En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 11. SEMILLAS DE VERDAD.
CAPÍTULO 11. SEMILLAS DE VERDAD.
Los días empezaron a transcurrir como hojas llevadas por el viento. En un instante, el mes ya había pasado.
Ángel se había acostumbrado, casi sin darse cuenta, a su nueva vida. Cada mañana, con la salida del sol, una sirvienta la despertaba con amabilidad. Luego llegaban las lecciones: música, lectura, escritura, modales e historia del reino. Por la tarde, disfrutaba de libertad para explorar los jardines, leer junto al estanque o caminar por los interminables pasillos de la mansión.
No estaba sola. Había otros niños allí, hijos de sirvientes o maestros, pero pocos se atrevían a acercarse a ella. Algo en su presencia y en el cuidado que recibía, creaba una barrera invisible. Todos la miraban con respeto, algunos con curiosidad… sin embargo, nadie se atrevía a cruzar esa línea.
Excepto Juana.
Juana, que era la hija de una cocinera viuda, tenía once años y una personalidad vivaz. Le gustaba escalar árboles, reírse a carcajadas y no tenía miedo de expresar su opinión. Fue ella quien inició la conversación con Ángel una tarde en la que la encontró sola, sentada bajo un arbusto de rosas.
—¿Por qué siempre estás sola? —preguntó de manera directa.
Ángel levantó la mirada, sorprendida por la franqueza de la pregunta.
—No lo sé. Creo que… no se atreven a hablarme.
Juana sonrió y se sentó junto a ella.
—Es una tontería. Si piensan que eres una princesa, que lo digan. Yo quiero jugar contigo de todas maneras.
Desde ese día, se hicieron inseparables. Se divertían jugando a las escondidas, creando historias con los sirvientes como protagonistas, y compartiendo secretos bajo la sombra de los sauces en el jardín.
Aquel día, el ambiente estaba lleno de presagios. Las nubes se movían lentamente por el cielo del feudo y una brisa fresca hacía oscilar los girasoles del camino. Mientras jugaban cerca de las fuentes, un ruido metálico interrumpió su alegría.
—¡Mira! —exclamó Juana, señalando la gran puerta de entrada—. Un carruaje.
Y no era un carruaje cualquiera. Era más grande, más elegante, tirado por seis caballos oscuros con arneses plateados. Los emblemas en las cortinas laterales brillaban con cada rayo del sol.
—Se parece al que me trajo… —dijo Ángel, sintiendo un escalofrío involuntario.
Ambas niñas se ocultaron detrás de un seto, conteniendo la respiración.
Del carruaje bajó una mujer alta, con una presencia impecable. Vestía de azul marino con encajes blancos, y un sombrero con velo cubría parte de su rostro. Caminaba erguida, emanando dignidad que imponía respeto sin decir una sola palabra. Detrás de ella, dos damas de compañía la seguían en un paso ordenado.
—¿Quién es? —susurró Juana.
—No lo sé… pero creo que viene por mí.
Antes de que pudieran acercarse más, Sor Mari apareció, apresurada.
—¡Ángel! Ven, por favor. Debes recibir a la visita.
La mansión se sumió en un silencio inusual cuando Ángel llegó al salón principal. Allí, erguida, como una estatua de mármol, la duquesa Ágata la aguardaba.
Durante un prolongado instante, ambas se miraron.
Ángel experimentó una sensación extraña, una emoción difícil de identificar: respeto, temor, curiosidad. . . pero también una conexión inexplicada.
—Ven aquí, niña —dijo la duquesa con un tono grave, aunque no áspero.
Ángel dio un paso lento hacia ella. Al llegar a su altura, la duquesa se inclinó ligeramente para alinearse con ella. La observó con atención. Ojos verdes. Cabello rojizo. Rasgos marcados. Era inconfundible.
—¿Sabes quién soy? —preguntó la niña.
Ágata la miró con un cariño retenido y asintió.
—Sí. Y tú también deberías conocerme. Pero hoy te diré solo lo esencial. . . lo necesario.
Se sentaron juntas en un diván frente a la llama de la chimenea. Sor Mari y las damas fueron convidadas a salir. La duquesa tomó las manos frías y elegantes de la niña entre las suyas, con piel delgada como papel.
—Ángel, lo que voy a contarte es crucial. Necesitas ser valiente. ¿Lo harás?
La niña asintió, con seriedad.
—Desde tu nacimiento, has estado rodeada por secretos. Te llevaron a la abadía para protegerte… porque algunos no querían que vivieras. Algunos lo hacían por poder, otros por avaricia. Pero tú… tú eres especial, porque llevas una sangre que muchos desean borrar.
—¿Por qué? —susurró Ángel, con los ojos muy abiertos.
—Porque eres la niña de una gran mujer. Una mujer valiente, noble y generosa. Mi hija —agregó, con una ligera temblor en la voz—. Ángela.
Ángel sintió que el tiempo se detuvo. Las palabras flotaban a su alrededor, demasiado enormes, demasiado inesperadas.
—¿Mi madre…? ¿Ella…?
—Te amaba más que nada en este mundo —interrumpió Ágata—. Pero fue separada de ti. No por deseo… sino por imposición. Años de engaños nos robaron lo que debería haber sido una vida juntas.
Los ojos de Ángel se llenaron de lágrimas.
—¿Y ahora… dónde está?
La duquesa cerró los ojos.
—Se ha ido. El destino nos la llevó. . . pero no su legado.
El silencio que siguió se sintió como un abismo. Solo el sonido de la leña ardiendo rompía la quietud.
—¿Por qué me lo dice ahora? —preguntó la niña con la voz entrecortada.
—Porque ya no eres solo una niña. Eres la heredera de un linaje… y también de una responsabilidad. Quienes nos hicieron daño… siguen libres. Y llegará un momento en que deberás enfrentarlos. Por justicia. Por tu madre. Y por ti.
—¿Y si no puedo…?
—Lo harás —afirmó Ágata con firmeza—. Porque dentro de ti brilla la misma llama que vivió en Ángela. No estás sola. Yo te guiaré. Te formaré. Y cuando llegue el instante, serás tan fuerte como ella.
Ángel descansó su cabeza en el regazo de la duquesa, sin pronunciar una sola palabra. Las lágrimas caían por sus mejillas, en silencio, como un alivio.
Ágata la acarició con un cariño que nunca antes había demostrado.
"Lo siento mucho, mi hija. No pude protegerte… pero cuidaré de ella. Hasta el final de mis días. "
Así, en esa habitación iluminada por el ocaso, una abuela selló un acuerdo con su nieta.
El pasado aún causaba dolor, pero el futuro empezaba a arder… y no habría poder que pudiera detenerlo.
A medida que pasaban los días, la relación entre Ágata y Ángel se hizo más fuerte. A pesar de que la duquesa mostraba una actitud seria y mantenía una imagen inquebrantable, cada vez pasaba más tiempo con su nieta. Por las tardes, la llevaba a pasear por los jardines, le enseñaba a identificar plantas, a observar con detalle los comportamientos de los demás y a interpretar las conversaciones más allá de las palabras.
Una de esas tardes, la guió a una sala en el lado oeste de la mansión: un espacio largo, decorado con retratos familiares.
—Tengo algo que mostrarte —mencionó Ágata en un tono suave.
Caminaron en silencio por el salón y se pararon frente a un enorme retrato.
Era una joven que vestía un vestido azul clásico, elegante pero sobrio, adornado con encajes dorados. Su cabello estaba estilizado con gracia, y tenía una mirada profunda y melancólica que parecía atravesar los años. Su sonrisa era sutil.
—¿La conoces? —indagó la duquesa.
Ángel la miró con el corazón latiendo rápidamente.
—Es la mujer del carruaje. . . la que me ayudó cuando estuve a punto de ser atropellada.
—Así es. Era tu madre.
Ángel quedó paralizada. Sentía un nudo en la garganta.
—¿Mi madre. . .? —susurró.
—Tu madre. Ángela de Manchester. Mi única hija. Una mujer noble, fuerte, valiente… y generosa. Te amó desde el primer momento, solo que pensó que naciste muerta.
La niña sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—¿Por qué?
Ágata le tomó la mano con ternura.
—No tuvo elección. Yo la obligue. Durante años, le oculte la verdad, sé que hice mal, pero en ese momento era lo mejor para ella.
De su bolso, sacó un pequeño estuche de terciopelo azul y se lo entregó. Ángel lo abrió con manos temblorosas. Dentro, había una miniatura: un retrato de su madre, pintado con gran detalle.
—Esto es tuyo.
Ángel lo sostuvo con reverencia, sin apartar la mirada del rostro de su madre.
Más tarde esa noche, mientras jugaban al ajedrez en el salón principal, Ágata volvió a hablar.
—Hay cosas que necesitas saber. Secretos que han afectado tu vida desde antes de que pudieras hablar.
Ángel levantó la vista, atenta.
—Douglas, el esposo de tu madre. . . no es tu padre. Pero es tu enemigo más peligroso. Él sabe que existes. Y si se entera de que estás viva. . . no dudará en eliminarte.
—¿Por qué? —preguntó la niña, asustada.
—Porque ahora que tu madre ya no está, tú eres la legítima heredera del ducado de Manchester. Y si tú desapareces. . . todo le pertenecería a él. Riqueza. Título. Poder. Su ambición no tiene límites.
Ángel miró el tablero. El ajedrez ya no parecía un simple juego, sino una representación del mundo al que estaba a punto de entrar.
—Y no es la única a la que debes temer —continuó Ágata—. Mi prima Isabel. . . es incluso más astuta.
—¿Quién es?
—Una marquesa que tiene mucha influencia. Llena de ambición y veneno. Cuando se supo que no habría más herederos, ella fue a ver al antiguo rey para solicitar que le otorgaran el ducado. Deseaba que sus hijos lo heredaran.
—¿Y qué sucedió?
—Mi hermana, tu tía, se casó con el príncipe. Después se convirtió en reina. Eso frustró los planes de Isabel. . . pero no su rencor. Ha estado esperando todos estos años que yo muera para que pueda intentar de nuevo hacerse con el ducado. Y ahora que todos piensan que tú no existes y que tu madre ha muerto, cree que ha llegado su momento.
Ángel permaneció en silencio. Aunque era joven, comprendía. Comprendía lo suficiente para saber que tenía que estar lista.
—¿Y si… y si intentan hacerme daño?
Ágata se inclinó hacia ella.
—Te he traído aquí para que aprendas. Te entrenaré. Te formarás con los mejores. Cuando llegue el momento, volverás al ducado no como una niña desorientada. . . sino como la verdadera heredera. Y harás justicia por tu madre.
Ángel asintió, con la mirada fija en el retrato que aún reposaba sobre sus piernas.
Recordaba esa tarde, la dulce mirada de la mujer que la había rescatado del carruaje.
Su madre.
La única persona a la que siempre había deseado conocer.
—Lo haré —susurró—. Buscaré a quienes le quitaron la vida. . . y les haré pagar.
Ágata, por primera vez en mucho tiempo, sonrió con orgullo.
Ese día, la niña dejó de ser solo Ángel. Y nació algo más poderoso, más decidido. Nació la futura duquesa.