En un mundo donde la posición del ser humano en el planeta se ve amenazada por intrusos desconocidos que intentan ocupar su lugar, este diario que acabas de encontrar contiene en el las voces de aquellos que no quieren quedar en el olvido
NovelToon tiene autorización de jose yepez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
26/04/2026
Emily
Hoy nos reímos.
No sé cómo, ni por qué. Pero lo hicimos. Joel dijo algo tonto sobre una cabra con sombrero. Y yo no pude evitarlo. Yo reí. Hace mucho que no lo hacía. Él también.
Y no fue una risa forzada, de esas que a veces uno deja escapar por cortesía o para no sentirse tan solo. Fue real. Sorprendente. Incontrolable.
Llevábamos caminando desde el amanecer, siguiendo lo que Joel llamaba “la ruta segura” hacia las montañas. El paisaje se volvía cada vez más rocoso, con árboles dispersos que parecían estirarse hacia el cielo con ramas huesudas. El sol era inusualmente cálido para esta época del año, y el sudor hacía que mi ropa se pegara incómodamente a mi piel. Cada paso levantaba polvo que se colaba por las botas, por la ropa, por los pulmones.
Joel parecía más pálido hoy, aunque intentaba disimularlo. Lo notaba en la forma en que se apoyaba más en su lado derecho, cómo hacía pausas frecuentes fingiendo examinar el horizonte o revisar el mapa que ya no consultamos tanto. Su respiración era un poco más corta, más pesada. Yo lo observaba de reojo sin decir nada. Él odiaba mostrarse débil. Y yo entendía que a veces el silencio es la mejor forma de cuidar a alguien.
A media mañana nos detuvimos junto a un arroyo para rellenar nuestras cantimploras. El agua corría clara y fresca entre piedras cubiertas de musgo. Era uno de esos pequeños milagros que aún existían: agua limpia, aire respirable, momentos de paz. El murmullo del arroyo tenía algo hipnótico, como si nos arrullara en medio de un mundo que ya no tiene canciones.
Mientras filtrábamos el agua a través de un trozo de tela, Joel observaba algo en la orilla opuesta. Su expresión cambió, relajándose, como si lo que viera le arrancara de repente de sus pensamientos sombríos. Seguí su mirada y vi una cabra salvaje, probablemente escapada de alguna granja cercana. Estaba parada sobre una roca plana, como una estatua viviente, mirándonos con sus extraños ojos rectangulares, masticando tranquilamente como si nada en el mundo pudiera alterarla.
“¿Sabes qué le falta?” dijo Joel de arrepentimiento.
“¿Qué?” pregunté, sin entender.
“Un sombrero”, respondió con total seriedad.
“Un sombrero elegante, de copa, como los de las obras de teatro antiguo.”
Lo miré desconcertada. Su rostro seguía perfectamente serio, pero había un brillo en sus ojos que no había visto antes. Era casi infantil, como si una chispa muy antigua se hubiera encendido brevemente dentro de él.
“Imagínatela”, continuó, “caminando por Broadway con su sombrero de copa, quizás un monóculo, dirigiéndose a la ópera.”
La imagen era tan absurda, tan completamente fuera de lugar en nuestro mundo de supervivencia y miedo constante, que algo se quebró dentro de mí. Comencé a reír. Primero fue solo una pequeña risa ahogada, pero pronto se convirtió en carcajadas incontrolables que sacudían todo mi cuerpo. Reí hasta que me dolió el estómago, hasta que se me salieron lágrimas.
Joel me miró sorprendido por un momento, y luego comenzó a reír también. Su risa era profunda, un poco oxidada, como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Pero sonaba maravillosa. Nos sentamos allí, junto al arroyo, riéndonos como locos mientras la cabra nos observaba con lo que juraría era una expresión de desdén. Si hubiese tenido cejas, estoy segura de que una estaría arqueada.
Cuando finalmente nos calmamos, sentí que algo había cambiado entre nosotros. Como si esa risa compartida hubiera derribado un muro invisible. Algo que no sabíamos que existía, pero que había estado ahí desde el primer momento.
“Hace mucho que no me reía así”, confesó Joel, limpiándose una lágrima.
“Yo tampoco”, respondí. “Casi había olvidado cómo se sentía.”
Y era cierto. La risa no es solo un sonido. Es un alivio. Una sacudida. Como si el cuerpo y el alma pudieran liberarse, por un momento, del peso de tanto horror.
El resto del día caminamos con un ánimo diferente. El peso seguía allí—la realidad de nuestro mundo, la enfermedad de Joel, los peligros que nos acechaban—pero ahora era más llevadero, compartido entre dos personas que recordaban cómo reír. Como si ese pequeño momento hubiera creado un espacio nuevo, un refugio que no dependía de muros ni puertas, sino de emociones compartidas.
Incluso el paisaje parecía distinto. Los árboles no eran tan amenazantes. Las sombras no eran tan frías. Sentí que, por primera vez en días, estábamos caminando hacia algo, no solo huyendo.
Esa noche, mientras Joel dormía inquieto, me permití imaginar más días como este. Más risas. Más momentos de humanidad en medio del caos. Pensé en el sombrero de la cabra. En Joel improvisando palabras como si nunca hubiera dejado de ser parte del mundo que tenía teatros y monóculos y música.
Es curioso. La risa puede ser más fuerte que el miedo.
Más fuerte que el dolor.
Más fuerte que la muerte, incluso, si se convierte en recuerdo.
Hoy aprendí que seguir adelante no significa solo sobrevivir.
Significa también guardar estos instantes, como piedras preciosas, para los días en que todo vuelva a oscurecerse.