, a quien no se le escapaba ni un detalle, lo notó enseguida.
—Estás raro —dijo, frunciendo el ceño.
Intenté sonreír, como si pudiera engañarla.
—¿Raro cómo? —pregunté.
—No sé… como distraído.
—No, nada que ver —dije, forzando una sonrisa—. Estaba pensando en unas cosas del trabajo —mentí.
Alana me miró fijo, ladeando la cabeza como una nena caprichosa.
—Bueno, si no me querés decir, está bien. Pero no me voy a quedar a que me ignoren —dijo con algo de resentimiento en la voz. Sacó dinero de su cartera, lo apoyó con fuerza sobre la mesa y agregó—: La próxima me vas a invitar vos. Cuando no estes volado.
No supe si lo dijo en serio o si era una de sus frases enredadas, medio en broma, medio en clave. Antes de que pudiera responder, agarró la cartera, se subió a la moto y arrancó sin mirar atrás.
Quedé parado frente al local, mirando el horizonte y mascando bronca.
Tuve que pedir un Uber. Durante el recorrido, la confusión y la ansiedad combatían en mi cabeza para ver quién dominaba.
Creí conveniente ir a la casa de Esteban primero; quería, por lo menos, disculparme con Alana, aunque no sabía bien por qué.
Cuando llegué, Alana estaba sentada en la vereda, con las rodillas dobladas y el celular en la mano. Apenas me vio, sonrió con un alivio que me descolocó.
—Menos mal que viniste a buscarme —dijo, con un puchero sobreactuado.
Me quedé parado, confundido. ¿No se suponía que estaba enojada? ¿No me había dejado tirado hacía apenas veinte minutos?
—Pensé que estabas enojada —le dije.
Se encogió de hombros, como si no valiera la pena aclararlo.
—Ya se me pasó.
Me acerqué y, con un hilo de voz, solté:
—Perdón. Con Rocío hablé de algo serio, sobre Esteban, y me quedé colgado con eso.
Ella me miró con un gesto suave, casi comprensivo, y después cambió de tema de golpe:
—¿Querés pasar a tomar la media tarde?
Me reí.
—Acabamos de comer una hamburguesa a las seis de la tarde… ¿y ahora querés meterle media tarde?
—Siempre es buen momento para unos mates —contestó, levantándose y abriendo la reja.
Entramos. Puso la pava y empezamos a charlar de la facultad, del trabajo, de la vida. Nada demasiado profundo, apenas un ida y vuelta que llenaba los huecos. Al rato apareció con el mate y, como si fuera una sorpresa preparada, trajo también un bizcochuelo casero.
—¿Lo hiciste vos? —pregunté, sorprendido de que la mañosa de Alana pudiera hacer algo por sí misma.
—Obvio —respondió, orgullosa—. Probá, es una obra maestra.
Me reí otra vez. Su manera de decirlo tenía esa mezcla de niña y de actriz que no sabía si me desarmaba o me exasperaba.
Mientras tomaba el mate, mi mirada se perdió en la heladera. Y ahí lo vi: un símbolo marcado en un imán, un garabato torcido pero familiar. El mismo que había visto en el juego: §.
Por un segundo el cuerpo se me paralizó.
—Alana… ¿qué es eso? —señalé con el mate en la mano.
Ella se giró, miró el imán y frunció el ceño con desinterés.
—Ni idea. Se lo vi a Esteban algunas veces. Capaz que es de una banda o algo así.
No me convenció, pero no insistí.
Me levanté despacio y, con voz casual, le pregunté:
—Che… ¿Esteban no se había dejado alguna remera mía acá? Quiero decir, en su pieza.
—Ni idea tampoco. Fijate, si querés.
Me metí en el cuarto con el corazón acelerado. La luz tenue apenas iluminaba los bordes de los muebles. Mientras ella cortaba el bizcochuelo en la cocina y me hablaba desde ahí, yo revolvía en silencio. En un estante encontré cuadernos apilados. Los abrí uno por uno: dibujos, símbolos, anotaciones raras. El mismo tipo de garabatos que había visto en el juego.
Sentí un escalofrío. Los junté rápido, apretándolos contra el pecho, y la llamé.
—Alana, mirá esto.
Entró al cuarto y me observó en silencio. Le mostré los cuadernos.
—Estos me sirven para unas cosas del trabajo. ¿Puedo llevármelos para sacarles fotocopias?
Ella apoyó la bandeja con los panes y el bizcochuelo en la mesa de luz, sin dejar de mirarme.
—Podés —dijo despacio—, pero… ¿qué me vas a dar a cambio?
Me reí, intentando quitarle dramatismo.
—Ya te debo demasiada comida.
No respondió. Se acercó un paso más, levantó la cabeza para mirarme desde abajo —ella, con su metro cincuenta y ocho, frente a mi metro setenta y ocho—, y con una media sonrisa dejó caer una sola palabra:
—Entonces…
El aire en la habitación se volvió más denso, cargado de algo que no supe nombrar.