Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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CAP 17
LA FORJA Y EL GREMIO
—Maestro... ¿está bien que dejemos a Riura con ellas? —preguntó Leod, aún dudoso.
Ambos imaginaron la escena: Serena cargando una montaña de ropa y telas, mientras Carolain medía a Riura, quien parecía mareada por la situación.
—Está en buenas manos —respondió Ayanos con una sonrisa cansada—. Además, si nos quedábamos más tiempo ahí, nosotros habríamos sido las presas.
Leod entendió lo que acababan de evitar. Suspiró con alivio y dijo con sinceridad:
—Muchas gracias, maestro. Me volvió a salvar.
Mientras caminaban por las calles atestadas de la ciudad, Leod miraba todo a su alrededor con una mezcla de asombro y nerviosismo. Como buen introvertido, se sentía abrumado por la cantidad de gente, colores y ruidos. Finalmente, se detuvieron frente a un local deteriorado, casi perdido entre la actividad de la calle. El lugar, oscuro y descuidado, parecía hacer retroceder a la misma urbe que lo rodeaba.
—¿Aquí es? —preguntó Leod, sin poder ocultar una ligera decepción.
Ayanos no respondió. Se adelantó y empujó la puerta. Esta crujió por el óxido, y una nube de polvo se levantó con cada paso que daban en el interior, que parecía más una bodega abandonada que un negocio activo.
—¡Enano! ¡Hey, Toico! ¿Estás vivo? —gritó Ayanos, su voz resonando en el silencio.
No hubo respuesta.
—Parece que no hay nadie... además, el lugar parece abandonado. ¿Está seguro de que es aquí, maestro?
Desde el fondo del local, detrás del mostrador, un estruendoso golpe metálico rompió el silencio. Una puerta entreabierta dejaba escapar el sonido rítmico y el calor abrasador de una forja encendida. A diferencia de la entrada polvorienta, esta puerta se abrió suavemente, revelando la intensa luz de una llama viva, casi la única fuente de iluminación en aquel taller oscuro y rústico.
Sentado frente a un yunque de gran tamaño, una figura fornida pero baja, de barba larga y tupida, hacía chisporrotear el metal al ritmo de un potente martillazo. Toico era uno con el calor, el ritmo y los golpes.
—Oye, Toico, volví —anunció Ayanos.
Pero sus palabras parecieron rebotar contra el sonido del martillo, sin alcanzar a destino. Resignado, Ayanos suspiró y se sentó en un banco desvencijado junto a la pared del taller. Leod, sin decir nada, imitó el gesto de su maestro y se acomodó a su lado, mirando con curiosidad el proceso.
Tras unos últimos golpes, el herrero dio por concluido su trabajo y llevó el metal al rojo vivo hacia un recipiente de aceite. Al sumergirlo, una nube de vapor denso se elevó, acompañada del sonido burbujeante que evidenciaba lo caliente que aún estaba el acero.
Con el trabajo terminado y el ambiente algo más calmo, Toico alzó la vista y notó a los dos visitantes que lo esperaban.
—Muchacho, veo que volviste vivo, ¡ja, ja! —tronó con voz estrepitosa y alegre.
—Y muerto no volvería, enano —replicó Ayanos con tono sarcástico.
—Enano, él es Leod. Leod, él es Toico, el herrero enano.
Leod se acomodó los lentes y saludó respetuosamente. Toico asintió con un gruñido amistoso.
—¿Y lograste traer lo que te pedí, muchacho?
Sin responder de inmediato, Ayanos y Leod abrieron sus mochilas. Con cuidado, colocaron sobre el suelo del taller una roca azul oscuro, casi negra, brillante como un diamante: la trepita azul. Junto a ella, un grueso trozo de piel de dragón, escamada y aún resistente al tacto. Finalmente, sacaron varios trozos envueltos en tela: carbón de dragón, negro y denso.
Toico los observó en silencio. Aunque conocía bien la fuerza de Ayanos, no pudo evitar sorprenderse: la calidad de los materiales era excepcional... y la cantidad, más que generosa.
—¡Woo! Es justo lo que esperaba de ti, ¡ja, ja! —exclamó Toico con su voz potente y animada, mientras daba una sonora palmada en la espalda de Ayanos a modo de felicitación.
Tomando uno de sus pesados martillos, lo alzó sobre el hombro con aire decidido y anunció con entusiasmo:
—Ahora te haré el arma perfecta, muchacho... ¡una digna de ti!
Luego, giró hacia Leod, que observaba en silencio.
—¡Tú! Trae el carbón y lánzalo al fuego.
Leod se sobresaltó ante la orden inesperada, pero obedeció casi sin pensarlo, como si le fuera imposible negarse. Ayanos, observando desde su rincón con una ceja alzada, pensó con calma:
—Parece que el enano no era tan gruñón como creía.
Mientras Leod colocaba con cuidado los trozos de carbón de dragón en la forja, Toico se le acercó, esta vez con un tono más tranquilo y casi didáctico.
—La trepita azul... —empezó—, es el material más resistente que existe. Pero el calor necesario para volverlo manejable es imposible de alcanzar en una forja común. Sin embargo...
Tomó un trozo de carbón con delicadeza inusual y continuó:
—El carbón de dragón no es cualquier combustible. Está hecho de restos orgánicos y del hollín que queda en la garganta de un dragón después de evaporar su propio fuego. Y como ha pasado por el organismo de la bestia, ha absorbido restos de maná. Por eso, es el combustible perfecto. Puede alcanzar las temperaturas de fusión de la trepita.
Los ojos de Leod se iluminaron como si acabara de encontrar un tesoro. Para él, cada palabra del herrero era una revelación. El taller, con su calor sofocante y su luz parpadeante, se volvió inesperadamente un santuario de conocimiento.
Ayanos sonrió con resignación al ver a los dos tan enfrascados en su mundo. Por un momento se sintió ignorado, pero no quiso interrumpir aquella inesperada química. Se levantó, sacudiéndose el polvo del pantalón, y se dirigió a la salida.
—Avísenme cuando esté lista... —dijo, sabiendo de antemano que nadie lo escucharía.
Y sin más, salió del taller, dejando atrás el resonar del fuego y los inicios de una nueva alianza entre aprendiz y artesano.
Ayanos se había echado a andar por las calles de la ciudad sin un rumbo fijo, simplemente matando el tiempo mientras la forja hacía su trabajo. Sus pensamientos vagaban sin dirección, perdidos entre el bullicio urbano, cuando de pronto chocó contra alguien con fuerza suficiente como para derribarlos a ambos.
—¡Ah! —se escuchó una exclamación femenina, ahogada por la sorpresa.
Papeles volaron por el aire, cayendo como hojas alrededor de ellos. La joven con la que había tropezado parecía ir con prisa, como si llegara tarde a algún sitio importante.
—Lo siento —dijo Ayanos con rapidez, agachándose a recoger los papeles dispersos.
Cuando levantó la vista, se encontró con una joven de ojos verdes tan intensos como esmeraldas. Su cabello castaño, que caía hasta los hombros, enmarcaba un rostro suave y delicado. Pero lo más llamativo eran sus orejas de zorro que asomaban entre el cabello, y una larga cola esponjosa que se movía nerviosamente a su espalda. Llevaba un chaleco celeste sobre una camisa blanca y un pantalón negro que dejaba claro que se dirijia a su trabajo.
Ella, aún algo aturdida, recogía con torpeza los papeles, sin percatarse al principio de quién tenía delante. No fue hasta que Ayanos le tendió algunos documentos que su mirada se cruzó con la de él.
Y en ese instante, se quedó muda.
Como si una chispa invisible hubiese encendido algo en su interior. Un flechazo.
—¿Estás bien? —preguntó Ayanos con tono tranquilo, ofreciéndole la mano.
La joven tragó saliva, nerviosa, y tomó su mano como si fuera algo frágil. Se puso de pie, todavía sin poder apartar los ojos del muchacho.
—S-sí... perdona por mi torpeza —logró decir entre tartamudeos.
Ayanos le dedicó una sonrisa suave y serena.
—Tranquila. Mientras no te hayas hecho daño, no tienes de qué preocuparte.
Él terminó de ayudarla a recoger los papeles y, una vez listo, se dispuso a marcharse. Con una media vuelta y una mano alzada, agregó:
—Ten más cuidado cuando corras.
Y así, sin más, se alejó calle abajo, dejando a la joven con las mejillas encendidas y el corazón latiendo como un tambor, aún abrazando sus papeles como si fueran lo único que la mantenía en pie.
"¿Quién era él...?" pensó la chica zorro con el corazón aún agitado, encantada por esa sonrisa tan amable. Pero no podía quedarse allí pensando: recordó que tenía prisa y rápidamente volvió a ponerse en marcha, aunque esa imagen no salía de su mente.
Su carrera la llevó hasta un edificio grande de muros blancos, cuya fachada estaba decorada con banderas rojas y blancas que mostraban un escudo con dos espadas cruzadas. Era su destino: el Gremio de Aventureros.
Tomó aire y cruzó las puertas con paso firme, aunque en su interior seguía latiendo una mezcla de nervios y emoción. Era su primer día como empleada en el gremio.
El Gremio de Aventureros era una institución independiente de cualquier reino, pero al servicio de la gente. Allí, los aventureros de toda la ciudad podían encontrar encargos de todo tipo: desde escoltas y recolección de materiales, hasta misiones peligrosas de caza o exploración. Era la entidad que regulaba la actividad de todos los aventureros, garantizando seguridad, pagos justos y un registro confiable de los rangos y méritos de cada miembro.
Ella, como nueva empleada, estaría en contacto constante con ellos: gestionando misiones, informando del estado de encargos y ayudando con las evaluaciones. Aunque su puesto era administrativo, no dejaba de ser un papel vital.
Pero justo cuando cruzaba el umbral, aún entre jadeos por la corrida, no pudo evitar pensar de nuevo en aquel joven de mirada intensa y sonrisa tranquila.
"¿Será aventurero también...?"
—Ana, llegas tarde —dijo una voz femenina, seria pero notablemente amable.
Era Lifee, una semielfa de cabello largo y negro, ojos marrón claro y orejas puntiagudas. Llevaba el mismo uniforme que Ana, pero era evidente que ella tenía un rango superior.
—Lo siento, señorita Lifee... me quedé dormida —respondió Ana con vergüenza, bajando las orejas y la mirada.
—De acuerdo, ya olvídalo —respondió Lifee, sin dureza en su tono—. Ven, te mostraré el lugar.
La semielfa la guió por el interior del edificio. El gremio era un salón amplio con un pasillo central, alrededor del cual se disponían varias mesas donde los aventureros podían descansar, conversar sobre trabajos o simplemente esperar ser atendidos. Las paredes estaban cubiertas de pizarras donde se colgaban misiones disponibles, así como avisos, comunicados y noticias de interés.
Al fondo del salón se encontraba un amplio mostrador de madera sólida. Allí, los empleados del gremio asistían a los aventureros: inscribiéndolos, registrando misiones o entregando las recompensas por los encargos completados.
Ambas caminaron hasta llegar detrás del mostrador.
—aquí trabajarás. Por ahora, te encargarás de las inscripciones —dijo Lifee, señalando un asiento vacío con una pequeña pila de formularios y plumas bien organizadas.
Ana asintió con entusiasmo, aún un poco nerviosa por su primer día, pero también emocionada. Era un comienzo modesto, pero sentía que estaba justo donde debía estar.
"Qué difícil fue llegar hasta aquí", pensó mientras observaba su pulcro lugar de trabajo. Dejó la pila de papeles que llevaba sobre el mostrador y se dispuso a ordenarlos; eran registros recientes y datos de varios aventureros que había pasado la noche estudiando. Por eso se había quedado dormida.
Siguió inmersa en sus pensamientos.
"Desde que tube que marcharme de la aldea… no fue fácil. Nada fácil… ¿Mamá estaría orgullosa de mí?"
Su gesto se entristeció profundamente al pensar en ello. Pero tras unos segundos, se dio una pequeña bofetada en la mejilla para espantar esos pensamientos oscuros.
—No es momento de ponerse triste —murmuró para sí misma con una sonrisa forzada.
Tomó aire, se acomodó el chaleco celeste con decisión y continuó entusiasmada con su trabajo. Estaba decidida a hacer valer todo lo que había sufrido para estar allí.