Laebe siempre supo que el mundo no estaba hecho para alguien como ella. Pequeña, frágil y silenciada, aprendió a soportar el dolor en la oscuridad, entre susurros de burlas y manos que la empujaban al abismo. En un prestigioso Instituto Académico, su existencia solo servía como entretenimiento cruel para aquellos que se creían intocables.
Pero el silencio no dura para siempre. Cuando la verdad sale a la luz, el equilibrio de poder se rompe y los monstruos que antes gobernaban con impunidad se enfrentan a sus propios demonios. Entre el caos y la redención, Laebe encuentra en una promesa inquebrantable, un faro de protección y en su propia alma una fuerza que nunca supo que tenía para enfrentar los obstáculos que le impuso la vida.
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Esta historia contiene temáticas sensibles como abuso sexual, violencia, acoso, drogas y trauma psicológico. No es apta para todos los lectores, ya que aborda situaciones crudas y perturbadoras. Se recomienda discreción.
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Capítulo 17.
Kael no se movió ni un centímetro. No importaban las órdenes de los médicos ni las advertencias de Luciel, él no iba a salir de esa habitación.
Los enfermeros, tras intercambiar miradas entre sí y con el doctor, terminaron por aceptar lo inevitable. Necesitaban su sangre, y si se negaba a salir, entonces harían la transfusión con él allí.
Uno de los enfermeros arrastró una silla junto a la camilla de Laebe.
—Si va a donar, siéntese.— Le indicó con amabilidad.
Kael obedeció en silencio, acomodándose junto a la camilla, pero nunca apartó la vista de la pequeña figura que yacía en la cama. Su expresión era dura, pero sus ojos seguían cada detalle de su rostro, esperando… esperando a que abriera los ojos.
Uno de los enfermeros tomó su brazo y le subió la manga de la sudadera. La piel estaba marcada con cicatrices y tatuajes, las venas gruesas y tensas bajo la presión de su puño cerrado.
—Voy a limpiar la zona y luego insertar la aguja. Mantenga el brazo relajado. — Le pidió el enfermero.
Kael no reaccionó. No tenía miedo al dolor. Había soportado heridas de bala y cortes profundos, una aguja no significaba nada.
El frío del algodón empapado en alcohol recorrió el pliegue de su codo antes de que el enfermero tomara la jeringa e insertara la aguja con precisión. La punta atravesó su piel sin resistencia, perforando la vena con facilidad.
Una gota de sangre oscura apareció en la cánula antes de que la tubería fuera conectada. El enfermero abrió la válvula y la sangre comenzó a fluir.
Kael siguió la delgada línea roja con la mirada hasta que llegó a la manguera que estaba conectada al brazo de Laebe. Su sangre. Directamente a ella.
Un escalofrío recorrió su espalda.
Luciel permaneció de pie cerca de la puerta, observando la escena en silencio. Kael se mantuvo inmóvil, los ojos clavados en el rostro de Laebe. Esperando.
Los minutos pasaron lentamente. No parpadeaba, no se movía. Solo observaba, como si con solo mirarla pudiera obligarla a despertar.
Luciel cruzó los brazos y rompió el silencio.
—¿Cómo la conoces?— Preguntó.
Kael no respondió.
Luciel insistió.
—Te importa. Lo veo en tu cara... ¿Es tu novia?—.
Kael mantuvo la vista fija en Laebe.
—No es asunto tuyo.— Le dijo Kael con molestia.
Luciel suspiró. No insistió. Sabía que no obtendría una respuesta, pero había algo en Kael que le hacía pensar...
...
La noche había sido larga y silenciosa. Kael nunca se movió de su lugar junto a la cama de Laebe, su mirada fija en ella, como si todo lo que deseaba era ver esos ojos abrirse. Luciel había tenido que intervenir solo para asegurarse de que la transfusión se completara con éxito, pero sabía que Kael no dejaría de vigilarla.
La habitación estaba en penumbra, solo iluminada por la tenue luz de la madrugada que filtraba por las ventanas. El sonido del respirador era el único ruido que llenaba el aire, hasta que, finalmente, un leve suspiro quebró el silencio.
Laebe movió ligeramente los dedos de una mano, luego los de la otra, y poco a poco su respiración se hizo más profunda. Sus ojos comenzaron a abrirse lentamente, y la luz que los rodeaba le hizo entrecerrar los ojos, sintiéndose mareada.
Sintió un dolor sordo en la cabeza, como si su cuerpo le estuviera pidiendo explicaciones. Pero lo más intenso fue el miedo que se apoderó de ella en cuanto sus ojos se enfocaron en el techo blanco. El pánico se apoderó de su pecho.
¿Dónde estaba?
A medida que su mente se despejaba, la ansiedad crecía. No recordaba cómo había llegado allí, ni por qué su cuerpo se sentía tan agotado. Cuando intentó mover la cabeza, un punzón de dolor recorrió su nuca. El terror la invadió.
Pero de repente, escuchó una voz conocida, una voz que la hizo detenerse.
"Laebe"
Sus ojos se dirigieron a la fuente de la voz, y cuando lo vieron, el miedo desapareció al instante.
Allí, a su lado, estaba Kael.
Una mezcla de alivio y sorpresa inundó su rostro. Ella no podía creerlo. Estaba tan débil, tan atónita, pero verlo allí, junto a ella, la hizo sentir en paz de una forma inexplicable.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, grandes y silenciosas. La tristeza que había estado cargando se disolvió en ese instante, y una felicidad pura llenó su pecho. Laebe intentó mover la mano para alcanzarlo, pero su cuerpo aún no respondía bien.
—Kael… — Susurró con voz quebrada.
Él la observó, y su mirada se suavizó. Sin decir una palabra, se inclinó hacia ella. Le besó la frente suavemente, su dedo acariciando su cabello con ternura, como si estuviera asegurándose de que estaba bien, de que seguía allí.
Luciel, desde la puerta, observó la escena. No hizo ruido, pero sus ojos se entrecerraron al ver la conexión tan palpable entre ellos. Kael no era alguien de mostrar sentimientos, pero en ese instante, todo su exterior duro se había desvanecido.
Laebe, entre sollozos, tomó la mano de Kael, aferrándose a él como si fuera su única ancla en un mar de confusión.
—Teni… tan to… miedo. . .— Murmuró entre sollozos. Kael, con voz grave y suave, acarició su mejilla.
—No te preocupes. Todo está bien ahora.— Le susurró volviendo a dar besos en su frente.
Pero Laebe no pudo dejar de pensar en lo que había sucedido. Algo había pasado para que ella terminara así, y Kael lo sabía. Sus ojos se oscurecieron por un instante, una sombra de preocupación cruzó su rostro.
—¿Quién te hizo esto? — Preguntó, con un tono bajo pero lleno de tensión.
Laebe, aún desorientada, se quedó callada. El dolor y el miedo aún nublaban sus pensamientos. Sabía quiénes la habían llevado a esa situación, pero su boca no podía abrirse.
Luciel observó desde la puerta. Sabía que no había manera de que ella pudiera responder a esa pregunta ahora. Kael no se detendría hasta que supiera la verdad.
Pero Laebe no tenía las fuerzas suficientes para decirlo. Y al final, la única respuesta que pudo dar fue un simple susurro:
—No sé…—...