Después de mí es una historia de amor, pero también de pérdida. De silencios impuestos, de sueños postergados y de una mujer que, después de tocar fondo, aprende a levantarse no por nadie, sino por ella.
Porque hay un momento en que no queda nada más…
Solo tu misma.
Y eso, a veces, es más que suficiente.
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CAPITULO 1
No sabría decir en qué momento exacto dejé de mirarme al espejo. Tal vez fue la primera vez que él llegó tarde a casa y no me miró a los ojos. O tal vez fue mucho antes, cuando acepté dejar la universidad “por nuestro futuro”, como él lo llamaba. Lo cierto es que una mañana me desperté y ya no me reconocí.
El despertador sonó a las 6:30 a.m., como siempre. Me levanté en automático, recogí su ropa de la silla, preparé el café sin azúcar que tanto odia, pero que nunca me dice que cambié. Estaba tan acostumbrada a cuidar de todo, que ni siquiera notaba que nadie cuidaba de mí.
—Tienes junta con el ingeniero Ugarte a las diez —le dije, mientras le acomodaba la corbata.
—Gracias, amor —respondió sin mirarme. Como si fuera su asistente. Como si ser su esposa no implicara también querer ser vista.
Lo observé salir de casa con ese maletín caro que yo misma le regalé para su primer ascenso. Caminaba seguro, elegante, con un aire que gritaba éxito. Yo me quedé descalza en la puerta, con la taza de café frío en las manos y la certeza de que él ya no le contaba al mundo que estaba casado. Nunca lo decía en sus entrevistas, ni en sus publicaciones. Para todos, era el joven arquitecto brillante y soltero.
Fui hasta el baño y me obligué a mirarme. Tenía ojeras que el maquillaje ya no cubría y el cabello recogido en una trenza apurada. A los 28 años, me sentía una sombra. Una sombra que alguna vez soñó con ser doctora, pero que se convirtió en la cuidadora de un sueño que no era suyo.
Me juré que algún día saldría de ese espejo. Que iba a recuperar todo lo que había enterrado por amor.
Pero aún no estaba lista.
Todavía no.
Apoyé las manos en el lavamanos y cerré los ojos.
Como si mi mente también necesitara una vía de escape, un recuerdo irrumpió sin aviso. El vestido blanco, las flores sencillas, su sonrisa nerviosa... y mis sueños, todos reunidos en esa pequeña iglesia del barrio donde nos prometimos todo lo que hoy ya no éramos.
Flashback
—¿Estás segura? —me preguntó Renata, mi mejor amiga, cuando me ayudaba a arreglarme.
—Claro que sí —le respondí sin dudar—. Lo amo. Lo único que quiero es construir una vida con él.
—¿Y la medicina?
—Él dice que podremos con todo... que solo necesito apoyarlo este tiempo. Después seguiré yo.
Mentira. Nunca hubo un “después”.
La imagen de él esperando en el altar me dolía ahora. Se veía tan joven, tan emocionado. Casi parecía un niño disfrazado de adulto. Y yo… yo lo miraba como si fuera mi universo entero. No me importó firmar nada sin leerlo bien, ni detener mi carrera justo antes de entrar ha internado. Me prometió que, cuando él terminara su maestría, yo podría volver. Que solo era “un tiempo”.
Volví al presente. Abrí los ojos. Seguía allí, en el baño, con la piel reseca y el alma todavía más.
Miré el cepillo de dientes que compartíamos, la toalla colgada con descuido, los frascos de cremas que él nunca nota. Todo hablaba de una rutina que me había devorado.
Tomé aire, tragué la tristeza, y me obligué a sonreír frente al espejo. Solo un segundo. Solo para comprobar que aún podía hacerlo.
Pero fue una sonrisa tan débil que hasta el espejo pareció dudar.
El aire en el departamento era espeso, como si me asfixiara sin razón. Tal vez por eso decidí salir. Tomé mi abrigo ligero, dejé una nota en la mesa —aunque sabía que él no la leería— y bajé a la calle. No tenía un destino en mente, solo quería caminar. Respirar algo que no fuera rutina.
Las calles estaban tranquilas. El sol, se colaba entre los edificios y las ramas secas. En una esquina, una niña reía mientras corría delante de su madre, cruzando sin mirar. Fue un segundo.
El chillido de los frenos.
El golpe seco.
El grito ahogado de una madre.
Y el cuerpo pequeño tendido en el asfalto.
Corrí sin pensarlo.
—¡Llama a una ambulancia! —grité a los curiosos, arrodillándome junto a la niña. Tenía una herida abierta en la frente, respiraba con dificultad. Sangraba por la nariz. No respondía.
Con manos temblorosas, pero con lo poco que recordaba de primeros auxilios, incliné su cabeza cuidadosamente para liberar las vías respiratorias. Su pulso era débil, pero estaba ahí.
—Tranquila, pequeña… estás conmigo —le susurré. A su madre, que sollozaba sin consuelo, le tomé la mano. —Ya viene la ayuda. Está viva, respira, ¿sí? No deje que se duerma.
Una eternidad después, llegaron los paramédicos. Uno de ellos asintió al ver cómo mantenía estable la cabeza de la niña.
—Buena maniobra. ¿Eres médico?
—No… —respondí bajito, como si me doliera decirlo.
Subí a la ambulancia con la madre. Nadie me lo pidió, simplemente lo hice. Algo dentro de mí se había encendido.
En el hospital, las enfermeras se la llevaron en camilla directo a emergencia. La madre no me soltaba. Lloraba en silencio, pero ya no de desesperación.
—Gracias… No sé qué hubiera hecho sin usted. Gracias.
Me senté en la sala de espera, con las manos aún manchadas de sangre y el corazón latiendo como si volviera a vivir. Fue entonces que vibró mi celular.
"¿Dónde estás? Ya estoy en casa. No estás aquí."
Era él. Directo. Sin un "¿estás bien?", ni un "te amo". Solo eso. Control.
Justo cuando pensaba cómo responder, salió un médico joven con el uniforme aún manchado y el rostro sereno.
Tenía el cabello algo revuelto, lentes y una expresión cálida. En su bata blanca, leí su nombre: Dr. Julián Rivas.
—La niña está fuera de peligro. Llegó muy inestable, pero reaccionó bien gracias a los primeros auxilios que recibió antes de entrar. Si no hubiera sido por eso, quizás no estaría aquí ahora.
La madre se levantó de golpe y, entre lágrimas, señaló en mi dirección:
—La señorita… fue ella. Ella la ayudó.
Pero yo ya me estaba alejando por el pasillo, sin esperar reconocimientos. Algo en mi interior temblaba.
No por el accidente, no por el susto…
Sino por esa sensación que no sentía hace años:
La certeza de haber hecho algo que tenía sentido.
Salí del hospital sin mirar atrás. El celular vibró de nuevo, pero lo ignoré.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentía viva.
Cuando llegué a casa, eran casi las ocho. Las luces estaban encendidas. El aroma a comida recalentada llenaba el aire, pero no había rastro de él en la cocina.
Cerré la puerta con cuidado. Sentía las piernas pesadas, la cabeza aún revuelta por todo lo que había pasado. Aun así, dentro de mí, había algo latiendo fuerte. Un fuego que no había sentido en años.
Lo encontré en la sala, con el control remoto en una mano y el ceño fruncido.
—¿Dónde estabas? —preguntó sin levantar la vista del televisor.
—Hubo un accidente —respondí con voz firme, aún con el abrigo puesto—. Una niña fue atropellada. Yo… le di primeros auxilios. Acompañé a la madre al hospital.
—¿Qué? —frunció el entrecejo, molesto—. ¿Y a mí quién me avisa? ¿Te parece normal desaparecer así?
—Elías —me acerqué—, salvé una vida. La niña… el paramédico dijo que si no hubiese recibido ayuda en ese momento, no estaría viva. Me lo agradecieron. Sentí que, por primera vez en años, estaba donde debía estar.
Él apagó el televisor. Me miró por fin. Pero no como esperaba.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a creerte médica por eso? ¿Quieres que te aplauda?
Sentí que algo se quebraba en mí. Pero no me callé. Esta vez, no.
—Estoy casada contigo hace ocho años —le dije, sin bajar la mirada—. Dejé mi carrera por apoyarte, porque tú dijiste que, cuando terminaras tu maestría, yo podría retomar. ¿Y qué pasó? Te graduaste, creciste, viajaste… y yo sigo aquí. Invisible.
Esperando un “después” que nunca llegó.
—Valeria… —gruñó, impaciente.
—Hoy, después de ayudar a esa niña, entendí algo: ser médica es lo único que me hace feliz. Quiero estudiar. Quiero mi vida de vuelta.
Guardó silencio. Se puso de pie y caminó hacia mí. Su rostro había cambiado. Ya no estaba molesto… estaba herido en su orgullo.
—¿Así que estás aburrida en casa? —me dijo en voz baja, venenosa—. ¿Cansada de atender a tu esposo? Muy bien… te daré un hijo. Así estarás ocupada. Y no pensarás tonterías como eso de querer ser médico.
Me quedé inmóvil.
Él continuó, sin detenerse.
—Tú no sirves para eso, Valeria. Nunca serás una médica. Eres una tonta.
No respondí. No podía.
No porque creyera sus palabras. Sino porque algo dentro de mí acababa de morir. O tal vez… acababa de despertar.
por dar y no recibir uno se olvida de uno uno se tiene que recontra a si mismo