En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.
La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.
En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?
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El tiempo pasa, y nosotras crecemos
Cinco años habían pasado desde aquella tarde de té y confesiones en la cafetería.
Cinco inviernos, cinco primaveras, cientos de páginas escritas, lágrimas compartidas, discusiones, reconciliaciones… y una boda sencilla pero intensa en un jardín lleno de jazmines y lavandas.
Luney y Julieta ahora vivían en la restaurada mansión O’Conel, en lo alto de una colina donde el viento seguía trayendo susurros de otras vidas. Era una casa con historia en cada rincón: desde la escalera de madera crujiente hasta el salón de espejos que alguna vez fue escenario de bailes de gala. Pero ahora, era un hogar. Su hogar.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Julieta desde la cocina, mientras preparaba café.
Luney apareció desde la sala con una bata suave y un libro en la mano.
—Es miércoles. ¿O me perdí algo importante?
Julieta se acercó con dos tazas humeantes y una sonrisa traviesa.
—Cinco años desde que te robé un beso en el pasillo de mi casa.
Luney soltó una risa cálida y dejó el libro sobre la mesa.
—Técnicamente, no lo robaste. Yo me lancé primero.
—Eso no es lo que recuerdo —bromeó Julieta, besándola suavemente en la frente.
Vivían tranquilas, alejadas del ruido de la ciudad. A veces escribían juntas, a veces no. Julieta se dedicaba a la restauración de objetos antiguos y dirigía un pequeño taller en el pueblo, mientras que Luney había logrado publicar su primer libro: “Cuando las lunas se encuentran”, una historia de amor, memoria y reencuentro que se convirtió en un éxito inesperado.
—¿Has dormido bien? —preguntó Julieta mientras se sentaban junto al ventanal.
Luney asintió, pero tenía una mirada nostálgica.
—He soñado otra vez con Adeline y Juliette. Pero esta vez no fue triste. Las vi sentadas bajo un manzano, leyendo juntas. Se veían… en paz.
Julieta apretó su mano con cariño.
—Tal vez porque finalmente lo están. Porque nosotras les dimos el final que nunca tuvieron.
Un silencio suave las envolvió. Afuera, el jardín estaba lleno de vida. Las enredaderas trepaban los muros de piedra, y los manzanos —plantados en honor a aquel primer abrazo bajo un árbol— estaban floreciendo otra vez.
—A veces me pregunto —dijo Luney en voz baja— si seguimos siendo nosotras o si somos simplemente ellas, cumpliendo su deseo.
Julieta la miró con ternura.
—Somos ambas. Y algo más. Somos lo que ellas soñaron, pero también lo que nosotras elegimos construir.
Luney sonrió y apoyó su cabeza en el hombro de Julieta.
—Entonces me gusta ser esta versión de nosotras. Me gusta esta vida.
—A mí también.
Esa tarde, caminaron juntas por la casa. En una habitación del ala este, donde alguna vez Adeline escribió cartas escondidas, ahora había una biblioteca luminosa. En el ala norte, donde Juliette solía escabullirse por una ventana para encontrarse con su amor, ahora había un estudio de arte donde Julieta pintaba paisajes que parecían sacados de los sueños de Luney.
Habían dejado intactas muchas cosas: los candelabros antiguos, el piano desafinado que ahora Julieta afinaba con mimo, el retrato medio borrado de la familia O’Conel, que colgaba junto a uno nuevo, pintado por un artista del pueblo: el retrato de ambas, vestidas de blanco, tomadas de la mano bajo un cielo estrellado.
Cerca del anochecer, Julieta preparó la cena mientras Luney organizaba sus notas para su segundo libro. De vez en cuando, compartían miradas de complicidad. Había tanto amor en lo cotidiano, en lo simple. Ya no necesitaban promesas desesperadas ni cartas escondidas. Se tenían aquí, en el ahora.
—¿Quieres leerme lo que has escrito hoy? —preguntó Julieta después de cenar, con una copa de vino en la mano.
Luney asintió.
—Es un capítulo sobre una luna que no se apaga, aunque pase el tiempo. Sobre cómo el amor verdadero no necesita grandiosas palabras, solo constancia. Lealtad. Calma.
Julieta la escuchó con los ojos cerrados, imaginando cada palabra. Cuando Luney terminó, hubo un silencio largo y cómodo.
—Me haces querer volver a enamorarme de ti cada día —susurró Julieta.
—Yo lo hago —respondió Luney—. Cada vez que me miras como si el tiempo no pasara.
Se abrazaron junto a la chimenea, donde una pequeña llama bailaba sin prisa. El pasado ya no dolía. Era parte de ellas, sí, pero no era un peso. Era raíz.
Y aunque la luna seguía vigilando desde lo alto, esta vez ya no estaba triste.
Sonreía.
El viento susurraba entre los manzanos del jardín. Era otoño otra vez. Las hojas crujían bajo sus pasos mientras Luney y Julieta caminaban tomadas de la mano, envueltas en mantas suaves, mirando cómo el cielo anaranjado se fundía con la tierra.
—¿Te imaginas una risa pequeña corriendo entre los árboles? —preguntó Luney, casi en un murmullo.
Julieta la miró de reojo, su rostro encendido por la luz del atardecer.
—¿Hablas de un cachorro o de algo más pequeño?
Luney rió.
—Hablo de una niña. De una hija.
Julieta se detuvo.
—¿De verdad lo quieres?
Luney se giró hacia ella, con los ojos brillando como siempre que estaba a punto de confesar un sueño importante.
—Sí. Creo que lo he querido desde que dejamos de huir del pasado. Quiero empezar algo nuevo. Algo que sea nuestro desde el principio.
Julieta no respondió enseguida. Miró el horizonte, luego sus manos, y por último a Luney.
—Entonces vamos a hacerlo realidad. Quiero que tengamos una hija. Quiero verla crecer entre estas paredes, bajo estos árboles, escuchando nuestras historias.
Fue un abrazo largo. Uno que cerraba una etapa y abría otra.
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La decisión fue sencilla. El proceso no tanto. Buscaron clínicas, hablaron con médicos, discutieron posibilidades. Julieta sería quien llevaría el embarazo, y Luney estuvo a su lado en cada cita, cada ecografía, cada miedo y cada ilusión.
Cuando finalmente llegó la noche en que el corazón de su hija latió por primera vez en la pantalla, ambas lloraron en silencio. Era como escuchar una melodía que conocían desde siempre. Como si esa pequeña vida ya hubiera estado con ellas, esperando su momento.
—¿Ya tiene nombre? —preguntó el médico.
—Luz —respondió Luney con una sonrisa suave—. Porque vino a iluminar todo lo que ya era bello.
Durante los siguientes meses, la mansión se llenó de preparativos. Pintaron una habitación con tonos lilas y adornos de estrellas. Julieta tejió una manta con flores bordadas, y Luney escribió cartas para el futuro: palabras que su hija leería algún día, cuando fuera capaz de entender cuán profundamente había sido deseada.
Y luego, llegó.
Luz.
Piel suave como pétalos, ojos cerrados como secretos antiguos, y un llanto que no asustaba: era vida, fuerza, afirmación. El amor que habían cultivado por años se transformó en algo nuevo. Más puro. Más delicado.
—Hola, pequeña —susurró Luney la primera vez que la sostuvo en brazos—. Bienvenida a casa.
Julieta, agotada pero radiante, no podía dejar de mirarlas.
—Es perfecta, ¿verdad?
—Es todo lo que no sabía que necesitábamos —dijo Luney.
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Luz creció entre historias.
Desde la cuna, su mundo se llenó de cuentos de lunas, de princesas valientes, de amantes que atravesaban los siglos. Su habitación tenía estanterías llenas de libros, pero sus favoritas eran las narraciones inventadas por sus madres, especialmente una:
—Cuéntame la historia de las dos chicas que se amaban en secreto —pedía Luz cada noche, con los ojos grandes y brillantes.
—¿Otra vez? —fingía quejarse Julieta.
—¡Sí! —decía Luz, abrazando su peluche.
Y así, bajo la luz de una pequeña lámpara, Julieta o Luney relataban una historia muy parecida a la suya. Pero Luz aún no lo sabía. Solo que le fascinaba.
—…y aunque el mundo les decía que su amor no podía existir, ellas seguían encontrándose bajo la luna, en el ala más escondida de un castillo lleno de ecos. Hasta que un día, se prometieron que, si volvían a nacer, se buscarían otra vez.
—¿Y lo hicieron? —preguntaba Luz con una voz suave.
—Sí, mi amor. Se buscaron, y esta vez pudieron vivir en paz.
Luz suspiraba feliz, y caía dormida, como si supiera que su existencia era parte de esa promesa cumplida.
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Una noche, mientras la niña dormía, Julieta se acercó a Luney, quien escribía en la biblioteca.
—¿Sabes qué he pensado? —dijo, sentándose a su lado.
—¿Qué cosa?
—Que quizás Luz no solo es el comienzo de una nueva historia. Quizás es la continuación de algo aún más antiguo. Algo que comenzó con Adeline y Juliette, y que ahora se expande.
Luney cerró el cuaderno y la miró con ternura.
—¿Crees que también nos recordará?
—No lo sé. Pero si no lo hace, igual la amaremos con cada fibra de quienes somos. Y si alguna vez siente que le falta algo… estaremos allí, con nuestras historias.
—Entonces sigamos escribiéndolas —dijo Luney—. Para ella. Para que sepa de dónde viene el amor que la hizo posible.
Se abrazaron en silencio, mientras en el piso de arriba, Luz dormía profundamente, envuelta en la manta que Julieta había tejido, bajo un móvil de lunas que Luney había colgado sobre la cuna.
Y en algún rincón de la noche, la luna las observaba, una vez más.
Pero esta vez, ya no con tristeza.
Esta vez, con gratitud.
FIN
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