Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo XI: La Ópera de los Condenados
El desierto de sal crujía bajo los pies de Víctor como risas secas. La cadena (Culpable, Autor, Silencio, Fábrica, Banquete, Relojero, Teatro, Mercado, Laberinto) arrastraba surcos blancos que brillaban bajo un sol sin calor. En el horizonte, una cúpula de cristal rajado se alzaba, sus contorsiones reflejando distorsiones del cielo. Al acercarse, el aire vibró con un coro de voces desafinadas.
La Ópera de los Condenados era un cadáver de mármol y cables oxidados. Estatuas de compositores decapitados flanqueaban la entrada, y las puertas, talladas con partituras de gritos, se abrieron con un gemido de cuerdas vocales rotas. Dentro, el aire olía a sudor de ensayo y pólvora vieja.
El vestíbulo estaba repleto de espectadores sin rostro, sus cabezas cubiertas por máscaras de periódico amarillo con titulares borrosos: "Poeta fracasado huye de su obra", "Autor devorado por sus personajes". Un ujier con traje de hollín y ojos de aguja lo guio a un palco.
—Su asiento está listo —dijo, señalando una silla de madera con correas de cuero—. La función comienza cuando usted deja de respirar.
El telón era una cortina de piel humana tatuada con versos incompletos. Al levantarse, el escenario mostraba una réplica grotesca del bar donde empezó todo: el Bar de las Sombras, ahora poblado por marionetas de clientes muertos y un pianista con dedos de tiza. En el centro, una figura con vestido negro (¿Lilith? ¿La Dama Escarlata?) cantaba un aria en latín:
"Mortem scribo, ergo sum
(Escribo la muerte, luego existo)
Nihil verum nisi exitium
(Nada es real excepto la destrucción)."
Víctor intentó levantarse, pero las correas lo inmovilizaron. En el palco contiguo, el Autor —su doble de traje impecable— aplaudía con manos enguantadas.
—¿No es sublime? —dijo, sin mirarlo—. Tu vida como ópera bufa. Hasta los errores tienen ritmo.
En el escenario, las marionetas cobraron vida. Representaban sus fracasos:
Escena 1: Un niño escondido en un armario, escribiendo su primer poema en una pared con excremento.
Escena 2: Un adolescente quemando diarios mientras una chica de pelo rojo lloraba bajo la lluvia.
Escena 3: Un hombre en un bar, inyectándose tinta en las venas para "sentir algo".
El coro, formado por sombras con máscaras de críticos literarios, coreaba:
"¡Fracaso! ¡Fracaso!
¡El poeta sin poesía!
¡El autor sin alma!"
Víctor forcejeó. Las correas le cortaron la piel, y su sangre, negra y espesa, manchó el programa de mano. La obra se titulaba "El Hundimiento en Tres Actos".
—¡No soy esto! —gritó, pero su voz se fundió con la música, un caos de violines con cuerdas de tendones y tambores de costillas.
El Autor lanzó una moneda al escenario.
—Para que recuerdes —dijo—. El arte duele más cuando es verdadero.
La moneda aterrizó a los pies de la figura de Lilith, que se transformó en la Dama Escarlata. Su corazón latía al aire, conectado a tubos que drenaban sangre en un cáliz. Bebió de él y señaló a Víctor.
—¡El invitado de honor debe unirse al coro! —anunció—. ¡Que cante su culpa!
Las correas se soltaron. Víctor fue arrastrado al escenario por manos invisibles. Le colocaron una máscara de plomo con la boca cosida, pero los hilos se rompieron al instante, obligándolo a cantar:
"Soy el que escribe con las tripas,
el que bebe miedo en vasos sucios.
Soy el huérfano de cada palabra,
el verdugo de mis propios versos."
El público se puso de pie, ovacionando. Sus máscaras de periódico caían, revelando rostros familiares: Clara, Lilith, su madre, el pianista tuerto del bar. Todos gritaban:
—¡Bis! ¡Que repita el fracaso!
El escenario se transformó en un campo de batalla. Las marionetas eran ahora soldados de papel, apuñalándose con plumas ensangrentadas. Víctor, en el centro, recibió un guion escrito en su propia piel:
ACTÚA O DESAPARECE.
En un arranque, arrancó las páginas del suelo (hojas de sus manuscritos quemados) y las arrojó al foso de la orquesta. Los músicos, esqueletos con instrumentos de alambre, tocaron una melodía discordante que incendió el papel. Las llamas devoraron el escenario, derritiendo marionetas y coristas.
La Dama Escarlata gritó, su corazón explotando en un géiser de tinta que pintó el techo de negro. El Autor, desde el palco, aplaudió lentamente.
—Bravo —dijo—. Ahora eres libre de repetirlo todo.
El techo se desplomó. Víctor corrió entre vigas ardientes, esquivando espejos que mostraban futuros alternativos: un poeta laureado vacío, un cadáver sin lápida, un hombre que firmaba pactos con sombras.
Afuera, la cúpula de cristal se había reducido a arena de vidrio. La cadena en su tobillo añadió un eslabón: Ópera. En su bolsillo, el fragmento de espejo del laberinto susurró:
—Cada obra termina igual: con el telón cayendo sobre el autor.
