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El Silencio De Velmont

El Silencio De Velmont

Status: En proceso
Genre:Terror / Doctor
Popularitas:135
Nilai: 5
nombre de autor: Tapiao

Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.

Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.

Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.

Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.

NovelToon tiene autorización de Tapiao para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Las habitaciones sin numero

La puerta negra se cerró tras ellos con un sonido seco, como el golpe final de un ataúd. El pasillo al que entraron no tenía luces, solo una tenue claridad que parecía surgir del suelo. Era como si caminaran sobre una herida abierta, viva, pulsante.

—¿Sientes eso? —preguntó Soledad.

—Sí… como si el lugar respirara —respondió Elías.

A medida que avanzaban, las paredes comenzaban a cambiar. Ya no eran de concreto ni de azulejos clínicos. Eran de carne. Una piel rugosa que se estremecía al tacto, que latía bajo los dedos. Los tubos que colgaban del techo parecían venas. Y entre las grietas de la pared, podían oírse susurros.

—¿Esto sigue siendo el hospital? —preguntó ella.

—Ya no lo sé.

De pronto, las puertas.

Numeradas.

Pero no en orden.

—213, 47, 999… —leyó Elías en voz baja—. ¿Qué significa?

—¿Y esta? —Soledad señaló una—. No tiene número.

Era una puerta distinta. De madera vieja, descolorida, con marcas de uñas en la parte baja y una mirilla cubierta por una tapa de metal oxidado.

—Siento algo… raro con esta —dijo ella.

—¿Abrimos?

Soledad asintió.

Giraron la manija con cuidado. La puerta se abrió con un crujido sordo, revelando una habitación vacía. Al principio.

Después, comenzó a llenarse.

Desde las esquinas, como arrastrándose desde otra dimensión, llegaron los muebles. Una cama, un espejo roto, un armario que temblaba ligeramente. En el centro, una niña sentada de espaldas.

Lucía.

—¿Otra ilusión? —susurró Soledad.

—No lo sé —dijo Elías—. Pero algo aquí está… vivo.

La niña comenzó a hablar sin moverse.

—La puerta no debía abrirse. Nadie debía entrar aquí. Esta es la habitación de lo que nunca fue dicho.

Soledad dio un paso adelante.

—Lucía… ¿qué es este lugar?

La figura se giró lentamente. El rostro de Lucía estaba cosido. No con hilo, sino con cicatrices. Sus ojos estaban abiertos, pero vacíos.

—Aquí viven las verdades que no se dijeron. Las palabras que se tragaron por miedo.

Elías sintió que algo tiraba de su garganta. Como si lo obligaran a recordar.

Y entonces vio.

El cuarto de sus padres.

El cinturón.

Los gritos.

Y a su madre llorando, diciendo que no podía hacer nada.

—¡No quiero recordar eso!

—Pero debes hacerlo. Si no, serás como yo.

Soledad también cayó de rodillas.

Su visión se llenó de flashes.

El hospital donde estuvo internada.

Las enfermeras diciéndole que se inventaba los gritos nocturnos.

La habitación donde encerraban a los que lloraban mucho.

Y entonces… esa puerta.

Sin número.

Como esta.

—¡Ya basta! —gritó—. ¡Sal de nuestra cabeza!

La figura se desvaneció, dejando tras de sí solo el espejo roto.

Y en el reflejo, Soledad no se vio a sí misma.

Vio a Lucía.

Y Lucía lloraba.

Pero no estaba sola.

Estaba abrazada a alguien.

A ella.

—No… —susurró—. No puede ser…

Elías se acercó al espejo, pero no se reflejaba en él.

—¿Por qué tú sí y yo no?

Soledad negó con la cabeza.

—No lo sé…

Pero lo sabía.

Porque algo dentro de ella ya empezaba a entender.

—Vamos… tenemos que seguir.

Salieron de la habitación y el pasillo había cambiado.

Ahora todo estaba invertido.

El techo era el suelo.

Las paredes, espejos infinitos que devolvían miles de versiones de ellos, algunas heridas, otras muertas, otras sin rostro.

—Esto se está volviendo peor —murmuró Elías.

Y entonces escucharon pasos.

Pero no los suyos.

De alguien más.

Alguien que venía detrás.

Giraron lentamente.

Y lo vieron.

El hombre de negro.

Sin rostro.

De nuevo.

Pero algo diferente ahora.

Ya no flotaba.

Caminaba.

Y sus pies dejaban huellas que ardían en el suelo.

—¿A dónde creen que van?

No tenía boca. Pero hablaba. En sus cabezas.

Soledad retrocedió.

—No tenemos miedo de ti.

—No necesitas tener miedo. Porque ya son parte de mí.

De su pecho comenzó a salir un humo espeso, denso, que cubría todo el pasillo. Al respirar, sentían que sus pulmones ardían, que sus pensamientos se fragmentaban. Era como inhalar recuerdos.

—¡Corre! —gritó Elías.

Corrieron sin dirección.

Solo huyendo.

Las puertas pasaban a su lado como si fueran árboles en una autopista. Pero no todas estaban cerradas. Algunas se abrían solas al pasar.

Y mostraban cosas.

Elías viendo a su padre enterrar algo en el jardín.

Soledad, encerrada en una bañera llena de agua oscura.

Lucía, escribiendo una carta con la mano temblorosa, mientras alguien golpeaba la puerta de su habitación.

—¡No más!

Se detuvieron.

Frente a otra puerta sin número.

Esta era distinta.

Era blanca.

Y cálida.

Como si detrás hubiera algo distinto.

Algo que no quería atraparlos.

Sino protegerlos.

—¿Entramos?

Elías asintió.

La abrieron.

Dentro, una habitación infantil.

Limpia.

Luminosa.

Una cama de niña, una estantería con libros.

Y una foto.

Soledad la tomó con manos temblorosas.

Era ella.

De niña.

Junto a Lucía.

—¿Esto es real?

—Debe serlo —dijo Elías—. Mira esto…

En el cajón, una carta.

La misma que habían visto antes.

Elías la leyó en voz alta:

“Si algún día encuentras esta habitación, es porque decidiste recordar. Gracias por no dejarme sola. —L.”

Soledad no podía hablar. Sus labios temblaban.

—Yo… la conocí. Antes del hospital. Fue en el orfanato.

—¿Y por qué no lo recordabas?

—Porque nos separaron. Y me dijeron que nunca existió.

Un silencio pesado llenó el cuarto.

Elías se sentó en la cama.

—Entonces esto… es más que un delirio.

—Es nuestra historia. Fragmentada. Mezclada con la de ella. Con la del hospital. Con la del experimento…

El piso crujió.

Y la habitación comenzó a desmoronarse.

Como si el tiempo se acabara.

—¡Rápido, la carta!

Elías la guardó en su chaqueta.

Corrieron fuera justo antes de que la puerta se sellara tras ellos.

Y entonces la voz de Lucía volvió a escucharse.

Pero esta vez, no en su cabeza.

Frente a ellos.

De pie.

Lucía.

Adolescente.

Con una expresión tranquila.

—Gracias —dijo—. Gracias por no olvidarme.

Soledad no podía hablar.

Elías solo observaba.

Lucía alzó la mano.

—Pero aún queda una puerta más. La peor de todas.

—¿Cuál es?

Lucía los miró, seria.

—La que se abre desde dentro.

Y señalando sus propios pechos, sus propias mentes, desapareció.

Solo quedó el eco de sus palabras.

Y una sensación…

De que aún no habían visto nada.

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