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"¿Qué pasa cuando la fachada de galán encantador se transforma en un infierno de maltrato y abuso? Karina Sotomayor, una joven hermosa y fuerte, creció en un hogar tóxico donde el machismo y el maltrato doméstico eran la norma. Su padre, un hombre controlador y abusivo, le exige que se case con Juan Diego Morales, un hombre adinerado y atractivo que parece ser el príncipe encantador perfecto. Pero detrás de su fachada de galán, Juan Diego es un lobo vestido de oveja que hará de la vida de Karina un verdadero infierno.
Después de años de maltrato y sufrimiento, Karina encuentra la oportunidad de escapar y huir de su pasado. Con la ayuda de un desconocido que se convierte en su ángel guardián y salvavidas, Karina comienza un nuevo capítulo en su vida. Acompáñame en este viaje de dolor, resiliencia y nuevas oportunidades donde nuestra protagonista renacerá como el ave fénix.
¿Será capaz Karina de superar su pasado y encontrar el amor y la felicidad que merece?...
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El lobo feroz...
Karina se vio a sí misma reflejada en la imagen que tanto había condenado: su madre. Siempre la juzgó por permitir el maltrato, por callar, por no huir… y ahora, allí estaba ella, en una situación aún peor.
Sus labios estaban partidos, resecos y cubiertos de sangre seca. Su rostro, inflamado por los múltiples golpes, era apenas reconocible. El lobo finalmente había mostrado su verdadera cara; la máscara de cordero había caído por completo. Ya no había rastro del esposo encantador que sonreía en cenas de negocios, solo quedaba el monstruo.
Tan maltratada estaba, que ni siquiera podía arrastrarse para pedir ayuda. El cuerpo le dolía como si le hubieran pasado un tren por encima. La mente, aún más rota que su carne, flotaba en una mezcla de confusión, dolor y horror.
Horas después, la camarera encargada de la limpieza entró a la habitación del hotel como lo hacía todos los días. Lo que vio la paralizó. El cuerpo inerte de Karina yacía sobre la alfombra, con señales visibles de violencia extrema y sangrado. Sin perder un segundo, dio aviso a la seguridad del hotel. En cuestión de minutos, Karina fue trasladada al hospital más cercano, donde fue atendida de urgencia.
Mientras tanto, Juan Diego regresó a la habitación vacía. Al no encontrarla, no mostró una pizca de alarma. Tomó una ducha larga, se vistió con su mejor traje azul marino y se miró al espejo con la misma expresión altiva de siempre. Luego, tomó su teléfono, fingió una voz preocupada al hablar con recepción, y se dirigió al hospital.
Aprovechando que Karina no había mencionado aún el nombre de su atacante —tal vez por miedo, tal vez por vergüenza, o tal vez porque ni siquiera había podido hablar— Juan Diego logró ingresar sin obstáculos a la habitación donde ella reposaba.
Karina dormía profundamente sobre la cama de hospital, con suero en el brazo y vendajes en el rostro. Su cuerpo parecía tan frágil como el cristal, pero aún respiraba con fuerza.
El hombre se acercó, se sentó a su lado y, con una mueca de desprecio, le susurró al oído:
—Viste, cariño… Lo que me obligaste a hacer. Si simplemente te hubieras acostado a dormir como debías, nada de esto habría pasado.
Hizo una pausa y soltó una risa corta, casi divertida.
—Te diría que estoy arrepentido, pero sería una mentira… y tú sabes que no me gusta mentir —su voz era suave, pero cargada de veneno—. Quien debería estar muy arrepentida eres tú, por tu estupidez… Desataste a la bestia que llevo dentro.
Karina abrió lentamente los ojos. A pesar del dolor, de la hinchazón en el rostro y del cansancio, su mirada ardía de odio.
—Lárgate… maldito abusador —espetó con voz ronca, pero firme.
Juan Diego inclinó la cabeza con sorna.
—Corrección… No me iré sin ti. Tú y yo regresaremos a nuestro hogar en España, como el matrimonio feliz que todos creen que somos.
—¡Jamás! —refutó Karina, apretando los dientes por el dolor—. Te denunciaré. Vas a pagar por todo, maldito.
Él se incorporó lentamente, su expresión endureciéndose como acero.
—No lo harás, cariño. Porque si lo haces… tu mamita y tu tonta familia pagarán las consecuencias —amenazó, alzando una ceja—. Así que pon tu mejor cara y sígueme la corriente. Ya sabes lo que pasa cuando me desafías. No querrás desatar de nuevo lo peor de mí, ¿o sí?
Karina desvió la mirada, tragando lágrimas de impotencia.
—Además… —continuó él, acercándose a su oído— tú no tienes cómo regresar. Tengo tu pasaporte, tus tarjetas, absolutamente todo. En cambio tú… no tienes a nadie aquí.
Le acarició el rostro herido con la yema de los dedos, con una dulzura perversa que contrastaba con su tono amenazante.
—Karina Sotomayor… soy un hombre poderoso. Puedo aplastarte como una cucaracha. Así que por tu bien, cierra tu maldita boca y haz lo que te digo.
Karina cerró los ojos con fuerza. En ese momento, supo que, si quería sobrevivir, tendría que encontrar fuerzas en lo más profundo de sí misma. No sería fácil… pero tampoco imposible.
Juan Diego no hacía amenazas vacías. Cada movimiento, cada palabra, cada acción suya estaba fríamente calculada. Era un estratega implacable, tanto en los negocios como en su vida personal. La manipulación era su lenguaje, y el control su único objetivo.
Con una sonrisa hipócrita y una actitud cuidadosamente ensayada, apareció en la habitación del hospital con un enorme ramo de flores, una caja de chocolates finos y un peluche tierno en forma de oso. Todo parecía sacado de un anuncio publicitario de una pareja enamorada.
—Traje esto para ti, mi amor —dijo con una voz melosa que contrastaba cruelmente con la violencia de la noche anterior.
Colocó las flores sobre la mesita, se sentó a su lado y le tomó la mano con aparente ternura. Como si con esos detalles pudiera borrar el infierno al que la había sometido.
Karina, aún adolorida y con el cuerpo marcado por los golpes, se sentía vacía, anulada. Como si su alma se hubiera encogido dentro de sí, como una flor marchita. Pero en lo más profundo de su ser, donde aún latía la esencia de aquella joven valiente y rebelde que una vez soñó con comerse el mundo, algo se negaba a rendirse. No aceptaría el abuso como regla de vida. No esta vez.
Decidió entonces usar las mismas cartas que él. Si su esposo era capaz de actuar con frialdad y cálculo, ella también aprendería a hacerlo. Por ahora, tendría que fingir sumisión, interpretar el papel de la esposa arrepentida. Necesitaba tiempo, estrategia, y una vía de escape segura.
Con los ojos ligeramente humedecidos —una mezcla entre dolor y determinación— levantó la vista hacia él.
—Perdóname, cielo… no sé en qué estaba pensando al desafiarte. —susurró con una voz suave, casi quebrada, como si el arrepentimiento le naciera del alma.
Juan Diego se infló de orgullo. Sonrió satisfecho, como si hubiera domado a una fiera salvaje. Le acarició el cabello con dulzura fingida y le dio un beso ligero en la frente.
—Tranquila, cariño… Todo estará bien. Regresaremos a casa y olvidaremos este desagradable impase. Porque tú aprendiste muy bien la lección, ¿verdad? —le preguntó con una sonrisa ladeada, peligrosa.
Karina asintió con una mueca que parecía una sonrisa.
—Sí, cielo… Regresamos a nuestra casa. Quiero estar contigo, en la comodidad de nuestro hogar —dijo, aunque por dentro el estómago se le revolvía con sólo pensar en seguir compartiendo un techo con ese infeliz.
En su mente, una promesa silenciosa se iba formando como un tatuaje en el alma: Pronto... muy pronto, te haré pagar cada lágrima, cada golpe, cada palabra...
Algunos días después, la pareja estaba de regreso en la lujosa mansión de Juan Diego, en Madrid. Desde afuera, la propiedad parecía sacada de una revista de arquitectura: grandes ventanales, jardines perfectamente cuidados, muros decorados con obras de arte exclusivas y una estructura majestuosa. Sin embargo, por dentro, para Karina, esa casa se había convertido en una jaula de oro.
Nada de lo que allí había le parecía familiar o acogedor. Cada rincón le resultaba ajeno. Los cuadros costosos colgados en las paredes se le antojaban vacíos, sin vida. Las fotografías de boda, cuidadosamente distribuidas en estanterías, ahora eran espejos de una ilusión rota, de una mentira que había comprado con su inocencia. La sonrisa de esa joven enamorada que posaba junto a su esposo le parecía ridícula, lejana… irreconocible.
Subió a la habitación principal y se plantó frente al espejo del vestidor. Su vestido de gala, color esmeralda, descansaba colgado sobre la cama, esperando adornar su cuerpo para otra noche de apariencias. Sus dedos temblaban mientras aplicaba el maquillaje.
—Tienes que ser fuerte, Karina —se dijo a sí misma con voz firme—. Si quieres librarte de este maldito matrimonio, debes terminar tu carrera. Vas a necesitar algo tuyo, algo que te dé sentido cuando salgas de este infierno.
Se obligó a respirar profundo y calmar el temblor en sus manos. Hoy no era el día para derrumbarse. Hoy debía lucir impecable.
Esa noche, la gala en el Palacio de Cristal del Retiro reunía a una élite de empresarios, figuras políticas y personalidades influyentes de Europa. El evento, elegante y cargado de pretensiones, brillaba por su exceso. Copas de champán, flashes de fotógrafos, música de cuerdas... un escenario perfecto para que Juan Diego volviera a presumir a su esposa como si fuera un trofeo.
Karina lo acompañaba, firme, silenciosa, con una sonrisa bien calculada en el rostro. Jugaba su papel con maestría. Saludaba, asentía, reía cuando era necesario. Pero por dentro, cada segundo era una tortura...