Lucia Bennett, su vida monótona y tranquila a punto de cambiar.
Rafael Murray, un mafioso terminando en el lugar incorrectamente correcto para refugiarse.
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Capitulo 14
La noche había caído del todo, envolviendo el refugio en una calma casi irreal.
Lucía, aún con la respiración algo agitada por los eventos ocurridos, no quería dormir. No quería cerrar los ojos y volver a sentir el eco de los disparos, el miedo. Pero Rafael estaba allí.
Sentado junto a la cama, con una mano entrelazada con la suya.
Su presencia era como un ancla, fuerte y silenciosa, trayéndola de vuelta a la seguridad cada vez que su mente comenzaba a divagar hacia la oscuridad.
—No tienes que forzarte a dormir —le dijo Rafael en voz baja, acariciando con el pulgar el dorso de su mano—. Sólo... descansa. Yo estoy aquí.
Lucía lo miró, sus párpados pesados pero su corazón más liviano.
Nunca antes había sentido algo así.
Esa mezcla abrumadora de paz y vulnerabilidad.
—¿Te quedarás hasta que me duerma? —preguntó, su voz apenas un murmullo.
Rafael sonrió levemente, esa sonrisa reservada que era solo para ella.
—Me quedaré todo el tiempo que quieras.
Lucía cerró los ojos, aferrándose con delicadeza a su mano como si esa conexión pudiera protegerla de todo mal.
El silencio se instaló entre ellos, cálido y sereno.
Rafael la observó en la penumbra, notando cómo sus rasgos se relajaban poco a poco, cómo su respiración se hacía más pausada.
Hasta que finalmente, Lucía se dejó vencer por el cansancio.
Dormida, seguía sujetando su mano.
Rafael se quedó allí un largo momento, simplemente mirándola, permitiéndose sentir algo que no solía permitirse: esperanza.
Luego, muy despacio, soltó su mano y se inclinó para depositar un beso suave en su frente.
—Te protegeré —prometió en un susurro—. Aunque me cueste la vida.
Se levantó en silencio, asegurándose de no perturbar su descanso.
Antes de salir de la habitación, se volvió una última vez para grabar en su mente la imagen de Lucía durmiendo tranquila.
Y entonces... la máscara volvió a caer sobre su rostro.
Era hora de preparar la guerra.
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El salón de reuniones del refugio estaba sumido en penumbra, iluminado sólo por una lámpara central.
Allí, Rafael aguardaba de pie, con los brazos cruzados, mientras sus hombres más leales llegaban uno por uno, en absoluto silencio.
Cuando todos estuvieron presentes, cerró la puerta y habló en voz baja pero firme:
—Tenemos poco tiempo. —Sus ojos, duros como el acero, se posaron en cada uno de ellos—.
Antes de que los Rivetti sepan que perdieron a sus hombres y que Franco Leone ya no hablará... tenemos que movernos.
Extendió sobre la mesa un plano del distrito portuario de Nueva York, marcando con precisión varios puntos estratégicos.
—Aquí —indicó, golpeando el mapa con el dedo—.
Tienen un escondite secundario. Información confirmada. No saben que ya lo descubrimos.
Hizo una pausa breve.
—Entraremos antes del amanecer. Silenciosos, rápidos. No pueden escapar, no pueden reagruparse.
Uno de sus hombres, un veterano llamado Marco, frunció el ceño.
—¿Y si refuerzan el lugar antes?
Rafael sonrió de lado, una sonrisa fría.
—No tendrán tiempo.
Guardó silencio un segundo y añadió con dureza:
—Esta vez no vamos sólo a enviar un mensaje. Esta vez... los vamos a borrar del mapa.
Sus hombres asintieron, la tensión electrizando el aire.
Rafael los miró uno por uno, asegurándose de que entendieran la gravedad del plan.
No habría segunda oportunidad.
No habría espacio para errores.
Y en lo más profundo de su mente, Rafael no pensaba en territorios, ni en poder.
Pensaba en ella.
En Lucía.
En el futuro que podría tener si él lograba sobrevivir esta última guerra.
Respiró hondo, ordenando:
—Prepárense. Partimos en una hora.
Luego, con paso decidido, se alejó de la mesa.
El león había despertado. Y los Rivetti estaban a punto de descubrirlo de la peor manera.
La madrugada era una promesa oscura en el horizonte cuando Rafael y sus hombres salieron del refugio. Vestidos de negro, armas ligeras y silenciosas, rostros endurecidos.
Rafael encabezaba el grupo, su andar felino y seguro como un depredador en su territorio.
Cada paso era una declaración de guerra.
Cada latido, un recordatorio de lo que estaba en juego.
El convoy de vehículos avanzó por calles desiertas, siguiendo rutas secundarias para evitar levantar sospechas.
El objetivo: un antiguo almacén en el distrito portuario, utilizado ahora como refugio clandestino por los Rivetti.
Desde una calle lateral, Marco le susurró por el comunicador:
—Punto de encuentro visualizado. Guardias en las entradas norte y este. Parece tranquilo.
Demasiado tranquilo.
Rafael no se dejó engañar.
—Divídanse en dos grupos. Silencien a los guardias. No disparen a menos que sea necesario.
—Su voz era un filo de acero—.
No quiero ruido hasta que estemos adentro.
Sus hombres se dispersaron como sombras.
Rafael, acompañado de tres de sus mejores hombres, avanzó hacia la entrada principal, ocultándose entre contenedores y estructuras oxidadas.
Un guardia estaba de espaldas, fumando un cigarrillo.
Un movimiento rápido, un golpe certero en la nuca, y cayó sin hacer un sonido.
El equipo se reunió en la puerta de carga.
Rafael asintió.
Uno de sus hombres manipuló el candado con habilidad, forzándolo en segundos.
La puerta se abrió apenas lo suficiente para que entraran de a uno.
Dentro, la penumbra era espesa.
Cajas, maquinaria vieja, olor a aceite y polvo.
Y allí, entre las sombras, se movían los hombres de los Rivetti, confiados, desprevenidos.
Un error fatal.
Rafael levantó un puño cerrado en señal de alto.
Escuchó.
Analizó.
Sintió.
Luego, con una seña rápida, sus hombres se desplegaron como un virus silencioso dentro del almacén.
Uno por uno, los enemigos fueron reducidos en enfrentamientos breves y brutales.
Un murmullo de cuerpos golpeando el suelo.
El susurro de cuchillos hundiéndose en carne.
Pero entonces, cuando ya casi tenían el control, un disparo rompió el silencio.
—¡Traición! —gritó uno de los Rivetti.
La alarma se desató como un latigazo.
Desde el fondo del almacén surgieron refuerzos imprevistos, armas automáticas en mano.
Una emboscada.
—¡Retirada a posiciones defensivas! —ordenó Rafael, mientras respondía con fuego calculado.
El tiroteo era un estruendo ensordecedor, el olor a pólvora llenando el aire.
Una bala rozó el brazo de uno de sus hombres, haciéndolo caer.
Rafael disparó dos veces, limpio, preciso.
Los atacantes cayeron.
Se cubrió tras una columna metálica, evaluando la situación.
Sabían que venían.
Alguien había filtrado la información.
Pero no importaba.
No pensaba retroceder.
Con una señal rápida, Rafael ordenó el avance: rápido, mortal.
Como un torrente de furia contenida, sus hombres rompieron las líneas enemigas.
Disparos, gritos, el eco de pasos apresurados.
En cuestión de minutos, todo terminó.
El silencio regresó, pesado, salpicado de humo y cuerpos tendidos en el suelo.
Rafael avanzó entre los restos de la batalla, su expresión implacable.
Encontró a uno de los líderes de los Rivetti, herido pero vivo, tratando de arrastrarse lejos.
Sin dudarlo, Rafael lo tomó del cuello de la camisa y lo levantó.
—¿Dónde está Vittorio? —rugió.
El hombre, sangrando y jadeando, soltó una carcajada temblorosa.
—Ya es tarde... —murmuró—.
Él vendrá por ti... y por ella.
Los ojos de Rafael se encendieron de furia.
Con un solo movimiento, lo dejó inconsciente.
Volvió hacia sus hombres, su voz cortante:
—Limpien todo.
Quiero información.
Y quiero a Vittorio antes de que sepa que le estamos respirando en la nuca.
Mientras Rafael terminaba de dar instrucciones en el almacén, a kilómetros de allí, en un aeropuerto privado al borde de la ciudad, Vittorio Rivetti avanzaba con pasos apresurados hacia un jet privado.
El motor del avión ya estaba encendido, rugiendo en la pista oscura.
Dos de sus hombres lo escoltaban, vigilando los alrededores con nerviosismo.
Vittorio, impecablemente vestido a pesar de la urgencia, subía la escalinata cuando uno de los guardias recibió una comunicación en su auricular.
Frunció el ceño, pálido.
—Señor... —dijo, alcanzándolo—.
No tenemos respuesta de los equipos en el almacén.
No hay confirmación por radio.
Vittorio se detuvo en seco, girando lentamente.
—¿Qué quieres decir?
—Que... —el guardia tragó saliva—.
Que todos cayeron.
Incluido su hermano, Marcelo.
Por un instante, el mundo pareció detenerse.
La furia se encendió en los ojos de Vittorio, intensa, destructiva.
Su mandíbula se tensó hasta doler.
—¡Malditos inútiles! —rugió, golpeando con violencia la barandilla de la escalinata.
Miró hacia la noche cerrada, sabiendo que su imperio estaba comenzando a desmoronarse.
Sin perder más tiempo, subió al jet, su figura desapareciendo en el interior metálico.
La escotilla se cerró de golpe.
Los motores rugieron aún más fuerte.
Y en cuestión de minutos, el avión despegó, cortando el cielo oscuro como un pájaro herido que huía de un cazador implacable.
Pero Rafael Murray no era un cazador que olvidara a sus presas.
Tarde o temprano, Vittorio caería.
Éste hombre no duerme?
Caramba!!!
Éste tipo ya la localizó
y ahora?