Violeta Meil siempre tuvo todo: belleza, dinero y una vida perfecta.
Hija de una de las familias más ricas del país M, jamás imaginó que su destino cambiaría tan rápido.
Recién graduada, consigue un puesto en la poderosa empresa de los Sen, una dinastía de magnates tecnológicos. Allí conoce a Damien Sen, el frío y arrogante heredero que parece disfrutar haciéndole la vida imposible.
Pero cuando la familia Meil enfrenta una crisis económica, su padre decide sellar un compromiso arreglado con Damien.
Ella no lo ama.
Él tiene a otra.
Y sin embargo… el destino no entiende de contratos.
Entre lujo, secretos y corazones rotos, Violeta descubrirá que el verdadero poder no está en el dinero, sino en saber quién controla el juego del amor.
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Entre la razón y el eco del pasado
**Capítulo 9:**Entre la razón y el eco del pasado
(Desde la perspectiva de Damien Sen)
El silencio en mi departamento era tan espeso que podía oír el tic-tac del reloj sobre la repisa.
Cada segundo sonaba como una aguja clavándose en mi cabeza, recordándome algo que no quería aceptar: Violeta Meil se había ido.
Y lo peor de todo era que… eso era exactamente lo que quería.
Debería sentirme aliviado.
Triunfante, incluso.
Llevaba semanas deseando no verla cruzar esa puerta cada mañana, con su sonrisa desafiante y sus comentarios impertinentes.
Me molestaba su energía, su optimismo absurdo, su forma de encontrar algo bueno hasta en los días más grises.
Era irritante.
Pero ahora que no estaba… el aire se sentía más denso.
Más vacío.
Apoyé los codos sobre mis rodillas y me pasé las manos por el rostro.
El día había sido largo, pero la noche lo estaba siendo aún más.
No podía sacarla de mi cabeza.
“Ridículo”, murmuré entre dientes, dejando escapar una risa seca.
Yo, Damien Sen, el hombre que podía mantener el control incluso en medio del caos financiero más complicado, estaba perdiendo la calma por una mujer que había trabajado para mí apenas un mes.
Un mes.
Treinta días.
Y sin embargo, se las arregló para descolocar todo lo que creía tener en orden.
Cerré los ojos y la vi.
Vi su expresión seria cuando entró a mi oficina por última vez.
“Vengo a presentar mi renuncia, señor Sen.”
Su voz había temblado, pero sus ojos no.
Ni siquiera pidió quedarse, ni intentó convencerme de nada.
Solo me miró como si ya hubiera tomado una decisión irrevocable.
Y yo, como el idiota que soy, le di mi firma sin pensarlo dos veces.
—Puedes irte —le dije entonces, tan frío como siempre.
Y ella se fue.
Debería haber sido el final.
Pero no lo era.
Me levanté del sofá y caminé hacia la ventana.
La ciudad se extendía frente a mí, un mosaico de luces y sombras, con miles de historias que no me importaban lo más mínimo.
Sin embargo, la mía, por primera vez, se sentía… incompleta.
¿Por qué demonios me importaba que se hubiera ido?
No era más que una empleada testaruda.
Pero algo dentro de mí no estaba de acuerdo.
Me forcé a pensar en otra cosa.
En los informes, en la próxima junta de inversión, en los planes para la filial internacional.
Nada funcionaba.
Todo regresaba a lo mismo: Violeta.
“¿Por qué?” pensé.
Quizá era el orgullo.
Ella había logrado lo que pocos: resistirme.
Yo había hecho todo lo posible por quebrarla.
Le cargué trabajo, la presioné, la puse al límite… y nunca se rindió.
Tal vez eso era lo que más me molestaba.
Inspiré hondo y exhalé despacio.
No, no era molestia.
Era otra cosa.
Algo que no quería nombrar.
Caminé hacia la repisa del dormitorio y tomé un portarretratos cubierto por una fina capa de polvo.
Mia Lang.
Su sonrisa dulce, su mirada tímida.
Supe en ese instante que era un error verla.
Mia… mi primer amor.
La única mujer que me hizo creer que el mundo podía ser un lugar tranquilo.
Hasta que mi familia la obligó a irse.
Apreté los dientes.
Aún recordaba el día en que mis padres me lo dijeron: “No es de tu nivel, Damien. Olvida esa relación infantil.”
Y lo hicieron.
La sacaron de mi vida como si fuera una decisión de negocios.
Nunca los perdoné por eso.
Pasé el pulgar sobre la superficie del vidrio, quitando un poco de polvo.
Mia era todo lo opuesto a Violeta.
Callada.
Reservada.
Delicada.
Siempre sonreía con dulzura y hablaba en voz baja, como si temiera romper el silencio.
Violeta, en cambio, parecía disfrutar desafiando cada regla, cada límite, cada mirada mía.
Me reí sin humor.
“Son el día y la noche.”
Pero por alguna razón, esa comparación no me hacía sentir mejor.
—Vaya desastre… —murmuré.
No entendía por qué seguía pensando en ella.
Era absurdo.
Dejé el marco en su sitio y me serví un poco de whisky.
El líquido ámbar brilló bajo la tenue luz.
Tal vez lo que sentía era culpa.
Genuina culpa.
Le había hecho la vida imposible, y aun así, ella había demostrado ser mejor de lo que esperaba.
Caleb tenía razón: era buena en lo que hacía.
Y quizá… yo solo la había atacado porque su sola presencia me irritaba de una manera que no sabía manejar.
“Capaz y hermosa… qué combinación tan peligrosa.”
Negué con la cabeza, intentando borrar la imagen de su sonrisa cansada cuando salía de la oficina.
Bebí un trago.
El ardor en la garganta fue un alivio momentáneo.
No, no podía seguir pensando en ella.
Mi teléfono vibró sobre la mesa.
Fruncí el ceño.
Nadie solía llamarme a estas horas.
Tomé el dispositivo y vi el nombre en pantalla.
Abuela Rosa.
Suspiré.
Si había alguien en el mundo capaz de desarmar mis defensas, era ella.
Contesté.
—Abuela.
Su voz sonó débil, pero firme.
—Damien, cariño… sabía que estarías despierto.
Sonreí con suavidad.
—Nunca duermo temprano, ya lo sabes. ¿Está todo bien?
Hubo un breve silencio.
Demasiado largo para mi gusto.
—He estado… un poco indispuesta estos días. Nada grave, solo cansancio —dijo finalmente, aunque su tono me resultó extraño.
—¿Indispuesta? —pregunté, enderezándome—. ¿Fue al médico?
—Claro, claro. No te preocupes por eso, querido. Solo necesito verte.
Su voz, aunque dulce, tenía algo oculto.
Una sombra.
Algo que me hizo apretar el teléfono con fuerza.
—¿Verme?
—Sí. Este fin de semana. Quiero que vengas a la mansión Sen. Hay algo de lo que necesito hablar contigo… algo importante.
—¿Importante? —repetí.
—Muy importante —respondió ella con un suspiro—. Y más te vale que aparezcas, Damien. No acepto excusas.
Solté una breve carcajada.
—Eso suena como una orden.
—Tal vez lo sea —replicó, con ese tono travieso que solo ella sabía usar—. Además, no ves a tu abuela desde hace meses.
—Sabes por qué.
—Lo sé… —dijo en voz baja—. Pero no puedes huir de tu familia para siempre, querido.
Me quedé en silencio.
Ella lo sabía.
Sabía cuánto resentimiento guardaba hacia mis padres.
—No quiero verlos, abuela.
—Entonces ven a verme a mí. Ellos no tienen que saberlo si no quieres.
Su tono cambió.
Había cariño, pero también una seriedad que me inquietó.
—Por favor, Damien. Prométeme que vendrás.
La abuela Rosa nunca pedía.
Ordenaba, sugería, pero no suplicaba.
Y esta vez… sonaba casi desesperada.
—Está bien —respondí al fin—. Iré el sábado.
—Gracias, mi niño. —Su voz sonó más tranquila—. Cuídate, ¿sí? No trabajes tanto.
—Eso no puedo prometerlo.
—Ah, Damien… siempre tan testarudo.
La llamada terminó, pero la inquietud quedó flotando.
Me dejé caer de nuevo en el sofá, mirando el techo.
La abuela nunca decía algo “importante” sin motivo.
¿Podría estar enferma realmente?
¿O se trataba de algo más?
Intenté convencerme de que era solo preocupación familiar.
Pero esa sensación en el pecho no desaparecía.
Miré el vaso a medio llenar sobre la mesa.
El reflejo del líquido me devolvió una imagen borrosa, distorsionada.
Un hombre que no parecía tener el control de nada.
—Ridículo… —susurré otra vez.
Pero no lo era.
Lo sabía.
Había algo dentro de mí que se estaba moviendo.
Algo que no entendía.
Confusión, frustración, una punzada de vacío…
Todo mezclado con el recuerdo de una mujer que ya no estaba.
Mía había sido el pasado que no pude tener.
Violeta… el presente que no supe comprender.
Y en ese momento, me di cuenta de algo que me perturbó más que cualquier otra cosa: no extrañaba a Mia.
Extrañaba a Violeta.
Me levanté bruscamente, molesto conmigo mismo.
—No, no. Eso no es posible.
Caminé de un lado a otro, intentando alejar esa idea.
No podía ser.
No después de todo lo que había hecho para mantenerla a raya.
Ella era una Meil.
Caprichosa, mimada, insoportable.
Eso era lo que siempre me repetía, ¿no?
Pero entonces recordé cómo la había visto defender a sus compañeros, quedarse hasta tarde sin quejarse, y cómo, pese a todo, nunca perdió la sonrisa.
Eso no era propio de una niña mimada.
Golpeé la mesa con el puño cerrado.
No quería pensar en ella así.
No quería justificarla.
Y sin embargo, ahí estaba.
Metida en cada rincón de mi mente, en cada pensamiento, en cada maldito suspiro.
Me asomé otra vez por la ventana.
Las luces de la ciudad parecían más lejanas.
Una parte de mí se preguntó si ella estaría mirando el mismo cielo, quizá desde su país, pensando en lo mismo.
Negué rápidamente.
“¿Desde cuándo me volví tan estúpido?”
Suspiré, cansado.
Tal vez lo mejor sería aceptar la invitación de la abuela y distraerme un poco.
Verla siempre me daba paz.
Y si realmente había algo importante, prefería escucharlo de su propia voz.
Tomé el último trago de whisky y apagué las luces.
El silencio volvió a llenar el departamento.
Pero ahora no era un silencio cómodo.
Era un silencio que dolía.
Porque, aunque no lo admitiría en voz alta, lo sabía:
Por primera vez en mucho tiempo, algo o alguien había logrado desordenar mi mundo.
Y su nombre era Violeta Meil.