Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 12
Marcos observaba la fotografía unos segundos más antes de devolvérsela a Elías. La colocó en su mano con firmeza y lo miró a los ojos.
—A veces pienso que no te conozco —dijo en voz baja—. Nunca imaginé que el mismo tipo que aparecía con una mujer diferente en cada celebración, en los aniversarios de la empresa, cuando recibías tus premios… siempre llevaba esta foto en la billetera.
Elías cerró los ojos y apretó la fotografía contra su pecho.
—No tienes idea del dolor que sentía cada vez que ella no estaba a mi lado celebrando esos logros. —Su voz se quebró—. En su lugar siempre aparecían otras mujeres… y no era por elección mía. Yo nunca invité a ninguna de ellas. Simplemente, se acercaban, se ponían a mi lado y ahí quedaban, como si fueran parte de mi vida.
Marcos lo escuchaba en silencio, con el ceño fruncido. Por primera vez, veía a su amigo hablar con honestidad, sin máscaras.
—Elías… —suspiró—. Cuando algún día quieras contarme todo, voy a estar aquí. Pero por ahora necesitas descansar. No puedes seguir destrozándote de esta manera.
Se inclinó, lo tomó de un brazo y lo ayudó a ponerse de pie. Elías estaba tambaleante, pero se dejó sostener.
Con un hilo de voz, murmuró:
—Déjame quedarme aquí, Marcos. No quiero regresar a esa casa… está llena de recuerdos de ella. Cada rincón me la recuerda. Y así… así no puedo vivir.
Marcos lo sostuvo del hombro y asintió con seriedad.
—Está bien. Quédate aquí el tiempo que necesites. Pero prométeme algo: no vuelvas a esconderte en la bebida. Porque si no, ni Valeria ni nadie podrá salvarte.
Elías no respondió. Solo apretó la fotografía de Valeria con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos, como si ese pequeño retrato fuera lo único que le quedaba de ella.
Mientras tanto Valeria abrió la puerta del departamento con la mochila colgando de un hombro y los zapatos en la mano.
Venía arrastrando los pies después de clases, con la cara tan agotada que parecía haber sobrevivido a una maratón.
—Si mañana sobrevivo a otra clase de bioquímica, me merezco una medalla —murmuró mientras dejaba caer la mochila al suelo como si pesara una tonelada.
El silencio del departamento le recordó que Renata estaba lejos, en otro país, y que ahora le tocaba arreglárselas sola.
Resignada, se dirigió al colchón inflable, que seguía desinflado y flácido en el rincón, como burlándose de ella.
—Hoy sí te inflo aunque me quede sin pulmones —le dijo, señalándolo con el dedo.
Empezó a soplar con todas sus fuerzas. Después de cinco intentos, terminó mareada, con el cabello pegado a la frente y un sonido extraño escapando de la válvula.
De pronto, alguien golpeó la puerta.
—¿Hola? Soy Martín, el vecino —se oyó una voz masculina.
Valeria, aún mareada, abrió un poco la puerta. Allí estaba un chico de su edad, con lentes torcidos, una sonrisa pícara y una caja de herramientas.
—Perdona que moleste… —dijo él, mirándola de arriba abajo— pero desde mi casa juraría que alguien estaba tocando una trompeta.
Valeria se puso roja.
—Era yo… inflando mi colchón —respondió seria, pero el rubor en sus mejillas la traicionaba.
Martín se rio tan fuerte que casi se le caen los lentes.
—Bueno, por suerte vine con mi caja mágica de “Rescate a vecinos en apuros”. ¿Quieres que lo intente yo?
Valeria suspiró.
—Si logras inflarlo, te hago una estatua con plastilina.
Él entró, se agachó frente al colchón y comenzó a manipular la bomba rota con destornillador en mano. Valeria lo observaba incrédula, mientras Martín hacía sonidos de mecánico como si estuviera arreglando un carro.
—¡Listo! —dijo al fin, y apretó un botón. El colchón empezó a inflarse rápidamente, pero también a temblar como si fuera a despegar.
—¡Apágalo, apágalo, que esto parece un cohete de la NASA! —gritó Valeria, intentando subirse encima para detenerlo.
El colchón dio un salto y ella terminó cayendo de espaldas al suelo, justo cuando Martín trató de atraparla. Ambos terminaron riendo como locos, tirados en el piso.
—Bienvenida al edificioo —dijo él, aun riéndose—. Eres la vecina más entretenida que he tenido.
Cuando el colchón por fin se quedó inflado y estable, Valeria se dejó caer encima como si fuera un trono.
—Ahora sí… ¡triunfo absoluto! —exclamó levantando los brazos.
Martín la miró divertido, sentado en el suelo con la caja de herramientas.
—Bueno, el triunfo es mío. Tú solo aportaste los pulmones y la trompeta desafinada.
—¡Oye! —Valeria le lanzó una de las almohadas, que cayó en su cara haciéndolo reír todavía más.
Martín se acomodó en el borde del colchón como si lo conociera de toda la vida.
—Entonces, vecina, ¿qué estudias? Porque, por tu técnica de inflado, yo diría que eres estudiante de… ¿circo?
Valeria rodó los ojos.
—Medicina.
Él abrió mucho los ojos, exagerando el gesto.
—¡¿Medicina?! ¿Y cómo piensas salvarme si me desmayo del susto con esos intentos de inflar?
Ella soltó una carcajada.
—Pues primero te dejo desmayado cinco minutos, y ya después te atiendo.
Martín se echó hacia atrás riéndose.
—Me gusta, directa al corazón… literal.
El ambiente se volvió ligero. Valeria se sorprendió de lo fácil que era reírse con él, algo que había olvidado que se sentía.
Martín sacó una chocolatina de su bolsillo y se la ofreció.
—Regla número uno para sobrevivir en este edificio: siempre lleva chocolate a mano. Aquí los vecinos no te saludan con un “hola”, sino con un “¿me invitas un pedazo?”.
Valeria tomó la chocolatina entre risas.
—Entonces tendré que abastecerme como si viniera una guerra.
—O como si vinieras a un examen de bioquímica, que es casi lo mismo.
Valeria lo miró sorprendida.
—¡No! ¿También estudias medicina?
Martín soltó una carcajada.
—¡No, por favor! Yo no tengo estómago para abrir ni una rana. Soy economista.
—¿Economista? —repitió Valeria con un gesto entre burla y curiosidad—. ¿Así que tú eres de los que creen que todo en la vida se soluciona con una tabla de Excel?
Martín levantó la mano como si jurara ante un juez.
—Exacto. Si algo no cuadra en el amor, lo meto en una hoja de cálculo y ¡boom!, problema resuelto.
Valeria rió, llevándose una mano a la frente.
—Eso explica mucho… hasta por qué viniste con una caja de herramientas para arreglar un colchón inflable.
Él le guiñó un ojo.
—Los economistas somos multifuncionales. Hacemos presupuestos, gráficos… y, al parecer, también colchones felices.
Ambos estallaron en risa. Valeria no recordaba la última vez que había reído tanto con alguien nuevo, y en ese instante pensó que quizá la vida le estaba poniendo a prueba… o simplemente dándole un respiro que tanto necesitaba.
Cuando la conversación se fue apagando entre risas y chocolatinas, Martín se levantó, sacudiéndose el pantalón.
—Bueno, vecina, ya cumplí mi labor de héroe del día. Dejé tu colchón respirando mejor que yo después de subir las escaleras.
Valeria sonrió desde el colchón inflado.
—Gracias por salvarme de otra noche en el sillón.
Martín se acercó a la puerta, pero antes de salir se giró con una sonrisa traviesa.
—Mira, hagamos un trato de vecinos: si algún día necesitas ayuda y no tienes cómo avisarme, solo golpea el piso con una escoba. Yo sabré que es tu señal de emergencia.
Valeria arqueó una ceja divertida y soltó una carcajada.
—¿Y tú? ¿Cómo me avisas si necesitas algo?
Él levantó la escoba imaginaria en el aire.
—Lo mismo, golpeo el techo. Seremos los únicos locos del edificio hablando en código morse con palos de escoba.
Ambos rieron fuerte. Luego, Martín se inclinó un poco, más serio, aunque sin perder la chispa en los ojos.
—De verdad, Valeria… me agradas como vecina. Mucho más que Renata, que siempre anda seria, como si le hubieran prohibido sonreír por contrato.
Valeria rio otra vez, sacudiendo la cabeza.
—No se lo diré, pero me gusta tu sinceridad.
—Es que los economistas no sabemos mentir, solo hacer cálculos —dijo él, dándole un guiño antes de despedirse.
Valeria lo vio salir, aun sonriendo. Al cerrar la puerta pensó que, por primera vez en mucho tiempo, tenía un aliado inesperado solo al otro lado de la pared.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo