La ciudad despierta alarmada y aterrada con un horrendo triple crimen y Fiorella descubre, con espanto, que es una mujer lobo, pensándose, entonces en un ser cruel y sanguinario, lo que la sume en desesperación y pavor. Empieza, por ende, su agonía, imaginándose una alimaña maligna y quizás la única de su especie en el mundo. Fiorella es acosada por la policía y cazadores de lobos que intentan dar con ella, iniciándose toda de suerte de peripecias, con muchas dosis de acción y suspenso. Ella se enamora, perdidamente, de un humano, un periodista que tiene la misión de su canal de noticias en dar con la mujer lobo, sin imaginar que es la muchacha a quien ama, también, con locura y vehemencia. Fiorella ya había tenido anteriores decepciones con otros hombres, debido a que es una fiera y no puede controlar la furia que lleva adentro, provocándoles graves heridas. Con la aparición de otras mujeres lobo, Fiorella intentará salvar su vida caótica llena de peligros y no solo evadir a los cazadores sino evitar ser asesinada. Romance, acción, peligros, suspenso y mucha intriga se suceden en esta apasionante novela, "Mujer lobo" que acaparará la atención de los lectores. Una novela audaz, intrépida, muy real, donde se conjuga, amor, mucho romance, decepción, miedo, asesinatos, crímenes y mafias para que el lector se mantenga en vilo de principio a fin, sin perder detalle alguno.
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Capítulo 11
En el pizarrín de la facultad, encontré un aviso de que una veterinaria requería de estudiantes de la carrera para dar sus primeros pasos en la profesión. Pese a que todavía no estaba matriculada en prácticas profesionales, era una buena ocasión para interiorizarme un poco más en la carrera. Apunté con mucho cuidado la dirección en mi móvil, junté los dientes coqueta, y decidí postular a esa clínica.
Fanny no quiso acompañarme. -Creo que aún estoy muy verde para estar en una veterinaria-, me dijo desalentada.
-Pero la práctica es muy importante, se aprende más en el mismo campo de acción-, intenté animarla cuando íbamos por los pasadizos de la facultad. Yo sujetaba mi cuadernos en el pecho y llevaba mi morral colgado en el hombro.
-Quizás en un año más, yo creo que te estás precipitando, es mejor aguardar un ciclo más-, me recomendó, pero yo no le hice caso. En realidad debí haberla escuchada. Presentarme en esa veterinaria fue un gran error y viví una horrible experiencia.
Cuando llegué a la clínica, la enfermera me miró despectiva de pies a cabeza. -¿Ya has trabajado con animales antes?-, me preguntó haciendo correr sus lentes hasta la punta de su nariz afilada.
-No, solo he diseccionado algunos sapos y ranas-, mordí coqueta mi lengüita. No mentí.
-El doctor Matsuda está con los perros en observación, en el patio trasero, habla con él-, me indicó con el lapicero.
Yo estaba emocionada. A lo largo del pasadizo, habían carteles de vitaminas, alimentos para perros y gatos, champú para mascotas, camas y tapetes para los animalitos, jaulas vacías para canarios y periquitos, correas de todo tamaño y habían varios consultorios con camillas, botiquines, muchos fármacos y una sala de baño, bien equipado. Todo eso me volvía eufórica y alborozada. Ya me veía, incluso, con mi mandil blanco y un perrito en brazos, atendiéndolo y haciéndole mimos.
Me detuve a ver las jaulas donde habían unas cobayas grandes y otras pequeñas, de muchos colores, muy festivas, correteando y subiendo a ruedas giratorias que les era su juego predilecto. Acerqué mi naricita , sonriendo, para verlos bien, disfrutando de su alegría y entusiasmo, y de pronto los animalitos se espantaron, empezaron a empujarse, a desesperarse, a darse de empellones y refugiarse en un rincón aterrados, chillando con desesperación, presas del pánico. completamente turbadas.
Quedé boquiabierta viendo el espanto de los roedores.
-¡Aquí señorita!-, me llamó el doctor Matsuda.
El patio era grande, amplio, y había casi una docena de perros en sus jaulas. El doctor Matsuda los observaba con detenimiento y hacía apuntes en un tablet. Todos los canes estaban comiendo tranquilos, disfrutando de sus respectivas meriendas. Recién les habían servido sus comidas y estaban entusiasmados y abocados a devorarse sus platos con mucho afán y encono.
Y tal igual los cobayas, esta vez fueron los perros que, de repente, me olieron y se alzaron nerviosos y empezaron a ladrar con furia, iracundos, con los ojos desorbitados, empinados en sus patas, queriendo destrozarme a mordiscos, dando formidables bufidos.
-¡Ya, cálmense!-, gritó Matsuda, pero los perros no se tranquilizaban, por el contrario ladraban cada vez más furiosos, coléricos, queriendo romper los barrotes, lanzándose, además sobre los fierros para atacarme.
-Qué raro, se rascó los pelos desconcertado el galeno, esto nunca había pasado, son perros muy tranquilos, apacibles, ¿qué puede haberlos puesto tan nerviosos? es como si estuvieran frente a un animal peligroso que los acecha y amenaza, su comportamiento es de defensa... están defendiéndose de un ataque-
Los fuertes e iracundos ladridos me asustaron mucho. Sentí mi corazón acelerarse y de repente empecé a arrugar mi naricita y mis colmillo se afilaron por un instinto básico de defensa, también. Me puse en guardia, les mostré mis uñas, di dos pasos atrás, sin dejar de mirarlos, estrujando mi boca, igual si fuera un hocico, enseñándoles mis colmillos afilados, dispuesta a defenderme, igualmente, de sus ataques.
-¡Calma, calma, calma!-, pedía Matsuda a los perros porque cada vez más se volvían súper iracundos, enfurecidos, queriendo atacarme.
Me encrespé y me les acerqué con la furia dibujada en mis ojos, mostrándoles mis colmillos como afiladas garras y los perros se asustaron terriblemente, se echaron atrás y aunque siguieron ladrando, confundían sus alaridos con sollozos. Gemían de miedo. Estaban aterrados, sin escape frente a mí.
En ese instante me sentí un monstruo. Salí corriendo espantada de mí misma. Los perros volvieron a alzarse y Matsuda se tornó divertido para verme. -Usted los asusta, ja ja ja, será una veterinaria muy intimidante, señorita ja ja ja-, me dijo sin dejar de reírse por lo que había sucedido en su veterinaria, pero yo ya no estaba.
Llorando me encerré en mi casa. Lancé mi morral por los aires, mis zapatillas y descalza me tiré a mi cama. Hundida entre las almohadas, no dejaba de llorar a gritos detestándome a mí misma por esa horrible experiencia.
Cuando al fin, me calmé un poco, abrí mi laptop y busqué información de perros y lobos. Había muchísima. "Los perros temen a los lobos porque son animales salvajes y peligrosos para ellos", decía un amplio estudio.
"Los perros saben por instinto que los lobos son más grandes que ellos, más rápidos y violentos y por eso le tienen pánico", agregaban los estudios.
Tapé mi boca con las manos espantada.
El último renglón fue más explícito. "Los perros detectan a distancia a los lobos y se asustan, incluso hasta el pánico y prefieren escapar antes de hacerles enfrente, aunque si están acorralados, en una jaula, por ejemplo, decidirán enfrentarse a ellos aún a costa de su propia vida", decía con énfasis.
Ya no me cabía duda. Yo era una mujer lobo.