En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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Capitulo 11
“Soy la flor extranjera que echó raíz en Granada. No me doblé, crecí.”
Desperté con los primeros rayos del sol filtrándose por los arabescos del ventanal. Mi niño aún dormía, su pequeño pecho subía y bajaba con calma. Su piel era como la mía, pero sus ojos… sus ojos eran los de su padre. Verdes y ardientes como las esmeraldas de la corona nazarí.
Me levanté sin hacer ruido. Me cubrí con mi manto de seda marfil, asegurado con el broche que Muley me regaló el día en que me convirtió en su esposa ante todo el palacio. En público me comportaba como una consorte respetuosa. En privado… era la mujer a la que consultaba sus dudas, la que calmaba sus tormentas, la única que conocía el peso de su corona.
En el harén, yo era más que una esposa. Era la Sultana de Granada, la señora de los secretos y el orden. Cada rincón del harén obedecía a mi palabra. Desde las jóvenes concubinas recién llegadas de tierras lejanas hasta las esclavas más antiguas, todas se formaban ante mí cada mañana. Las instruía en comportamiento, higiene, recato, incluso lectura para aquellas que querían aprender.
—“No se nace poderosa. Se aprende a serlo en silencio,” —les decía mientras tomábamos té de menta en los jardines interiores.
Algunas me admiraban. Otras, me temían. Las más fieles me seguían como a una reina. Pero también estaban las que me despreciaban. Por extranjera. Por cristiana convertida. Por ocupar el lugar que Aixa —la madre del heredero mayor— creía suyo por derecho. Ellas cuchicheaban en los corredores, dejaban mensajes anónimos escritos en pergaminos rotos, incluso esparcían veneno entre las criadas.
Una vez, mientras caminaba hacia el patio de los Leones, escuché claramente a dos mujeres reírse a mis espaldas:
—“Mujer sin linaje, se viste como nosotras pero su sangre es otra. Nunca será una verdadera sultana.”
Me detuve. No volteé. Solo respiré hondo, apreté el rosario de ámbar entre mis dedos y seguí mi camino. Porque un árbol no se detiene a discutir con las piedras que encuentra a su paso.
Dentro del palacio, mi deber era múltiple y constante.
Supervisaba las cocinas del harén.
Organizaba el calendario de visitas y celebraciones religiosas.
Entregaba limosnas y mantas a los pobres desde las terrazas del palacio.
Mantenía reuniones con visires selectos que el sultán me enviaba discretamente.
Leía cartas diplomáticas y proponía respuestas razonables.
Estaba presente en cada nacimiento, en cada despedida, en cada decisión que afectara el equilibrio del reino.
Aunque no tenía título oficial como “regente” ni “vizir”, todos sabían que si querían hablar con el emir… primero debían contar con mi opinión. Y si no la buscaban, ella los encontraba.
Una tarde, en medio de una reunión con altos funcionarios, uno de ellos dijo:
—“Mi señora, con respeto… este asunto supera los dominios de una mujer.”
Lo miré. Sonreí.
—“Los dominios de una mujer,” —repetí con voz serena— “son donde respira su hijo, donde duerme su esposo, donde sangra su pueblo. ¿Qué rincón del reino cree usted que no pisa una mujer como yo?”
No hubo respuesta.
Fuera del palacio, me esperaba otro mundo. Vestida de manera recatada, envuelta en mantos que ocultaban mi rostro y mi figura, visitaba orfanatos, dispensaba bendiciones a las parturientas, repartía perfumes, pan, dátiles y pañuelos bordados con mi propio escudo: un pequeño lirio bordado sobre una media luna.
Y aun así… la fidelidad era la carga más pesada. No solo fidelidad con mi esposo, sino con el papel que la historia me obligó a escribir. Una mujer no puede tener errores cuando carga el peso de un pueblo que la juzga con doble vara: por extranjera, por esposa, por madre, por voz.
Yo debía mantener mi humildad. Cada vez que Muley entraba en la sala, me ponía de pie, bajaba ligeramente la mirada y esperaba su gesto. Nunca lo interrumpía en público. En los pasillos, si alguien me hablaba mal… no respondía. Si alguien me escupía los pies… lo ignoraba. No por debilidad. Sino por estrategia. Porque el que se mancha las manos con barro, termina pareciéndose al barro.
Mi hijo crecerá sabiendo quién fue su madre. No por cuentos dulces… sino por las decisiones que tomé, las batallas que gané sin levantar la voz, y el trono que sostuve con sabiduría cuando los demás solo sabían empuñar espadas.
Yo no solo fui su madre. Fui su escudo.
Y si la historia decide olvidarme, que al menos me recuerde el viento de Granada, en cada rosa que sembré con mis manos y en cada rincón donde me llamaron “Zoraida, la que vino de lejos… y conquistó el corazón de un reino.”
“La corona no siempre brilla. A veces, duele. Pero nunca me la quité.”
Los días pasaban con ritmo lento, como el fluir del agua en las fuentes de la Alhambra. Pero mi alma no conocía descanso. Ser sultana era más que habitar en salones dorados o vestir sedas perfumadas. Era sostener el alma de un palacio que respiraba en susurros y envidia. Donde una mirada mal colocada podía provocar una traición. Donde un gesto afectuoso del emir hacia mí desataba rumores entre concubinas y visires.
Aquella mañana, me encontraba sentada en el Salón de las Dos Hermanas, junto a mi hijo dormido en brazos de su nodriza. La luz caía suave sobre las columnas, y el canto de los ruiseñores me traía paz. Mandé llamar a dos visires. Quería saber cómo iba el mercado, el grano y los impuestos a los campesinos. Una mujer con poder no solo protege la cama del sultán, sino su estómago… y el del pueblo.
Uno de ellos, el más anciano, me dijo:
—“Vuestra majestad ha aprendido bien el arte de gobernar desde las sombras.”
Yo lo miré con firmeza:
—“No gobierno desde las sombras. Las mujeres no necesitamos tronos para ser poderosas. Gobernamos desde la cuna, desde la oración, desde la palabra que susurra al oído del emir. Desde allí se deciden imperios.”
Cada tarde, después de supervisar la comida de mi hijo y de agradecer a las criadas, caminaba sola por los jardines del Generalife. Aquél era mi refugio. Allí hablaba con las plantas, sembraba flores, acariciaba las uvas maduras y bendecía los árboles que daban sombra a mi palacio. Sembré rosales rojos para honrar a mi madre. Planté higos y granadas para recordar mi tierra. Y cuidaba un pequeño limonero, que me recordaba a la infancia que ya no volvería.
A veces me encontraba allí con Aixa. Fingía no verme, pero su mirada me atravesaba como puñal. Me lanzaba frases envenenadas, con su lengua afilada como daga.
—“Puedes ser su esposa,” —me dijo una tarde, fingiendo mirar los naranjos— “pero jamás serás de su sangre. Eres extranjera, como fruta que no madura en nuestra tierra.”
Sonreí.
—“Tal vez no soy de su sangre, pero soy de su corazón. Y eso, querida Aixa… ni toda tu rabia ni tus intrigas podrán arrancarlo.”
A pesar de los desafíos, me mantenía firme. Criaba a mi hijo con amor, pero también con fortaleza. Mandé traer los mejores tutores de Al-Ándalus, le hice aprender el Corán, la historia de su pueblo, el arte de la poesía y el peso de la justicia. Lo observaba jugar con los guardias, reír con las criadas, y mi corazón se llenaba de temor… y orgullo. Temor por lo que el mundo le ofrecería. Orgullo por lo que él podría llegar a ser.
Me aseguré de que tuviera el corazón valiente y la lengua sabia. Que aprendiera que una madre es su primera maestra, y que un día, cuando yo no esté, sus recuerdos de mí le den fuerza… no tristeza.
En las noches, cuando el emir regresaba cansado, se desnudaba de corona y espadas, y yo lo recibía como el hombre que fue mi cárcel y ahora era mi casa. Le hablaba del palacio, del pueblo, de las cartas de Castilla, de los rumores en el norte. Él escuchaba, tocaba mi mano y me decía:
—“Zoraida… tú no me acompañas. Tú me sostienes.”
No sé cuánto durará esta paz. Sé que las espadas esperan. Que mi nombre aún se arrastra en la boca de quienes no soportan que una mujer como yo —una cristiana convertida, una concubina convertida en esposa, una madre sin corona de linaje— reine entre los muros de Granada.
Pero mientras respire, seguiré aquí. Como árbol que no cae. Como raíz que no olvida.
Soy Zoraida. La sultana. La madre. La mujer que no pidió poder, pero que jamás lo soltó.
El perfume del deber y el incienso del alma
No elegí este destino, pero lo acepté con dignidad. Vine a Granada sin corona, sin nombre, con los ojos llorosos por lo que dejaba atrás. Y sin embargo, he aprendido que en este lugar donde las paredes murmuran en árabe antiguo y las fuentes cantan himnos al cielo, una mujer también puede forjar su imperio. No con espadas. Sino con presencia.
La luna aún no había bajado del cielo cuando me desperté aquella mañana. Mi niño dormía en su cuna, arropado con la tela bordada con mi escudo y el nombre que el sultán le otorgó. Me acerqué, lo besé en la frente, y oré por él. Después de lavarme las manos con agua de rosas, recité el Fajr, la oración del amanecer. Lo hacía sola, frente a la ventana del patio de los Arrayanes. En ese instante, no era sultana, ni esposa, ni madre. Era solo una mujer pidiéndole fuerza a Allah para vivir otra jornada bajo miradas que juzgan y labios que murmuran.
Era el último día del Ramadán, y toda la Alhambra se movía como un enjambre de abejas doradas. Criadas, eunucos, visires, sirvientes... todos alistaban el Eid al-Fitr. Yo caminaba por los pasillos con paso firme. Mi vestido era de seda blanca, adornado con flores doradas bordadas por las concubinas más hábiles del harén. Sobre mi cabeza, un velo largo caía hasta mi cintura, cubriéndome el rostro salvo los ojos. Y en la frente, mi diadema de media luna —símbolo del linaje que yo había creado con mi hijo.
Como sultana, tenía deberes. Yo gobernaba el harén, no solo como una reina, sino como una madre de muchas. En medio de sus risas, de sus lamentos, de su nostalgia por tierras lejanas, yo me sentaba entre ellas en las alfombras de jazmín, y les enseñaba poesía, caligrafía, paciencia. Algunas me respetaban. Otras me odiaban. Escuchaba los insultos. “Infiel”, “la extranjera”, “la que robó el corazón del emir”. Algunas me escupían en silencio con los ojos. Yo no devolvía las palabras. Me erguía, caminaba serena, y decía:
—La diferencia entre tú y yo no es la sangre. Es que yo pienso antes de hablar… y tú ni siquiera sabes por qué hablas.
Ese día, durante el banquete, distribuí yo misma los platos con carne de cordero, dátiles, pan con ajonjolí y leche de almendras. Se sirvieron dulces con miel, tazones de arroz con frutos secos, y sorbetes de granada. Las mujeres se sentaban en círculo, y yo pasaba entre ellas dejando un presente: una flor, una joya, un verso.
Después, el sultán me llamó. Me pidió acompañarlo a recibir a los notables del reino. No todas las esposas podían hacerlo. Pero yo sí. No por mi rostro, sino por lo que él veía en mi corazón. Me tomaba del brazo y me presentaba con orgullo:
—Esta es Zoraida, madre del heredero, la luz de mis ojos.
Yo bajaba la mirada, como debía hacerlo. Pero nunca agachaba el alma.
Aquella noche, luego del banquete, convoqué a una velada de sabiduría en los jardines. Mandé colocar lámparas entre los rosales. Invitamos a un filósofo de Córdoba, y a un poeta que cantó los versos de Al-Mutamid. Las mujeres del harén escuchaban en silencio. Algunas lloraban. Otras escribían. Yo no decía palabra. Solo observaba. Pero sabía que sembraba sabiduría como flores que algún día, con Allah como testigo, darían sombra a quien la necesitara.
También tenía mis propios deberes religiosos. Ayunaba en Ramadán. Organizaba la caridad, enviaba alimentos al zoco para las viudas y huérfanos. Financié la restauración de una fuente pública, y mandé bordar mantos para cubrir el Mihrab de la mezquita del castillo. Rezaba por los soldados, por los niños sin madre, por las mujeres sin voz.
En mis noches de soledad, me arrodillaba frente al Corán. Y con lágrimas, le pedía a Allah que no me dejara perderme en el orgullo, ni en el odio, ni en la venganza. Le pedía sabiduría para criar a mi hijo. Para que algún día, si él ascendía al trono, no me recordara solo como la que lo dio a luz, sino como la que le enseñó el valor del alma.
Hay días en que me insultan aún. Cuando camino en silencio por los corredores, escucho susurros. “¿Quién se cree?”, “¿Qué hará cuando el emir muera?”, “¿Y si su hijo no hereda?” Yo no respondo. Solo me detengo, y con calma me doy vuelta. Las miro a los ojos y les digo:
—He sido traicionada, vendida, y arrancada de mi mundo. Y sin embargo, aquí estoy. Si eso no las intimida, entonces no han entendido nada.
Así pasan mis días: entre el incienso del deber y el perfume de la sabiduría. No sé qué me espera mañana. Tal vez la guerra, tal vez la traición, tal vez la soledad. Pero mientras pueda caminar por estos pasillos y hablar con voz firme, seguiré siendo lo que soy: la sultana de Granada. No porque me lo dieran, sino porque me lo gané.
El Poder Detrás del Velo"
Cuando entré por primera vez como esposa del emir a los pasillos más ocultos de la Alhambra, no era solo una mujer que había ganado el corazón de un soberano. Era una extranjera con sangre andaluza y alma resistente, una conversión no solo de religión, sino también de propósito. Sabía que no bastaba con ser madre del heredero. En esta fortaleza hecha de mármol, agua y secretos, cada gesto se convertía en ley, cada silencio era sospechoso, y cada favor tenía un precio.
La mañana que decidí asumir el mando interno del palacio, aún llevaba la leche en mis ropas tras amamantar a mi hijo. Caminé con paso firme por los corredores adornados con yeserías, mientras las fuentes murmuraban versos del Corán. No venía a pedir permiso. Venía a gobernar.
Convocación privada. Nada público. Reuní a los visires encargados de la economía del harén, al jefe del tesoro palaciego, a los escribas mayores, y a las mujeres que controlaban la entrada a los aposentos del emir. Mis palabras fueron suaves, pero mi mirada era acero.
—“Desde hoy, todas las cuentas del palacio serán revisadas por orden de la sultana consorte. Todo oro, toda joya, toda prenda de seda. Que se anote el precio de cada dátil, que se pese el incienso, que se cuente la leña que entra a las cocinas.”
Uno de los ancianos visires se atrevió a alzar la voz con un tono que mezclaba desdén y miedo.
—“Majestad, estos asuntos no son propios de una dama del harén.”
Yo sonreí levemente. Me acerqué sin temor, tan cerca que pudo ver su reflejo en mis pupilas.
—“¿Y qué es propio de una dama del harén? ¿Callar mientras otros roban? ¿Sonreír mientras se pudre la raíz del imperio? Lo único que me diferencia de ustedes es que yo sí pienso, y tengo el oído del emir. Cuidado, señor visir, no me obligue a pedirle su cabeza.”
Calló de inmediato. Todos callaron.
Ordené auditorías internas. Durante semanas, escribas y contadores entraban y salían de los salones con tablillas y pergaminos. Descubrimos banquetes falsos, joyas perdidas, sirvientes que nunca existieron pero que cobraban sueldos. El oro de la Alhambra se estaba desangrando, y yo puse un torniquete.
Reorganicé el harén. Cambié a la jefa de criadas por una mujer sabia de origen bereber que había vivido en Fez. Nombré encargadas por regiones: mujeres granadinas, andalusíes, africanas, todas con voz, pero bajo mi mirada. Establecí horarios, límites, y castigos para las que quebraran las normas. Las concubinas más antiguas murmuraban a mis espaldas. Me escupían palabras en voz baja: “usurpadora”, “cristiana vestida de oro”, “bruja con ojos de ciervo”.
A veces me detenía en seco, giraba y les sonreía.
—“No me llamen cristiana. Yo me llamo Zoraida. Y lo que ven no es brujería. Es disciplina. Algo que ustedes han olvidado.”
En los jardines internos, mandé podar las ramas torcidas de los naranjos. Como metáfora. Como advertencia.
En la cocina, instauré un sistema de raciones y ahorro. Ya no se tirarían los restos de los banquetes. Se repartirían entre los pobres de Granada. Aquello no era caridad. Era mensaje. El pueblo sabría que la nueva sultana pensaba en ellos.
En el patio de las mujeres, instauré clases de lectura del Corán, bordado real, filosofía sufí y poesía. Algunas lloraban, otras se rebelaban, pero la mayoría se sentaban a mi lado en círculo, y aprendían.
Mientras tanto, Muley Hacén me observaba en silencio. En el lecho, después de nuestras noches, a veces me acariciaba el cabello y murmuraba:
—“He dado órdenes a hombres durante décadas. Pero contigo… contigo parece que el mundo se acomoda sin necesidad de espadas.”
Una noche me dijo:
—“¿Sabes? Jamás creí que amaría a una mujer que me desafía.”
Yo reí con dulzura, pero sin bajar la mirada.
—“Y yo jamás creí que amaría a un hombre que se deja gobernar… con una palabra, no con una daga.”
La Alhambra cambió. No solo por la limpieza de sus cuentas, sino por el orden en sus pasillos. Las criadas caminaban erguidas. Los cocineros ya no robaban alimentos. Los eunucos saludaban con respeto. Se respiraba justicia. Y justicia, para mí, era más importante que poder.
Los rumores crecieron. Dicen que yo hablaba con visires de noche. Que susurraba nombres para los cargos. Que protegía a ciertos escribas. Que eliminé enemigos de mi camino con la sonrisa de una esposa obediente.
Puede que todo sea verdad. O no.
Lo cierto es que Zoraida ya no era solo la favorita. Era la columna silenciosa que sostenía el palacio cuando el emir salía a las batallas. Y yo… no pedía reconocimiento. Pedía resultados.
Porque para mí, gobernar no era reinar con una corona. Era mantener la casa en pie mientras la historia decidía si nos honraría… o nos olvidaría.