Un giro inesperado en el destino de Elean, creía tener su vida resuelta, con amistades sólidas y un camino claro.
Sin embargo, el destino, caprichoso y enigmático estaba a punto de desvelar que redefiniria su existencia. Lo que parecían lazos inquebrantables de amistad pronto revelarian una fina línea difuminada con el amor, un cruce que Elean nunca anticipo.
La decisión de Elean de emprender un nuevo rumbo y transformar su vida desencadenó una serie de eventos que desenmascararon la fachada de su realidad.
Los celos, los engaños, las mentiras cuidadosamente guardadas y los secretos más profundos comenzaron a emerger de las sombras.
Cada paso hacia su nueva vida lo alejaba del espejismo en el que había vivido, acercándolo a una verdad demoledora que amenazaba con desmoronar todo lo que consideraba real.
El amor y la amistad, conceptos que una vez le parecieron tan claros, se entrelazan en una completa red de emociones y revelaciones.
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Bajo un cielo roto.
Llegué. Me deslicé del auto, silencioso, a pesar de la reja que don Genaro había abierto. Nadie debía percatarse.
Volví por Carter. Parecía dormida; cargarla fue sencillo, apenas un peso ligero entre mis brazos.
Era la primera vez que hacía algo así. Subir las escaleras con una mujer en brazos debería haber sido erótico, un momento de intimidad, pero fue un caos. Llevaba a una persona semi desmayada, sin el menor atisbo de atracción.
La luz del pasillo se encendió. Doña Meche asomó la cabeza, nuestros ojos se encontraron un instante y ella se retiró, rápida.
Dejé a Carter en la cama y bajé a cerrar el auto. Tenía a esta chica inconsciente dentro de mi casa.
Al llegar, bajo del auto sin hacer ruido, a pesar de que don Genaro abrió la reja no quiero que nadie se percate de la situación.
Regreso por Carter, parece dormida, cargarla resulta sencillo, es delgada y no pesa mucho.
Era la primera vez que me encontraba en una situación así. Se supone que subir las escaleras con una mujer en brazos debería evocar un momento de cierta pasión o romanticismo. En cambio, era un despropósito, un caos silencioso, con una persona apenas consciente que no me provoca absolutamente nada.
¡Maldición, Elean!
Estas son las estupideces que uno hace en la adolescencia.
Debería estar pasando la noche con una mujer, una que realmente me entretenga. En cambio, estoy aquí, con una niña, ¡dando explicaciones que no debería!
Toc, toc.
Llamé a la puerta de Doña Meche. Ella se asomó, visiblemente nerviosa.
"Buenas noches, joven. ¿Se le ofrece algo?", preguntó.
"Debemos hablar de lo que acaba de ver", respondí, sin rodeos.
Ella desvió la mirada. "No vi nada, joven."
" Espero de usted su total discreción, como hasta ahora", Dije con voz firme.
" La tendrá. Esta es su casa, haré lo que me pida." Su tono era conciliador, pero yo necesitaba que entendiera.
"¿Usted tiene hijos?", le pregunté.
Doña Meche asintió con la cabeza.
" La chica que traje necesita un lugar seguro para pasar la noche", expliqué, tratando de sonar lo más coherente posible.
"Oh, lo entiendo, joven. Lo siento por molestar."
"Escuche, no soy doctor, pero me parece que no está bien. Ha estado diciendo tonterías, no me reconoce y a decir verdad no tengo tiempo para esto."
"¿Bebió?", preguntó Doña Meche, su expresión suavizándose.
"Unos tragos. Necesito que usted cuide de ella o busque a alguien que pueda hacerlo" La situación me superaba, su rapidez para sacar conclusiones empezaba a irritarme.
"¿Tiene fiebre? ¿Escalofríos?", inquirió, su voz llena de preocupación maternal.
"Probablemente. En este momento no es consciente de sus acciones por lo que no considero apropiado estar junto a ella, sin contar que se ríe sin sentido y ha estado tocando todo lo que tiene cerca. Es molesto", confesé, ya al límite de la paciencia.
"No se preocupe, le llevaré algo que aprendí a hacer para mis hijos."
"De ser necesario llame a un médico.", aseguré, intentando reafirmar mi seriedad.
"No se preocupe. Le llevaré algo que le hará devolver el estómago, solo no pregunte qué es. Si no mejora con eso, entonces sí, deberé llamar a un buen médico para que la revisen."
"De acuerdo", acepté, aliviado por su ayuda.
De regreso a la habitación, el aire se sentía denso. Carter estaba empapada en sudor, aunque dormía, lo cual agradecí. Su vestido se había subido, dejando al descubierto sus piernas. Con un suspiro, saqué un par de sábanas limpias del armario y la cubrí. Los minutos se arrastraban, y ella seguía sin reaccionar. No había tiempo para dudas: Desesperado bajé a buscar el brebaje de Doña Meche.
Ella me recibió con esa mirada que solo una madre puede dar a un hijo.
"Deme lo que sea que haya preparado, se lo daré yo" Doña Meche asintió nerviosa ofreciendo instrucciones con naturalidad que contrastaba con mi propio desasosiego. En sus manos, una taza de café humeante para mí. ☕
Volví a la habitación. Esperar no era lo mío, la ansiedad me carcomía, necesito hacer las cosas para asegurarme que estén bien hechas. Al verla un escalofrío me recorrió al entrar. Dejé las cosas sobre el buró, la mirada fija en cualquier punto que no fuera ella. Por alguna razón, me negaba a mirarla directamente.
Sus tacones, como dos presencias extrañas, sobresalían de la sábana. Con sumo cuidado, los retiré para evitarle cualquier molestia. El roce fugaz de mis manos con su piel me estremeció, una sacudida de rechazo y malestar. Encendí un cigarrillo, sentándome en la silla frente a la cama.
Observé a Carter, tan frágil y ajena a todo, recostada allí.
"¡Esto es una locura!", susurré, la voz apenas un hilo.
"¡No puede ser!"
¿En qué maldito momento me metí en esta situación?
¿Cómo carajo terminaste aquí?
El aire en la habitación se volvía denso, pesado con la impotencia. Su estado me preocupaba hondamente, y la frustración me carcomía. Había intentado, con una desesperación que bordeaba la furia, hacerla beber ese remedio casero de Doña Meche 🍵, pero era inútil. Cada gota derramada sobre su vestido y mis manos solo alimentaba mi impotencia, confirmando que este "suero milagroso" se desperdiciaba mientras ella seguía ajena, frágil.
Tras varios intentos fallidos, la paciencia se me agotó. Llamé a Doña Meche, ella llegó casi arrastrando los pies, era evidente en mi rostro la molestia mezclada con una vergüenza sorda por mi ineptitud. Ella, sin inmutarse, con una calma que me desarmó, logró que Carter lo bebiera todo. Un alivio momentáneo me invadió al verla limpiar con delicadeza la boca y el cuello de ella.
"Joven, necesito una cubeta o un recipiente con urgencia", su voz, tan serena, me sacó de mi ensimismamiento.
Rápidamente, casi torpemente, le acerqué el bote de basura de la habitación. "—¿Está bien?", pregunté, la voz más baja de lo que pretendía, mi preocupación evidente a pesar de mis intentos por ocultarla.
"Debe sacar lo que tiene en su estómago", respondió, su mirada fija en Carter. "También necesito algunas toallas secas y otras húmedas."
Doña Meche me miró, y en ese instante comprendí. Había creído que ella tomaría las riendas, pero se notaba que yo sería su ayudante. Me levanté, sin ganas de querer participar pero al mismo tiempo sintiendo el peso de la responsabilidad, y conseguí lo que pedía. Pasaron unos minutos eternos antes de que Carter, con un gemido, comenzara a vomitar. Doña Meche la sostuvo con cuidado, con la destreza de quien ha hecho esto mil veces. Observé cómo masajeaba su estómago y le acercaba algo a la nariz que, casi de inmediato, provocó un nuevo y más violento vómito.
Justo estaba por abandonar la habitación cuando de repente escuché.
"Las toallas", me ordenó, "—colóquelas en su cuello."
"¿ Qué ?", volví a preguntar, mi voz cargada de escepticismo. Incrédulo de que nuevamente fuera su ayudante.
Hice exactamente todo lo que dijo, siendo una mujer mayor no podía dejarla sola, tras unos minutos de espera no parecía haber mejoría; Carter seguía empapada en sudor, un espectro pálido sobre las sábanas.
"Se pondrá bien, ya ha sacado todo lo que tenía en su estómago, necesita descansar", me aseguró, con una calma que me sorprendió. "Si llega a tener fiebre, llamaré al médico. Esperemos que no le hayan hecho una maldad."
"¿Una maldad? ¿A qué se refiere?", pregunté, una punzada de alarma recorriéndome. La sola idea de que alguien pudiera haberle hecho daño de forma intencional me revolvió el estómago.
"Usted sabe, hay cada malviviente cometiendo crímenes", respondió, su voz grave, teñida de una sabiduría amarga. "Se ve pequeña, debería tener más cuidado, principalmente por los peligros del alcohol. Aunque ahora ya no les importa eso."
"Es virgen...", la palabra salió de mi boca sin que pudiera detenerla, una confesión, un grito silencioso de la culpa que me asfixiaba.
"Con mayor razón debería cuidarse", sentenció Doña Meche, su mirada fija en el vacío, como si viera todos los peligros del mundo.
"Parece ser mi culpa", musité, la frase cayendo como una losa pesada sobre mis hombros. Cada segundo que pasaba, la responsabilidad de lo sucedido se arraigaba más en mí. El rechazo hacia mi propia irresponsabilidad era casi físico.
"Debe apreciarlo mucho para seguirlo", comentó Doña Meche, su tono ambiguo, una mezcla de observación y pregunta.
"¿Usted cree?", pregunté, sintiendo una extraña mezcla de culpabilidad y un atisbo de algo más, algo que no podía nombrar, pero que me incomodaba profundamente.
"A menos que haya alguien más en su grupo de amigos", añadió, como si leyera los hilos enredados de mis pensamientos.
" Podría ser...", confesé, hablar de mí privacidad no era algo que se me diera.
"Descanse, yo cuidare de ella", Respondio, con una seriedad que me hizo sentir culpable. "Es joven e ingenua."
"Eso parece", concordé, la imagen de Carter, tan indefensa, tan manipulable, grabada a fuego en mi mente.
"Descanse, joven, ya casi amanece", dijo Doña Meche.
"Cambie de opinión, cuidaré de ella. Dije con un tono grave. Ella asintió, su rostro reflejo el agradecimiento de la pesadez de su edad.