Erick un antiguo detective retirado es una persona obsecionada con un caso de desapricion del pasado resibe una misteriosa llamada anonima que lo llevara a volver al caso, el inicio que comenzo con esta llamada lo metera a los planes de una organizacion que nos dice que el secuestro de laura no es tan simple como parece
La historia está hecha para que te preguntes si hubieras seguido las decisiones que Erick toma a lo largo de la historia
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La decepcion de Erick
El aire denso de la comisaría se cuela en mis pulmones, un aroma a lejía y desesperación que me resulta familiar. La sala de interrogatorios es fría, la luz fluorescente zumba implacablemente sobre la cabeza del hombre esposado a la mesa. Mark, con una seguridad que me resulta nauseabunda, señala al sujeto. "Ese es el culpable del secuestro de Laura," afirma, la voz resonando con una convicción que no puedo compartir.
Observo al hombre. Sus ojos, hundidos y apagados, reflejan un miedo sordo. Su rostro, demacrado, apenas se mueve. Mark continúa, describiendo un pedófilo de los suburbios, un lobo solitario que actuó hace diez años. Presenta "evidencias": una confirmación de su domicilio que, según él, coincide con algunos objetos encontrados en la casa de Laura, y fotografías… fotografías borrosas, de mala calidad, que muestran a un hombre con una niña que podría ser Laura.
La descripción de Mark, tan limpia, tan conveniente, me resulta demasiado perfecta. Ajusta las piezas del rompecabezas con una precisión que debería tranquilizarme, que debería calmar la obsesión que me carcome desde hace una década. Pero no lo hace. La imagen de esos otros diez niños, esos rostros borrosos en los archivos del laboratorio clandestino, se superponen a la imagen del hombre en la mesa. ¿Cómo encajan en este relato simple, en esta narrativa tan a medida?
Mi silencio es pesado, un martillo golpeando contra la frágil estructura de la historia de Mark. Él no lo nota, o al menos no lo deja ver. Continúa, explayándose en detalles, en hechos, construyendo una versión de la realidad que tiene más agujeros que un queso suizo. Me observa, buscando mi aprobación, mi asentimiento. Pero no lo obtiene.
La verdad se esconde en el espacio entre sus palabras, en las omisiones, en la insistencia casi histérica en la simplicidad de la solución. Mi mente, una maquinaria implacable, comienza a funcionar. No necesito decir nada. La obsesión, esa misma que Mark parece querer aplacar, me impulsa a cavar más hondo. No me conformaré con una simple respuesta, con un cierre fácil. Necesito la verdad, por mucho que me duela, por mucho que me destruya.
"¿Y los otros niños, Mark?", pregunto finalmente, mi voz apenas un susurro en el silencio de la sala. La pregunta es una bomba, un explosivo que hace añicos la fachada de seguridad que Mark ha construido tan cuidadosamente. Su expresión cambia, la máscara de certeza se quiebra, dejando al descubierto un rostro de inquietud y… ¿miedo?.
La pregunta cuelga en el aire, una daga invisible que perfora la calma artificial de la sala de interrogatorios. Mark palidece, apenas perceptiblemente, pero el cambio es palpable. La seguridad en su voz se resquebraja, dejando entrever una nota de inquietud que antes no estaba presente. "¿Qué otros niños?", pregunta, la pregunta casi un susurro, un intento desesperado por controlar la situación. La respuesta, o mejor dicho, mi silencio calculado, lo delata. Él sabe. Sabe que he encontrado más, mucho más, de lo que él quería que descubriera. Sabe que la red es más extensa, más profunda, y que el hombre esposado a la mesa es solo una pieza insignificante de un rompecabezas mucho más siniestro.
La fachada se recompone rápidamente. Mark se endereza, recuperando su postura segura, aunque la rigidez artificial es evidente. Con una voz fría, casi glacial, afirma que ese hombre es el culpable de todos los casos, que la investigación está cerrada, que pronto se dictará sentencia. Sus palabras son una cortina de humo, un intento por barrer bajo la alfombra la verdad que se agita bajo nuestros pies. El caso cerrado. Una frase que resuena en la sala con la misma vacuidad que sus propias palabras. El silencio que le sigue es denso, cargado de la tensión no resuelta, del conocimiento compartido pero no declarado. La verdad, como siempre, permanece oculta, expectante, esperando a ser desenterrada.
La puerta de la sala de interrogatorios se cierra tras de mí con un chasquido seco, dejando atrás a Mark y a María, inmersos en una conversación que ya no me concierne. El pasillo de la comisaría me resulta extraño, casi hostil, cada pasillo y cada esquina se siente diferente, como si la realidad misma hubiera girado sobre su eje. Salgo a la calle, el aire fresco y gris de la ciudad me golpea en la cara, un contraste con la atmósfera opresiva del interior.
En una tienda cercana, un televisor en la ventana atrapa mi atención. Las imágenes en la pantalla son indistintas, pero la voz del presentador, tensa y urgente, se filtra hasta mí. Un incendio. Una explosión. El lugar donde estuvimos la noche anterior, la vieja casa de huéspedes, está envuelto en llamas. El informe, frío y oficial, habla de ladrones, de un accidente, de la manipulación accidental de sustancias químicas en el sótano. Dos víctimas: un hombre, un adolescente de diecisiete años. La imagen de aquel cuerpo inerte, envuelto en humo verde, se superpone a la noticia, una confirmación grotesca de lo que ya sospechaba. La versión oficial, una mentira elaborada y cruel, pretende cubrir una verdad mucho más oscura. La explosión no fue un accidente. Fue una limpieza. Y la manera en que se cuenta la historia, la insistencia en el "accidente", es un mensaje. Un mensaje dirigido a mí. El silencio que me rodea está cargado de la presión inmensa de este nuevo enigma; la certeza de que he tocado algo mucho más grande, mucho más peligroso, de lo que nunca imaginé. Las piezas del rompecabezas, en vez de unirse, se multiplican, formando un laberinto aún más complejo y aterrador.