Leoncio Almonte tenía apenas trece años cuando una fiebre alta lo condenó a vivir en la oscuridad. Desde entonces, el joven heredero aprendió a caminar entre las sombras, acompañado únicamente por la fortaleza de su abuelo, quien jamás dejó que la ceguera apagara su destino. Sin embargo, sería en esa oscuridad donde Leoncio descubriría la luz más pura: la ternura de Gara, la joven enfermera que visitaba la casa una vez a la semana.
El abuelo Almonte, sabio y protector, vio en ella más que una cuidadora; vio el corazón noble que podía entregarle a su nieto lo que la fortuna jamás lograría: amor sincero. Con su bendición, Leoncio y Gara se unieron en matrimonio, iniciando un romance tierno y esperanzador, donde cada gesto y palabra pintaban de colores el mundo apagado de Leoncio.
Pero la felicidad tuvo un precio. Tras la muerte del abuelo, la familia Almonte vio en Gara una amenaza para sus intereses. Acusada de un crimen que no cometió —la muerte del anciano y el robo de sus joyas—
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Vergüenza hasta los huesos.
Complacerla.
Leoncio suspiró profundo. El cojín que descansaba sobre sus piernas era el único aliado que le ayudaba a ocultar aquello que su cuerpo había despertado sin pedirle permiso. Cerró los ojos un instante, intentando pensar en cualquier cosa menos en la cercanía de Gara.
Ella, con su dulzura natural, rompió el silencio.
—¿Quieres comer o tomar algo? —preguntó con una sonrisa tímida, buscando que la conversación entrara en calor.
Leoncio suspiró de nuevo, esta vez con un dejo de vergüenza.
—Gara… hablemos de la boda—
Ella lo miró sorprendida por el cambio brusco de tema.
—¿De la boda? —repitió, acomodándose en el sofá.
—Sí. No quiero que te sientas mal —murmuró él, bajando la cabeza—, pero… mi familia no asistirá— confeso con tristeza.
Gara se quedó pensativa mientras servía un par de vasos con jugo de naranja. El sonido del líquido cayendo llenó la habitación. Con aparente calma, respondió sin darle demasiada importancia:
—¿Estará tu abuelo presente? —preguntó mientras colocaba el vaso en su mano.
Leoncio levantó el rostro y asintió.
—Sí, mi abuelo Ulises estará presente—
La respuesta la sorprendió, pero al mismo tiempo le dibujó una sonrisa sincera.
—Eso es suficiente para mí. Yo quiero casarme contigo, no con tu familia, Leoncio. Y me disculpas si sueno muy directa, pero… no me importa quién esté o no esté—
Leoncio sintió un nudo en la garganta. Bebió el jugo de un solo trago y tragó grueso, como si las palabras de ella lo hubieran golpeado en el pecho.
—Gracias… y disculpa —dijo con tristeza—. Siento que te arrastro a esta vida, a mi vida—
Gara frunció el ceño y, molesta, dejó su vaso sobre la mesa con firmeza. Se acercó lo más que pudo a él y tomó sus manos entre las suyas.
—Jamás vuelvas a sentirte menos. No me estoy casando contigo por interés. Te dije que sí porque me gustas, Leoncio. Si no fuese así, te aseguro que jamás te habría besado—
Leoncio se estremeció con la fuerza de sus palabras. Nunca la había escuchado tan decidida.
—Perdona… no volverá a pasar —susurró, avergonzado.
Ella apartó la vista, mirando hacia la pared con expresión resuelta.
—No me importa tener el mejor vestido, ni la boda más elegante. Yo solo quiero ser tu esposa ya mismo—
Leoncio no pudo evitar sentirse sorprendido. La emoción le recorrió el cuerpo.
—Gara… —balbuceó, sonriendo—. Amo tu manera de enfrentar la vida—
Ella se encogió de hombros, como si lo que decía no fuera gran cosa.
—Solo digo lo que siento—
Él rió bajo, con ternura.
—Mi abuelo se encargará de todo. Le diré que apresure los preparativos—
Gara sonrió satisfecha y se sentó a su lado, recostando su rostro en su hombro. El silencio que siguió no fue incómodo; al contrario, era una calma reconfortante, una complicidad que hablaba más que las palabras.
—Gara… —rompió el silencio Leoncio—. ¿Cuál es tu comida favorita? Quiero que ese día seas tú la complacida—
Ella lo miró divertida.
—¿De verdad quieres saberlo?—
—Claro. Ese día es tuyo—
Gara pensó un momento y luego confesó:
—Me encanta la pasta con salsa de champiñones y mucho queso. Es algo sencillo, pero me hace feliz—
Leoncio sonrió con ternura.
—Entonces, ese día, cenaremos eso. No importa si alguien piensa que es poca cosa, lo importante es que sea especial para ti—
Ella lo miró con ojos brillantes.
—Gracias, Leoncio—
—Y… —añadió él con cierta timidez—, ¿dónde quieres pasar la luna de miel?—
Gara abrió la boca sorprendida. No había pensado que él le daría tanta importancia a sus deseos.
—¿Puedo decirlo sin que te burles?—
—Claro, dime—
—Me gustaría conocer París —respondió ella emocionada—. Siempre he soñado con vivir allí, aunque sea un tiempo—
Leoncio quedó en silencio, procesando la confesión.
—París… —repitió, como saboreando la palabra—. Entonces iremos a París—
Gara rió nerviosa.
—No tienes que prometer tanto, Leoncio— sintiendo por primera vez vergüenza, sabía que era un viaje costoso, nada que ellos no pudieran pagar.
—No es una promesa, Gara —dijo firme—. Es una decisión— el quería hacerla feliz, complacer cada uno de sus antojos.
Ella lo miró con el corazón acelerado. Nunca nadie había hecho tanto por ella.
La tarde fue avanzando entre risas, confesiones y planes. Hablaron de colores, de flores, de canciones, hasta de los nombres que le pondrían a sus futuros hijos. El tiempo se les escapó sin que lo notaran, y cuando ya la noche había cubierto todo, Gara suspiró.
—Será mejor que te lleve de regreso a casa—
Leoncio asintió. Aunque no quería separarse de ella, comprendía que debían hacerlo.
—Esta bien, vayamos— mientras salen de la casa y van en busca del auto.
cómo de costumbre ella lo ayudó a subir y colocó la música agradable, condujo directo a la casa de los Almonte.
Luego con paciencia, ella lo ayudó a bajar las escaleras y lo acompañó hasta la puerta.
Se detuvo frente a él, con una sonrisa dulce.
—Buenas noches, Leoncio—
Él inclinó la cabeza, escuchando cómo ella comenzaba a alejarse. Pero de pronto levantó la voz, con una seguridad que lo sorprendió a él mismo.
—¡Oye, Gara! ¿Y mi beso de buenas noches?—
Ella se detuvo en seco. Sintió que las mejillas le ardían, pero una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios. Dio media vuelta y regresó corriendo hacia él.
—Eres un descarado, ¿lo sabías? —susurró divertida.
—Lo sé —respondió él, sin un centímetro de vergüenza.
Gara se colgó de su cuello y lo besó. Fue un beso largo, dulce, lleno de la promesa de todo lo que vendría. Cuando se apartaron, ambos sonreían como dos adolescentes descubriendo el amor por primera vez.
—Ahora sí, buenas noches —murmuró ella.
Leoncio sonrió, con el corazón latiendo a mil por hora.
—Buenas noches, mi futura esposa—
Ella caminó de regreso, y él se quedó escuchando cada paso hasta que el silencio volvió a reinar. Pero esta vez, no necesitaba un cojín para esconder nada. Lo único que quería era guardar en su memoria la sensación de aquel beso.