Bajo La Misma Luz

Adrián llegó al lugar acordado con Héctor, una terraza en la azotea de un edificio céntrico que ofrecía una vista panorámica de la ciudad iluminada. Era un lugar extraño para un encuentro como ese, pero Héctor siempre tenía un sentido teatral para todo, incluso para las confrontaciones.

Cuando Adrián lo vio, Héctor estaba apoyado en la barandilla, mirando las luces de la ciudad con las manos en los bolsillos. Por un instante, Adrián sintió una punzada de nostalgia al recordar los momentos buenos que habían compartido, pero la rabia se impuso rápidamente.

—Aquí estoy. Ahora dime qué demonios quieres, Héctor —soltó Adrián, su tono frío y cortante.

Héctor se giró, su rostro mostrando una mezcla de cansancio y pesar.

—Gracias por venir.

—No me agradezcas nada. No estoy aquí por ti —respondió Adrián, cruzando los brazos—. Estoy aquí porque quiero que termines de explicarme por qué me hiciste todo esto.

Héctor dio un paso hacia él, pero Adrián alzó una mano para detenerlo.

—Ni te acerques. Ya me has hecho suficiente daño.

Héctor asintió, bajando la mirada.

—Tienes razón. Te he fallado, Adrián. Y no hay palabras que puedan arreglar lo que hice.

—Entonces, ¿para qué me citaste aquí? —preguntó Adrián, su tono cargado de impaciencia—. ¿Para otra de tus excusas?

Héctor suspiró profundamente antes de responder.

—Quiero que sepas la verdad. No solo lo que hice, sino por qué lo hice.

—¿Verdad? —Adrián soltó una risa amarga—. ¿Qué verdad, Héctor? ¿Que me manipulaste? ¿Que destruiste mi carrera porque no podías soportar no tener el control? Ya lo sé todo. No necesito más explicaciones.

—No fue solo por control —admitió Héctor, con voz quebrada—. Fue porque tenía miedo de perderte.

Adrián lo miró incrédulo.

—¿Perderme? ¿Y creíste que la mejor manera de evitar eso era destruir mi vida?

Héctor asintió, sus ojos llenos de arrepentimiento.

—Sé que suena estúpido. Pero cada vez que veía lo lejos que podías llegar, lo brillante que eras, me daba miedo que te dieras cuenta de que no me necesitabas.

—¿Y qué hiciste? —Adrián alzó la voz, dando un paso hacia él—. ¿Sabotearme? ¿Asegurarte de que dependiera de ti? Héctor, eso no es amor. Es manipulación.

—Lo sé… —murmuró Héctor, con la cabeza baja—. Pero no supe cómo manejarlo.

Adrián negó con la cabeza, su corazón latiendo con furia.

—¿Sabes lo peor de todo? Que aún después de todo lo que hiciste, una parte de mí quería creer que todavía podíamos arreglar esto. Que tal vez, solo tal vez, podrías demostrar que merecías una segunda oportunidad.

Héctor levantó la mirada, su expresión llena de esperanza.

—Adrián, yo…

—Pero no —interrumpió Adrián, su voz temblando de emoción—. No puedo. No después de todo lo que has destruido.

Héctor intentó acercarse nuevamente, pero Adrián dio un paso atrás, levantando la mano.

—No. No más.

El silencio se apoderó del lugar por un momento, solo interrumpido por el murmullo distante de la ciudad. Finalmente, Héctor rompió el silencio.

—Te amo, Adrián. Siempre lo haré, incluso si no puedes perdonarme.

Adrián lo miró, su corazón dividido entre la rabia y el dolor.

—El amor no debería sentirse como una guerra, Héctor. Tú me hiciste pelear una batalla que yo nunca quise.

Se dio la vuelta, caminando hacia la salida. Héctor no lo detuvo esta vez.

Cuando Adrián llegó a la puerta, se giró una última vez.

—Espero que encuentres la forma de arreglar lo que llevas dentro. Pero ya no será conmigo.

Sin esperar respuesta, abrió la puerta y desapareció en la noche, dejando a Héctor solo bajo las luces de la ciudad.

Esa noche, mientras caminaba por las calles vacías, Adrián sintió una mezcla de tristeza y alivio. Había cerrado otro capítulo doloroso de su vida, pero el camino hacia la sanación todavía era largo.

Ahora, solo quedaba mirar hacia adelante, aunque el pasado aún pesara como una sombra persistente.