Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
NovelToon tiene autorización de Dayana Clavo R. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Un gran susto
Decisiones Dolorosas
Caminaba junto a mi padre rumbo a donde estaba el juez civil al lado de Diego, sin embargo, yo lo veía como estar a punto de llegar a lo que sería mi sentencia de muerte, porque cuando le diera el sí a Diego, mi vida se transformaría en un verdadero infierno.
—Salomé, hijita, por favor quita esa cara. Pareciera que, en vez de casarte con el padre de tu hijo, vas a firmar tu sentencia de muerte. Por favor, sonríe, mira que esta boda multiplicará nuestra fortuna.
Eso me puso aún más nerviosa, ya que mi pobre padre no se imaginaba que Diego, a partir de ese momento, era en realidad el dueño de gran parte de mis bienes. No quise decir nada, solo me limité a fingir una sonrisa que me costó muchísimo, porque lo único que quería era llorar.
Cuando por fin mi padre me entregó a Diego, él se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla, susurrándome al oído:
—Esta noche serás mía, amorcito.
La sonrisa fingida se desvaneció de mi rostro. No podía imaginar estar íntimamente con el hombre que me había despojado de todo y que, además, no amaba. Mi cuerpo se estremeció; sentí una gran repulsión en ese momento y deseé tener el poder de salir huyendo de allí. Pero lamentablemente ya era demasiado tarde.
Ernestina se encontraba sentada al lado de Alberto, muy cerca de donde Diego y yo estábamos. Ella lo mantenía tomado de la mano, como si sintiera que él podría escaparse y abandonarla. La expresión que él tenía en su rostro era de disgusto, impotencia y mucho dolor. Por eso, Ernestina le dijo al oído:
—Cariño, ¿pero qué te pasa? ¿Por qué siento como si algo te molestara?
—Es que me siento incómodo viviendo en casa de tus padres. He pensado mucho y creo que lo mejor es que regresemos a México.
—¿Qué? ¿Regresar? ¡Claro que no! Yo no quiero regresar a México. Además, no puedes despreciar el empleo que te consiguió papá. Aquí lo tenemos todo.
—Sí, pero esta casa es de tus padres y yo no quiero que piensen que soy un aprovechado. Además, sabes que en el fondo ellos no me quieren.
—Pero también es mi casa, y al igual que Salomé, yo recibiré parte de la herencia de mis padres.
Alberto se quedó callado, porque sabía que el dinero que me había tocado de mi herencia se lo había dado a Diego. De alguna forma, él se sentía culpable; si hubiera respetado que era un hombre casado y no hubiera tenido esa aventura conmigo, nada de esto estaría pasando.
La ceremonia había terminado con las típicas palabras del juez que, en ese instante, me perturbaban solo al escucharlas:
—Con el poder que me confiere la ley, yo los declaro unidos en matrimonio civil. Puede besar a la novia.
Intenté disimular mi tristeza, especialmente en el momento en el que Diego se acercó a mí para darme el tan tradicional beso. Me tomó por los brazos y me acercó a él, luego me dio un beso en los labios que, para mí, fue una verdadera pesadilla. Tal vez solo fueron unos segundos, pero sentí que había sido una eternidad.
Todos se acercaron a felicitarnos. Mis padres no cabían de la alegría, y mi hermana Ernestina fue una de las primeras en felicitarme, sin soltar la mano de Alberto. Él estaba visiblemente afectado; me preocupaba que no hacía nada para disimular su malestar. Ernestina, sin darse cuenta, empeoró aún más la situación:
—Cariño, ¿no vas a felicitar a Salomé?
Él, con una falsa sonrisa, le respondió entre dientes:
—Sí, claro. — Se acercó a mí, mirándome fijamente a los ojos, luego me abrazó mientras me susurraba: —Eres el amor de mi vida y te amaré siempre.
Enseguida, me invadió un frío por todo el cuerpo. Todo me daba vueltas y, sin darme cuenta, caí desmayada al suelo, ante la mirada de asombro de todos los que me rodeaban.
—¡Salomé, ¿qué tienes?! —decía angustiado Alberto. Luego, Ernestina enseguida le dijo:
—Vamos a llevarla a su habitación. ¡Rápido!
Todos los invitados se quedaron sorprendidos, mientras que mis padres y Diego se fueron detrás de Alberto, que me llevaba en sus brazos directo a mi habitación.
—Por favor, señores, sálganse de la habitación. Voy a examinar a Salomé —dijo Alberto, hablando en ese momento como médico. Pero Diego no permitió que me quedara a solas con él; por supuesto, sabía todo lo que había pasado entre nosotros, así que iba a hacer todo lo posible por evitar que Alberto estuviera cerca de mí a partir de ahora.
—Yo no me voy a salir de la habitación. Salomé ahora es mi esposa y tengo derecho a quedarme.
Mi padre, al ver su terquedad, intervino diciendo:
—Por favor, Diego, hagamos lo que nos pide Alberto. Él es médico y sabe lo que hace. Además, recuerda que está embarazada; tal vez no sea sino un simple desmayo. Mejor ven conmigo para que atendamos a los invitados.
Salió de la habitación a regañadientes. Yo me quedé a solas con Alberto. Al cabo de unos minutos, desperté del desmayo, abrí los ojos y lo primero que vi fue su mirada clavada en mí.
—¿Qué me pasó?
—Tuviste un desmayo, pero ¿cómo te sientes?
—Estoy bien, solo un poco mareada. ¿Y dónde están todos?
—Les pedí que salieran para poder examinarte.
—¡No te atrevas a tocarme! Debo regresar con los invitados; tú no puedes estar aquí. Por favor, sal de mi habitación inmediatamente.
—Salomé, por favor, te lo suplico, tenemos que hablar.
En ese instante, escuchamos la voz de Diego, que había entrado de nuevo inesperadamente. Se puso furioso al ver la insistencia de Alberto por querer hablar conmigo y estaba dispuesto a todo:
—Ya mi esposa te dijo que te fueras.
Ambos nos sorprendimos, pero especialmente Alberto, que por primera vez se enfrentaba a Diego sin tener que fingir nada.
—Yo solo la estoy examinando como médico.
—¿Así como la examinaste ese fin de semana en la Isla hasta dejarla embarazada?
Me puse tan nerviosa que enseguida le supliqué entre lágrimas:
—Por favor, Diego, no hagas un escándalo mayor. Tú y yo llegamos a un acuerdo, así que no es necesario que hagas esto. Por favor, te lo pido.
—No te quiero ver cerca de mi esposa, ¿me entendiste? Así que lárgate de nuestras vidas. Tú ya no tienes nada que hacer aquí. Mejor vete a cuidar a tu esposita y deja a la mía en paz.
Para Alberto, eso fue un desafío. No soportaba a Diego y no estaba dispuesto a darle el gusto. Estaba fuera de control y no le importaba armar un escándalo.
—Ese hijo que espera Salomé es mío y eso no lo puedes cambiar.
—Pues ahora es mío, y le voy a dar mi apellido, así que legalmente no tienes ningún derecho. ¿O quieres que le cuente a Ernestina toda la verdad?
Justo en ese momento, entró Ernestina:
—¿De qué están hablando? ¿Qué verdad es esa que tienen que contarme?
Sentí que estaba a punto de desmayarme de nuevo. Alberto estaba pálido, y Diego tenía una expresión de malicia que denotaba que estaba disfrutando al vernos a Alberto y a mí temerosos de que pudiera decir la verdad a Ernestina. Al fin y al cabo, él ya tenía a su nombre toda mi fortuna, así que no tenía nada que perder. La verdad estaba aterrada de que se vengara de mí.
(…)