"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 16: Bajo el cielo de piedra
El avión aterrizó con un suave estremecimiento sobre la pista italiana, y al abrirse la escotilla, un soplo de aire tibio y perfumado de tomillo y ciprés envolvió a Aika. Por primera vez en semanas, no sentía el peso de las paredes de su casa ni los gritos de su madre, sino la promesa de un mundo ajeno al dolor. Mientras bajaban por la pasarela, el rumor alegre de voces extranjeras y el sol dorado sobre los muros antiguos le erigieron un nudo de alivio en el estómago. Estaba lejos de todo lo malo: las puertas de su pasado quedaban atrás.
—¿Te das cuenta? —preguntó Hikaru, con la mirada brillando—. Estamos en Italia.
Aika aspiró profundo. Sintió sus hombros aflojarse, como si de repente pudiera estirarse sin miedo.
—No puedo creerlo… —murmuró—. Es hermoso.
Los callejones que siguieron al aeropuerto parecían un laberinto de piedras gastadas y balcones colmados de geranios. El autobús escolar se detuvo frente a la plaza central del pueblo, donde una fuente de mármol chispeaba bajo el sol. Compañeros corrían con guías en la mano, susurrando expectantes. Aika bajó, aun asombrada, y estiró el cuello para contemplar las casas encaladas que se amontonaban como un rompecabezas antiguo.
—Vamos a instalarnos en la residencia —dijo Luna, tironeando de la mochila de Aika—. ¿Vienes?
Aika asintió, pero caminó un poco más despacio, observando cada detalle: el reflejo del agua en la pared que tenía un moho suave, el eco de sus pasos sobre los adoquines, el aroma tenue a pan recién horneado que flotaba en el aire. Se sentía libre. Como si respirar fuera un acto de justicia.
Por la tarde, después de dejar las maletas y comer una focaccia tibia en el comedor de la residencia, Hikaru le tomó la mano.
—Hay algo que quiero contarte —dijo—. Mi abuelo vive aquí, en este pueblo.
Aika lo miró sorprendida.
—¿Tu abuelo? ¿En serio?
—Sí. Se retiró hace años y vive en una casa cerca de la torre vieja. Mañana iremos a verlo, si quieres.
El corazón de Aika palpitó con fuerza. Saber que Hikaru tenía allí raíces le dio un punto de anclaje en ese lugar desconocido.
—Me encantaría —respondió, con una sonrisa que le iluminó el rostro—. Me hace sentir… menos turista. Más parte de algo.
Hikaru sonrió con timidez. Su piel, ligeramente bronceada por el sol de su ciudad natal, contrasta con los cabellos oscuros y los ojos negros que brillaban de ternura.
Al día siguiente, después de la visita a la casa de su abuelo —un hombre encorvado de voz amable y manos temblorosas que la abrazó como si fuera su nieta perdida—, Aika se llenó de historias de la infancia de Hikaru: juegos junto al río, tardes de verano entre olivos y risas compartidas con un niño que, en secreto, había guardado cariño por ella desde siempre.
Por la tarde, Hikaru la llevó por un estrecho sendero que trepaba una colina suave. Aika sintió el sol decreciente en la nuca y un viento ligero que llevaba el perfume de la tierra mojada. Al final del camino se alzaba la antigua torre de vigilancia, un cilindro de piedra con almenas talladas por el tiempo.
—Dicen que desde arriba se ve todo el mar Adriático, si el día está claro —explicó Hikaru, tomando la llave oxidable de un cerrojo bajo la puerta arqueada.
Aika dudó un momento. La torre le intimidaba con su altura, pero el impulso que la había traído hasta allí era más fuerte que el vértigo.
—¿Te ayudo a subir? —ofreció él, extendiéndole la mano.
Ella la tomó sin soltar su mirada.
—Sí.
Los escalones de piedra estaban gastados, pero sólidos. Subieron en silencio, apoyando las manos en la pared húmeda, escuchando cómo el mundo se alejaba con cada giro de la escalera. Cuando llegaron a la plataforma superior, el cielo les recibió con un lienzo de nubes rosas y naranjas. Abajo, los tejados rojos formaban un mosaico que se unía al azul profundo del mar en el horizonte.
Aika inclinó la cabeza, dejando que el viento moviera sus rizos dorados. Se sentía ligera, casi etérea.
—Es hermoso —susurró—. No pensé que algo pudiera ser tan perfecto.
Hikaru se acercó despacio, sus pasos apenas hicieron ruido sobre las losas. Su mano rozó la de ella.
—Nada de esto sería igual sin ti aquí.
El corazón de Aika se aceleró. Eran palabras que no se habían dicho antes: un reconocimiento pleno de su presencia y su valor.
Hikaru apoyó una mano en la cintura de Aika, y con la otra rozó su mejilla, todavía marcada por viejas cicatrices de dolor. Aika cerró los ojos al contacto, sintiendo un calor intenso en el pecho.
—Aika… —murmuró él, con la voz trémula—. Eres lo mejor que me ha pasado.
Ella abrió los ojos y lo vio con una claridad nueva. En su mirada había un halo de amor que la recorrió de pies a cabeza.
Sin pensarlo, Aika se apoyó en él. Sus respiraciones se hicieron coincidir. La torre entera pareció contener el aliento.
Y entonces, sus labios se encontraron.
Fue un beso suave, cargado de esperanza, de salvación y de promesas. El sol se hundía en el mar, tiñendo sus siluetas de dorado y púrpura. Por un instante, el mundo dejó de existir más allá de ese beso.
Cuando al fin se separaron, Aika apoyó la frente en el pecho de Hikaru, sintiendo el latido firme de su corazón.
—Esto… esto es lo mejor —musitó ella.
—Lo sé —respondió él, rodeándola con cuidado—. Y esto… es solo el comienzo.
Bajo el cielo de piedra, rodeados de historia y mar, Aika supo que, por primera vez, su vida podía abrirse a un mañana sin miedo. Y ese beso fue la prueba de que, junto a Hikaru, podía construir algo hermoso donde antes solo había ruinas.