En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Diez y siete
Un departamento chiquito pero cálido, en una de esas unidades habitacionales cerca de la Olímpica, con los ventanales abiertos dejando pasar el ruido lejano de los microbuses que subían la avenida y el eco de un “¡vámonos recio, chavos, súbanse por atrás!”. Adentro, las paredes estaban adornadas con pósters de Caifanes y un cuadro medio chueco que parecía comprado en el tianguis de Tepito. En las esquinas del depa, cuatro bocinas armaban el ambiente: un CD pirata con lo mejor del rock en español sonaba fuerte, mezclando a Maná con La Maldita Vecindad, y la rola iba envolviendo a los chavos que platicaban, cada quien meciendo el pie al ritmo.
—¡Dani, no manches! Casi no te reconocí. —le soltó Yuli, con una sonrisa de medio lado.
—Ya vas a empezar, ¿eh? —contestó Daniela, medio incomodada, bajando la mirada hacia su falda de mezclilla que se había comprado en el tianguis de Pericoapa el fin de semana.
—Neta, hablo en serio, te ves chida. —Yuli levantó las cejas como para que no quedara duda.
Daniela fingió que no le importaba, pero alzó la vista con un gesto que la delató.
—Ay, Yuli…
—¿Qué?, ¿ya te vas a ofender? Te lo digo bien, no como la zorra esa, la de tercero B, que llega a la secu pintada como payasa de microbús.
—¡Óyeme! —le contestó Dani, indignada—. ¿Tú cómo le haces pa’ caer siempre tan en gracia, eh?
—Por eso somos amigas.
—Yo no he dicho que sea tu amiga. —replicó Daniela, aunque sin fuerza.
Yuli se inclinó hacia ella, con picardía.
—Ya, cálmate. Dame un beso y hacemos las paces.
Daniela estaba a punto de acercarse cuando, de reojo, vio entrar a Andres.
—¡Andres! —exclamó, olvidándose de Yuli de inmediato.
Él se acercó despacio, con esa pose de tipo que sabe que lo miran.
—¿Cómo estás? —preguntó, dándole un beso rápido en la mejilla.
—Bien… muy bien. —respondió ella, nerviosa.
Andres avanzó entre el grupo, saludando a otros compas como si estuviera en un antro de Insurgentes. Yuli se le pegó a Dani y le susurró con malicia:
—Relájate, va de relaciones públicas, ya lo conoces.
Daniela lo siguió con la mirada. Andres, al darse cuenta, giró otra vez hacia ella, la escaneó de arriba abajo y sonrió.
—¡Órale! Te la volaste, eh. No te había reconocido.
El depa estaba hasta el tope. En una esquina, un chavo jugaba a ser DJ con una mezcladora pirata conectada a la compu; se rifaba un rap improvisado, pero nadie le hacía mucho caso. Una morra con blusa de tirantes y un pantalón acampanado bailaba como loca, agitando los brazos al ritmo.
Daniela se rió bajito y negó con la cabeza.
—¡Pallina! —gritó de pronto alguien.
Una chava de cara redondita, con un mechón teñido de rubio a un lado, giró y se lanzó sobre ella.
—¡Dani, qué milagro! —la abrazó fuerte, casi levantándola—. ¿Cómo andas, morra?
—De lujo. Juraste que no ibas a venir.
—Ya sé, pero fuimos a una fiesta en Satélite y la neta estaba de flojera. Me lancé con el Damián, pero nos aburrimos y dijimos: “vámonos pa’ la Olímpica”. Y pues aquí estamos, ¿qué, no te da gusto?
—¿Bromeas? Feliz de verte. Oye, ¿y la tarea de latín?, porque mañana seguro la doña nos pregunta.
—Uy, ya sé… estuve dándole toda la tarde, pero me tuve que ir con mi jefa al centro. Mira lo que compré. —dijo, girando sobre sí misma con la gracia de alguien que se siente modelo en plena pasarela improvisada. Su blusita nueva brilló bajo la luz morada de los foquitos que parpadeaban en el depa.
El ambiente era puro noventas chilango: el humo del cigarro llenaba el cuarto, la música tronaba en las bocinas piratas, y desde la ventana se escuchaba el rugido de un microbús tuneado que pasaba con luces de neón debajo y el estéreo a todo volumen con “Matador” de Los Fabulosos Cadillacs.
