Un Omega miembro de una manada de lobos de las nieves, huye con su hijo Alfa tras haber asesinado al Alfa de la manada en defensa.
En su huída por tierras nevadas, encuentran a un Alfa exiliado que vive en los bosques, y que cambiará sus destinos.
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Los aullidos del pasado
El silencio lo decía todo, explicaba lo necesario, y dejaba presente el dolor que se acompaña el relato. Fausto miró con sus ojos bien abiertos, con el nudo en su garganta reteniendo sus palabras, ¿pero que podían decir? ¿Qué debían pensar? El dolor de perder a alguien importante, él lo entendía, así que era consciente de que lo menos sensato podía ser decir "lo entiendo".
—Por supuesto que quise matarlos, pero la ley de nosotros los lobos es seguir sobreviviendo, y ese siempre fue el deseo de Satyr, que parece que atesoro más mi vida que yo mismo —agregó Augustus sin levantar sus ojos de la fogata, su rostro parecía tan viejo que le era doloroso de observar al Omega—. Ir contra la manada de lobos árticos era un suicidio. Al saber que ustedes eran de esa manada, y quienes los querían muertos, decidí ayudarlos: es mi forma de ir contra Bastián. Hoy en día, estoy seguro que fue Ekaterina, pero nunca supe si él tuvo que ver.
—¿Cuántos años has estado vagando? —murmuró Kotine, sus ojos verdes fijos en los melancólicos de ese Alfa que siempre se veía duro.
—La verdad es que ya lo he olvidado —dijo él con simpleza—. Mucho antes de que tu madre llegara a la manada a causa de tu padre, eso es seguro.
El joven se levantó, y caminó al otro lado de la fogata, donde el Alfa mayor alzó su rostro con sus duras facciones. El joven sostuvo esos ojos dorados impasibles; se puso de rodillas, agachando la cabeza ante la estupefacción de su madre, y la imperceptible sorpresa de Augustus.
—Soy Konstantine, lobo Alfa ártico, hijo de Dimitri y Fausto —habló con serenidad y solemnidad en cada palabra—. Y pido a quien fuera líder de los lobos árticos, me enseñé a estar a la altura de mi nacimiento.
El mayor enarcó una ceja, sonriendo—: Entonces espero estar frente a un lobo alfa, y no un mocoso, Konstantine, hijo de Dimitri y Fausto.
Así el muro y distancia entre ellos cayó. El joven escuchó con respeto y admiración todas las experiencias, todo consejo, que Augustus le diera.
—Cómo te he dicho antes, como lobos somos fuertes, y el invierno es parte de nosotros —explicó Augustus, abriendo un poco sus piernas, y levantando sus puños frente al adolescente—. Pero como humanos, somos unos inútiles; apenas podemos coordinar para enfrentar a otro lobo. Yo ya no soy un idiota que apenas puede moverse en dos piernas, y quiero asegurarme que tú tampoco —anunció con dureza, antes de dar el primer puñetazo que Kotine logró esquivar, perdiendo el equilibrio y cayendo al suelo.
El joven se levantó inmediatamente, e imitó la posición de su maestro, con absoluta determinación en sus ojos.
Fausto siempre los observaba con melancolía: tanto por el dolor de la verdad de Augustus, como la añoranza que la imagen le provocaba, dado que su cachorro nunca pudo conocer a su padre, mucho menos recibir ese tipo de lecciones.
—Debo agradecerte —le confesó en una de esas noches en que Augustus le acompañaba en sus recorridos nocturnos—, por Kotine.
El Alfa no dijo nada, simplemente observó con sus orbes doradas a Fausto que sintió su aliento arrebatar con la intensidad de esa mirada.
—Sabes...yo —comenzó el Omega, desviando su rostro hacia sus manos, mostrándose avergonzado—, me siento culpable cada vez que estoy cerca de ti. En estos meses he sentido algo que creí olvidado con Dimitri, y que no debería estar sintiendo; no por respeto al padre Kotine, o a Satyr —confesó—. Pero es como si...fuera tan natural: como una fuerza que no acabo de comprender y que me tenía que llevar a ti.
—Es difícil luchar con algo que nos empuja —dijo el Alfa, y acarició la mejilla del Omega que observó expectante, resistiendo a dejar llevar por el gesto—. Pero, estoy seguro que Satyr querría que siguiera adelante, y no recuerdo a quien fuera tu pareja, pero parece que sólo quería que fueras feliz.
Fausto colocó su mano sobre la de Augustus que tenía en su mejilla, y sonrió dulcemente.
Nunca había dejado de amar a Dimitri, y jamás lo haría, pero el toparse con Augustus se sentía tan natural como la idea del destino