Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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Fragmentos de realidad
Oscuridad.
Pero no una oscuridad cualquiera. Era densa, viva, palpitante. El tipo de negrura que no se limita a ocultar el entorno, sino que lo consume. No había arriba ni abajo, ni sonido ni pensamiento. Solo ese eco latente: un latido. Como si aún estuvieran dentro de aquel útero metálico. Como si el hospital no los hubiera soltado del todo.
Y entonces... un parpadeo.
Luz.
Poca, muy tenue.
Una lámpara colgando sobre una camilla oxidada.
Y Soledad despertando.
—Ah... —jadeó, llevándose las manos al pecho—. Estoy... viva...
O eso parecía.
El techo sobre ella era blanco, agrietado. El olor era el mismo que recordaba: desinfectante vencido, humedad, carne rancia. Miró alrededor con lentitud. El cuerpo le dolía, pero no como por una herida física. Era como si su alma hubiese sido desgarrada. Como si alguien la hubiera exprimido por dentro.
Una figura estaba sentada a su lado.
—¿Elías...? —susurró.
Él alzó la cabeza. Tenía los ojos hundidos, el rostro pálido, la expresión ausente.
—No sé... si seguimos en el hospital —dijo con voz ronca—. Pero algo cambió.
Soledad se incorporó. Las paredes que los rodeaban estaban limpias. No había sangre, ni figuras colgando, ni monitores quebrados. Era... un cuarto vacío. A lo mucho, una celda psiquiátrica abandonada.
—¿Lucía? —preguntó.
—No está. Ni la niña. Ni Morgan. Solo... esto.
Soledad se levantó, tambaleándose. Caminó hasta una de las paredes y apoyó la mano. Era sólida. Fría. Real.
—No entiendo... ¿Nos dejó ir?
Elías negó con la cabeza.
—Nos dejó creer que salimos. Pero esto no es el mundo real.
—¿Cómo lo sabes?
Se miraron.
Y al mismo tiempo lo entendieron.
El reflejo en el vidrio no coincidía con sus movimientos.
Soledad parpadeó. Su reflejo sonrió un segundo más tarde.
Elías alzó una mano. En el reflejo, esta estaba cubierta de sangre. Pero la suya, la real, estaba limpia.
—Estamos en otra capa —susurró él—. Otra capa de la mente de Lucía. O de la nuestra. Ya no sé.
La puerta chirrió.
Se abrió sola.
El pasillo más allá estaba iluminado.
—¿Vamos? —dijo ella.
—No hay vuelta atrás.
Caminaron.
Y conforme avanzaban, las luces se apagaban detrás de ellos, como si el hospital no quisiera que regresaran.
Las paredes parecían moverse.
Cambiar.
A veces eran de azulejo blanco.
Otras, de madera.
Otras más, de carne pulsante.
El piso crujía como si pisaran sobre huesos.
Cada puerta por la que pasaban mostraba escenas diferentes.
Soledad se detuvo en una.
—Es... mi casa —susurró, mirando adentro.
Una mujer cocinaba. Un hombre gritaba en otra habitación. Un niño lloraba.
—Esa soy yo de niña... —dijo, pero no entró.
Elías la tomó del brazo.
—Son trampas. Fragmentos.
—¿Y si...?
—No —la interrumpió—. Ya diste suficiente. No vuelvas a cargar con lo que dejaste ir.
Siguieron caminando.
Otra puerta.
Elías se detuvo esta vez.
Una iglesia.
Él, arrodillado.
Llorando.
Una cruz en llamas.
Soledad lo observó con extrañeza.
—¿Eso también es tuyo?
Él asintió con pesar.
—Yo no vine aquí solo a buscar a Lucía. Vine a huir de mí.
La imagen ardió, y el humo se filtró por la rendija, como si el recuerdo mismo se deshiciera.
Más adelante, un cartel colgaba del techo.
“Unidad de Terapia de Sueños”
Ambos se miraron.
—¿Esto estaba antes?
—No.
La puerta se abrió sola.
Y dentro... otra vez Morgan.
Pero no como antes.
Ahora era humano. Cansado. Su bata médica estaba manchada de tinta, no de sangre. Y escribía en una libreta.
—Ah, llegaron. Pasen —dijo sin levantar la vista.
Soledad y Elías cruzaron el umbral.
La sala era una biblioteca.
Infinitas estanterías.
Cada libro tenía un nombre.
Soledad encontró el suyo.
—“Soledad N°24”... —leyó.
—¿Qué es esto? —preguntó Elías.
Morgan alzó la vista. Su rostro era distinto. Menos demoníaco. Más... humano.
—Aquí se archivan las realidades que creamos. Cada paciente del hospital tiene muchas versiones de sí mismo. Cada intento. Cada terapia. Cada vida alternativa. Esta sala las contiene.
—¿Y por qué estamos aquí?
Morgan cerró el cuaderno.
—Porque Lucía quiere que elijan. No puede cargar con todo. Si quieren seguir adelante, deben dejar atrás las versiones de ustedes que ya no sirven.
—¿Y cómo sabremos cuál es la correcta?
—No lo sabrán. Nunca lo sabrán. Pero elegir... es el único camino.
Soledad apretó el libro en sus manos.
Elías también encontró el suyo.
—¿“Elías N°17”? —murmuró—. ¿Y los otros 16?
—Están en otras alas. Muertos, locos, perdidos.
Un temblor sacudió el piso.
Morgan se desvaneció.
La biblioteca comenzó a arder.
—¡Corre! —gritó Elías.
Corrieron con los libros en mano.
Las llamas eran negras.
Las estanterías se derrumbaban.
Al final del corredor, otra puerta.
Crujiente. De madera antigua.
Al abrirla, no había más pasillos.
Solo un abismo.
Negro.
Silencioso.
Y del otro lado... la figura de Lucía.
Joven.
Normal.
Vestida de blanco.
—Lo lograron —dijo—. Trajeron los fragmentos correctos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Soledad.
—Ahora, deben soltar lo que creen que son... para reconstruirse.
—¿Qué hay más allá? —preguntó Elías.
Lucía sonrió.
—Solo lo que acepten ver.
Y abrió los brazos.
El abismo los llamó.
Y sin pensarlo... saltaron.