Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Conociendo a la Familia
Doña Berta vivía en una zona residencial que parecía sacada de un catálogo de "Perfección Suburbana". Su casa era un manifiesto de lo que sucede cuando el buen gusto se encuentra con la precisión germánica. Un jardín tan impecable que cada rosa parecía haber sido medida con un calibre, y una fachada beige que gritaba "aquí vive alguien que organiza sus calcetines por color y tejido".
Al entrar, Julieta sintió que pisaba un museo viviente del orden. Los muebles no estaban colocados, estaban estratégicamente posicionados como fichas de ajedrez. Un diseñador de interiores con una regla y un nivel de burbuja habría aplaudido con lágrimas de emoción.
—Bienvenidos —saludó doña Berta, con una sonrisa tan artificial que parecía haber sido diseñada por un algoritmo de corrección de imagen—. Marco, qué bueno que finalmente decidas aparecer.
El salón de doña Berta era como una cámara de guerra elegantemente decorada, donde cada miembro de la familia parecía haber sido entrenado desde la cuna para lanzar miradas más afiladas que los cubiertos de plata sobre la mesa de centro.
Marco avanzaba a su lado como un soldado en territorio enemigo, con Julieta agarrada de su brazo cual bandera de guerra improvisada. Cada paso resonaba en el suelo de mármol como un tambor de batalla silencioso. Los ojos familiares se clavaban en ella con la precisión de francotiradores de la etiqueta social.
Las hermanas de Marco —Sara, Lucía y Paula— formaban un trío que parecía recién salido de un casting de ejecutivas de revista. Sus trajes coordinados eran una declaración de guerra sartorial, y sus zapatos de tacón tan afilados que podrían haber cortado el ambiente tenso como un cuchillo láser.
Los niños —los dos hijos universitarios de Sara, la nena de cinco años de Lucía y las gemelas de siete de Paula— observaban a Julieta como si fuera un espécimen recién desembarcado de un planeta desconocido. Sus miradas combinaban la inocencia infantil con un escepticismo que sugería que ya habían sido entrenados en el arte de la evaluación familiar.
Doña Berta, la general de este escuadrón familiar, presidía la escena desde su sillón. Era como un árbitro de tenis preparado para marcar cada movimiento fuera de línea, cada palabra fuera de protocolo.
Julieta sintió que su vestido —una explosión de color y libertad en medio de un mar de grises corporativos— era su única armadura. Cada pliegue, cada doblez era un grito de rebeldía contra la uniformidad familiar. Su sonrisa era un escudo, sus ojos un desafío silencioso.
—Así que tú eres la chica —murmuró Lucía, su tono era más una sentencia que una bienvenida.
Marco apretó sutilmente la mano de Julieta. Un código secreto entre amantes, un "aguanta" traducido al lenguaje del amor y la complicidad.
Las gemelas de Paula intercambiaron una mirada cómplice. A sus siete años, ya dominaban el arte de la mirada evaluadora. Parecían pequeñas ejecutivas en miniatura, esperando el momento perfecto para emitir su veredicto.
Julieta contenía la risa. Era como estar en un reality show familiar donde el premio era la aceptación, y las reglas cambiaban cada segundo. Su mente navegaba entre el nerviosismo y la diversión, consciente de que era la intrusa en este ecosistema familiar tan perfectamente engrasado.
La nena de cinco años de Lucía la miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza, como si Julieta fuera un nuevo filtro de Instagram que aún no sabía si le gustaba.
Y en medio de aquel campo de batalla familiar, Julieta decidió que no sería un blanco fácil. Su sonrisa se amplió, sus hombros se enderezaron. No venía a pedir permiso, venía a conquistar.
"Señores," pensó, mirando aquellos rostros impecablemente maquillados y vestidos, "no tienen idea de lo que se les viene encima".
Y era verdad. Julieta no era solo una intrusa. Era un huracán vestido de verano, a punto de revolucionar este ecosistema familiar con la sutileza de un confeti en una reunión corporativa.
El almuerzo era una obra maestra culinaria que gritaba "élite gastronómica". En el centro de la mesa, un plato que parecía más una instalación de arte contemporáneo que un alimento: "Terrina de foie gras con gelatina de trufa negra y espuma de champagne". Cada porción era tan pequeña que Julieta calculó que necesitaría al menos cinco raciones para calmar un atisbo de hambre.
—Julieta trabaja en diseño gráfico —explicó Marco, su tono era el de quien presenta una mascota rescatada: entre la disculpa y la timida defensa.
Roberto, el esposo de Lucía, levantó una ceja con la precisión de un cirujano plástico. —Qué... interesante —murmuró, estirando la palabra "interesante" como si fuera un chicle pegajoso de desprecio.
Paula, la hermana de Marco con sus gemelas de siete años —que ya parecían mini ejecutivas corporativas—, no pudo contener un comentario.
—Diseño gráfico —repitió, como si estuviera probando el sabor de la palabra en su boca—. Supongo que es lo más cercano a un trabajo creativo que alguien puede tener sin realmente... trabajar.
Las gemelas la miraron con una sincronización digna de un equipo de espionaje, conteniendo una risita que parecía ensayada.
Julieta pinchó delicadamente su terrina de foie —que parecía más una obra de Dalí que un alimento— y respondió con una sonrisa que podría congelar el champagne.
—Es curioso —dijo—. Nosotros los creativos transformamos lo abstracto en concreto. Ustedes, los ingenieros, solo convierten lo concreto en más números.
Roberto se atragantó discretamente con su copa de vino, mientras Marco contenía una carcajada.
Lucía no se quedaría atrás. —Y cuéntanos —su tono era más afilado que el cuchillo de postre—, ¿cómo fue exactamente que conocieron a Marco? —el énfasis en "exactamente" sonaba más a interrogatorio que a pregunta casual.
—En una noche de tequila en Malasaña —respondió Julieta sin pestañear—. A veces el caos produce los mejores algoritmos de amor.
La cara de Sara, la hermana viuda, fue un poema de perplejidad y ligero escándalo. Sus hijos universitarios intercambiaron una mirada que gritaba "¡Burn!" más fuerte que cualquier palabra.
—Supongo —intervino Alfonso, el esposo de Paula— que no todos tenemos la fortuna de conocer a nuestra pareja en entornos... corporativos.
Julieta cogió su copa de champagne —que costaba más que su alquiler mensual— y brindó sutilmente.
—A la espontaneidad —dijo—. El verdadero lujo que no se puede comprar con un contrato.
Marco la miraba. Sus ojos brillaban como quien observa un espectáculo impagable. Cada respuesta de Julieta era un misil teledirigido a la conversación formal, destrozando la etiqueta con la precisión de un láser.
Doña Berta permanecía impasible. Era como una estatua de porcelana cara, observando el combate verbal cual árbitro de un partido de tenis donde las raquetas eran palabras afiladas y los tantos, silencios incómodos.
Las gemelas de Paula seguían el intercambio como si fuera la final de un campeonato mundial de sarcasmo. Sus ojitos brillaban con una mezcla de admiración y estrategia, tomando apuntes mentales para futuras batallas familiares.
Y Julieta, en medio de aquella guerra de clases y etiquetas, mordía su diminuta porción de terrina como quien muerde la realidad misma: con elegancia, con descaro, y sobre todo, con un hambre que iba mucho más allá de lo gastronómico.
Al final de la comida, doña Berta pareció relajarse un poco. No era una aprobación total, pero era un comienzo. Julieta había logrado lo que parecía imposible: sobrevivir al almuerzo familiar sin causar un desastre total.
Cuando salieron, Marco la tomó de la mano. Un gesto simple pero que lo decía todo: estaban juntos, contra viento y marea.
—Sobreviviste —le dijo al oído—. Y los dejaste sin palabras.
Julieta le guiñó un ojo. —Ese era el plan.
El viaje de regreso fue diferente. Ya no había tensión, solo complicidad. Un nuevo capítulo comenzaba para ellos, imperfecto pero auténtico.